Por Hernán Carbonel
Esta es una historia chiquita, que sucede en una pequeña comunidad, y, como tal, habla de un mito a pequeña escala. El lugar donde sucedió es Chivilcoy, una ciudad-pueblo de la pampa húmeda bonaerense. El personaje, un tal Fransico Musitani.
Musitani había nacido en Castrovillari, Cosenza, Italia, en 1888, y llegó a Chivilcoy con menos de diez años. Excéntrico por antonomasia, recorría las calles en una bicicleta de la que pendían carteles, timbres y cornetas con diversas melodías, vestido de un blanco impecable cortado por una corbata verde. De ese color pintó su casa, a la que bautizó “La Verdepura”.
Caballeroso, cordial, afable, obsesivo de la higiene –al punto que acostumbraba darse baños de vapor diariamente– llegó a brindar conferencias en las cuales aludía a los riesgos de las pelusas y la contaminación alimenticia. Fue pionero de la publicidad chivilcoyana y gustaba visitar las chacras de los alrededores munido de una vitrola para animar eventos sociales. No consumía carne, no caía en los vicios; retrucaba con un “buenos días” cuando alguien lo insultaba.
De su matrimonio con Lucía Porreca nacieron cuatro hijos, pero, como ningún mito guarda rasgos de perfección, se comenta que ella lo abandonó puesto que solía encerrarla al salir de su casa. La leyenda cuenta, también, que llegó a pintar un caballo de ese color que tanto amaba (verde que te quiero verde, cantaba el poeta, allende el Atlántico: ni se les ocurra pensar en Flavia Palmiero, se los pido por favor) pero hay quienes lo desdicen producto de su profundo amor por los animales. Musitani, y su don de destrozar los rutinarios mecanismos de una sociedad de baja densidad de población, es protagonista de, al menos, tres libros.
“El gran Musitani”, me cuenta Hernán Ronsino. “Cortázar lo retrata en La vuelta al día en ochenta mundos. Lo conoció cuando estuvo en Chivilcoy. Fue a las conferencias que Musitani dio en el colegio nacional sobre los peligros de la pelusa, explicaba cómo había que baldear las casas para terminar con las pelusas. Cortázar estuvo en esas charlas como oyente. Es el germen de los cronopios, creo yo. Los metí a los dos en Lumbre”, confiesa, “un poco disfrazados”. Y agrega: “Rosa, su hija, tiene un kiosco al lado de la casa de mis viejos”.
No es gratuita la referencia. La marca de esa geografía, de su Chivilcoy natal (lo dijo y lo repitió Abelardo Castillo: las dos patrias de un escritor son la infancia y el lenguaje) vive en la trilogía de La descomposición, Glaxo y la mencionada Lumbre, y en algunos de los cuentos de Caballo de verano. Cómo se construyen los relatos en ese denso entramado pueblerino, “esa cosa de silencio, de hipocresía, pero al mismo tiempo de rumor continuo”, porque, dice Ronsino, “la cartografía de un territorio es la columna que vertebra una lengua, o, se podría pensar también de un modo inverso, que es la lengua la que vertebra el espacio imaginario”.
Pero mejor volvamos a Cortázar y su homenaje a Verne. El cronopio mayor había vivido en Chivilcoy entre 1939 y 1944, donde daba clases de literatura en la Escuela Normal. Incluso llegó a escribir el guión de la película La sombra del pasado, filmada en esa ciudad en 1946 y dirigida por Ignacio Tankelevich (vayan a Youtube por el documental Buscando la sombra del pasado, de Gerardo Panero, que reconstruye aquella historia). Y así fue que, como bien dice Ronsino, conoció al gran Musitani, y lo retrató en “Los piantados y los idos”, del capítulo “Del gesto que consiste en ponerse el dedo índice en la sien y moverlo como quien atornilla y desatornilla”.
“En esa época en que iba conociendo de lejos a algunos piantados, irrumpe por derecho propio don Fransico Musitani”, escribe Cortázar, “que cortaba y cosía personalmente la ropa de todos para atajar cismas y heterodoxias, y que se paseaba por el pueblo en una bicicleta verde en cuyo manubrio, si recuerdo bien, había entre cuatro y siete campanillas y cornetas de diferentes tamaños, sonidos y finalidades (para la esquina, la media cuadra, la vereda de los pares o los impares, la plaza, el domingo, etc.). Don Fransico Musitani tenía en el banco una barbaridad de plata que había ganado vendiéndoles fonógrafos a los paisanos en la época en que las victrolitas His Master’s Voice iban imponiendo literalmente su marca de fábrica en la economía rural argentina”.
“Gran piantado, Don Fransico”, sigue Julio, “era consecuentemente genial. Así, al construir ‘La Verdepura’, decidió que un acentuado declive desde las habitaciones del fondo hasta la calle simplificaría enormemente las labores de limpieza a cargo de su esposa; bastaría así echar un balde de agua en el fondo de la casa para que este dócil elemento se volcara en la calle llevándose todas las pelusas (verdes)”. Y acentúa lo que Ronsino adelanta: “Asistí a la conferencia de 1942, vi cómo se fabrican las buenas conciencias colectivas; aquel piantado, tan solo frente a la horda de cuerdos satisfechos y de chiquilines ya embarcados en la recta vía, tenía algo de heraldo absurdo, de botella verde que flota en la orilla con su mensaje que nadie entenderá porque no ha sido escrito con la mano derecha y tampoco con la izquierda. Y, claro, ellos lo aplaudían con las dos”.
El tercer libro es, si se quiere, casi una biografía. Se llama Fransico Musitani, el último adelantado, su autor es Enrique Balbo –nacido, por supuesto, en esa ciudad, crítico de arte, narrador, ensayista– y lo publicó la Editorial Municipal de Chivilcoy. “Es un señor que se ha hecho a sí mismo porque es la perfecta contracultura”, dijo Balbo en una entrevista: “no fue a la escuela, nunca le enseñaron a leer y a escribir, pero lo tuvo que hacer por su cuenta. Si tú lees los textos que redactaba para la venta de propiedad son buenísimos, son súper graciosos. Dice, por ejemplo, que tiene en venta una casa aquí enfrente y que la casa viene equipada con una cama que tiene patitas y tapones de goma para que la gente, cuando por la noche retoce en la cama, los vecinos no se enteren. ¿Tú te imaginas eso en los años 40?”.
Si, como arriesga Ronsino y concluye Cortázar “todo piantado es cronopio”, Musitani, entonces, al fin y al cabo, lo era. Y hasta quizás, aunque no lo sepamos pero podemos conjeturarlo, estuvo ahí, al alcance de su mano (no importa si la izquierda o la derecha) un fama.
PD: en mi pueblo también hubo ese tipo de personajes, y los sigue habiendo, aunque no con el tenor de antaño. Por ejemplo, la familia Vilela, germen de las mejores anécdotas de esta estrecha comunidad. Otro día se las cuento.