Por Hernán Carbonel
Jürgen tiene nueve años. Un hombre mayor, de aspecto mísero, patas torcidas y tierra en la punta de los dedos, se le acerca y le pregunta qué está haciendo. Tengo que vigilar, dice, pero no puede confesar qué. “También por la noche. Sin descansar. Siempre”, dice Jürgen. Luego, en el breve diálogo entre ambos que sigue, aparecerán una bomba, muros derrumbados, un hermano, un sótano, una canasta, conejos, alimento para conejos. Las ratas: “Se alimentan de los muertos. De las personas. De eso viven”.
Entre Kafka y Beckett –la esencia del relato tomando la forma del signo de interrogación, la carencia de una respuesta–, al estilo de “Después del almuerzo” de Cortázar o las narraciones breves de Amparo Dávila, nunca terminamos de desentrañar –y esa es la maravilla– qué son, qué esconden, qué metaforizan, en definitiva, esas animalías.
El cuento se llama “Todos saben que las ratas duermen de noche” y fue escrito por un tal Wolfgang Borchert. El principio es pura poesía: “La ventana vacía en el muro solitario bostezaba un rojo azulado lleno del temprano sol del atardecer. Nubarrones de polvo destellaban entre los restos espigados de la chimenea. El desierto de escombros dormitaba”.
Los escombros del inicio y los del final no son azarosos. Borchert fue uno de los representantes de la llamada trümmerliteratur (literatura de escombros), definida así por el también teutón Winfried Georg Maximilian Sebald en “Sobre la historia natural de la destrucción”, haciendo alusión a los bombardeos de aliados a pueblos alemanes, pero abriendo también las puertas a un concepto de la producción literaria de una parte de Europa sobre el final de la Segunda Guerra Mundial.
Hijo único de padres con claras inclinaciones intelectuales –docencia, lectura, escritura–, Borchert saltó de aprendiz de librero a una incipiente carrera como actor. Hasta que arribó el horror.
En cuatro años pasó de ser obligado a servir en el ejército como soldado de unidad blindada, a ser destinado al frente oriental, herido en una mano (bajo sospecha de que él mismo se hubiese infringido la herida), trasladado a un hospital militar, arrestado, condenado al aislamiento, sospechado de poner en peligro al país, condenado nuevamente y nuevamente al frente de batalla ruso.
Por congelamiento, tifus e ictericia tuvo que regresar a un hospital militar, hasta que por fin la vida le prestó un comodín y le dejó darse otra vuelta por el teatro. Pero sabemos que toda sonrisa es efímera, y otra vez la burra al trigo: por parodiar sobre un escenario al mismísimo Goebbels (parodia, parodia, que algo quedará) llegó una nueva condena y el retorno al frente oriental hasta la rendición ante a las tropas francesas en el concluyente cuarenta y cinco.
Aún testigo de aquellos horrores, al destino no le bastaron aquellas circunstancias, pero de todos modos le tiró un lazo: camino a un campo de prisioneros Borchert logró escapar y se hizo a pata los seiscientos kilómetros –ni se les ocurra por favor hacer el chiste de corre Forest corre– que lo separaban de la casa de sus padres en Hamburgo.
Luego se dedicó a trabajar como ayudante de dirección e incluso colaboró a la hora se fundar un teatro. De ahí en más, el camino hacia el fin y la eternidad –casi una misma cosa–. A Borchert le quedaban, apenas, dos años de vida. En palabras de Skay Beillinson, su futuro era una oda a la sin nombre.
Pudo vislumbrar, en la noche de los tiempos, el parpadeo de su deseo, y su deseo de entonces se convirtió en la escritura y conclusión de la primera colección de cuentos, una antología de poemas escritos en el periodo bélico (Linterna, noche y estrellas), una tragedia de tintes expresionistas (traducido como “Más allá de la puerta” o “La calle sin puertas”) que llegó a la radiofonía en vivo, un segundo tomo de cuentos (“Este martes”) escrito durante la internación en un sanatorio suizo, y así. Así cuando ya casi no quedaba un así. En fin: que, si alguien te pisa los talones, y ese alguien es la muerte, tenés todo el derecho a decirle que tu nombre es Aquiles, pero también a seguir corriendo.
Wolfgang Borchert falleció el 20 de noviembre de 1947, apenas un día antes de que se estrenase su única obra de teatro. Hermoso corte de manga. Lo dijo Leonard Cohen: “si queremos expresar la derrota común, procuremos hacerlo dentro de los límites estrictos de la dignidad y la belleza”. De más está decir que la mayor parte de su obra se publicó de manera póstuma. Entre tantas, una versión española de 2007 a cargo de Fernando Aramburu.
Por momentos pareciera que el dolor del mundo pudiese representarse en una sola persona, aunque sepamos que eso es imposible, porque el dolor del mundo es inconmensurable, y una persona apenas el espejo ínfimo de la humanidad. Por eso quedémonos con este poema de Wolfgang Borchert, y veamos hasta qué punto uno es uno y hasta qué punto uno es uno con el universo.
Érase una vez dos personas.
Cuando tenían dos años, se pegaban con las manos.
Cuando tenían doce, se pegaban con palos y se tiraban piedras.
Cuando tenían veintidós, se disparaban con fusiles.
Cuando tenían cuarenta y dos, se lanzaban bombas.
Cuando tenían sesenta y dos, utilizaban bacterias.
Cuando tenían ochenta y dos, se murieron. Fueron enterrados uno al lado del otro.
Cuando, cientos de años después, una lombriz se abrió camino comiendo entre sus tumbas, no se dio cuenta de que allí estaban enterradas dos personas distintas. Era la misma tierra. Todo era la misma tierra.