
Por Hernán Carbonel
Es un hombre encerrado en una habitación. Está ahí porque lo ha elegido –es una pregunta: ¿lo ha elegido?–. Hay un camastro con una frazada, diarios como abrigo. Las paredes están macheteadas por grafitis, testimonios de otros elefantes antes desaparecidos, una ventana que da a la calle con los marcos desencajados, un recipiente para las necesidades fisiológicas y un balde hasta el tope de brebajes etílicos de dudosa composición, la puerta clausurada desde afuera por un candado. Pasan los días y, con los días y el alcohol, llega la locura en forma de recuerdos, que caen como estalactitas sobre el pecho de un cuerpo inerte. Hasta que no hay más. Hasta que, por fin, por fin, no hay más.
La escena es triste, solitaria y final. Con ella y ese cuerpo se va El cementerio de los elefantes, de Tonchy Antezana. La película narra las andanzas de un dipsómano incurable que se encierra en lo que se ha dado en llamar la Suite Presidencial, el cuartito en el que Juvenal pasará sus últimos días, trayendo hacia sí los pocos fantasmas que le caben, llenando de pagarés la agonía de la existencia. Porque no hay más que lo que hay, y él lo sabe, y lo que hay no alcanza, o es demasiado para un hombre solo.
Tengo treinta y tres años, pero parezco de cincuenta, dice el Juve, y media hora de lucidez por día después de cada borrachera, mientras se retuerce como un yonqui yanqui o un zapói o un émulo del Ben Sanderson de Living Las Vegas. Esa escena no es otra cosa que una ficcionalización de los últimos días de la vida de Víctor Hugo Viscarra, aunque la ficción a veces se convierte en una versión menos exagerada que la realidad. “Puedo decir que a los doce años me sumergía de cabeza en la noche. En sus oscuras entrañas aprendí cosas, buenas y malas. La noche de La Paz es un laberinto que, al no tener principio, tampoco tiene fin, y uno puede perderse para siempre”, escribió Viscarra en “Frío en el alma”, uno de los capítulos de Borracho estaba, pero me acuerdo.
Ese laberinto son las empinadas callecitas paceñas, los barcitos, las barriadas periféricas, el Cementerio General –el de verdad, ningún paquidermo moribundo mediante– y la Catedral de San Francisco, las que transitaban parroquianos de cantinas de mala muerte, los solitarios y los corazones sangrantes, los campesinos emigrados y las prostitutas, una cartografía hecha de mercados negros y comedores populares, fogatas en basurales y faloperos, cabarets y comisarías, una geodesia marginal donde se diluía, como se diluye el alcohol barato, la dignidad de los nadies. Como él mismo solía repetir, “soy antropólogo: soy experto en antros”.
Viscarra había nacido pobre por herencia el segundo día de 1958, y la muerte lo arrebató, previsora pero haciéndose quien no quiere la cosa, desde una cama de hospital por una cirrosis fulminante. Llevaba más de tres décadas viviendo a la deriva. En medio, se hizo de la clásica imagen de autor maldito, el mito mayor de la literatura andina, una versión vernácula y en altura de Charles Bukowski. (Sí, sí, las etiquetas, Bill Buford acuñando el término realismo sucio en los Estados Unidos allá por la segunda parte del Siglo XX.) Quisiera vernos ahí, en su piel, con ese pasado a cuesta, encerrados en la suite presidencial, las paredes macheteadas por grafitis de otros elefantes muertos, el balde ya cerca del final, la puerta clausurada desde afuera, la matriz de la locura incorporándose en nosotros.
Viscarra tuvo efímeros pasos por redacciones, algunas changas como escritor fantasma, escribió un primer libro, titulado Coba: lenguaje secreto del hampa boliviano, que recopilaba las voces del argot carcelario y que la policía boliviana –¿por qué el destino se guarda esas traiciones bajo la manga, por qué a un ebrio se lo condena a malos tragos?– publicó sin siquiera mencionar al autor. Luego llegaron Relatos de Víctor Hugo, Alcoholatum & otros drinks. Crónicas para gatos y pelagatos, Avisos necrológicos, auténticos best sellers piratas (qué hermoso corte de manga al marketing editorial esa expresión, si no fuera que hablamos de Viscarra).
Pero de quedarse con algo, si es que algo queda de todo esto, uno se quedaría con Borracho estaba, pero me acuerdo. “Nací viejo. Mi vida ha sido un tránsito brusco de la niñez a la vejez, sin términos medios. No tuve tiempo de ser niño”. Así comienza. “Para ella [la vejez], es cierto, uno tiene tiempo de sobra. Presumo que ha de ser a los cuarenta y nueve años, pues si llego a los cincuenta me suicido. Nacionalizo una pistola y me pegó un tiro”. Su precisión matemática era apabullante: se murió a los 49.
“El mío es un trabajo contraliterario. Hay muchos que se sienten ofendidos con mi literatura. Con mi libro Borracho estaba… he tenido tres juicios por difamación. Pero como no tengo un lugar fijo donde vivir, no pasó nada”. Daba igual; ¿para qué? En una entrevista dijo: “Si bien las circunstancias en que lo escribí han sido desfavorables, he logrado en cierto modo tratar de librarme de mis propios demonios; soy honesto: no lo he conseguido. Y, es más, estúpidamente me he abierto heridas que pensé que estaban cicatrizadas”.
De estilo directo y visceral, como quien escribe de noche y desnudo de frente a la tormenta, Viscarra no obedece en Borracho estaba… a las reglas de géneros: en él caben el cuento corto, la crónica, la literatura testimonial, la autografía novelada. Pero además llevaba en su voz la voz de los invisibilizados. “Por estos y otros motivos más, van estas memorias que, sin ser mías, son de los demás”. Así termina Borracho estaba… Y, en esa misma voz, la ironía del desahuciado por la violencia: “Si como dice el refrán, ‘quien bien te quiere te hará llorar’, mi madre exageraba en sus demostraciones de cariño”, todo él “hecho un concilio ecuménico por la cantidad de cardenales” por las palizas recibidas.
Esto también lo dijo en una entrevista, un año antes de morir: “Vivo en mi mundo. Estoy por mi gente, porque son mis delincuentes, son mis putas, mis maracos, mis mendigos, mis ladrones. El único portavoz que ellos tienen soy yo. Para mí la escritura es como una especie de desahogo. ¡Nunca esta maldita sociedad me ha dado algo!”.
Quizás no lo sepamos, pero hay un balde esperando por nosotros allá, en un cuarto inmundo de una de las tantas callecitas paceñas. Vayamos a por él, si es que la valentía para hacerlo nos alcanza, pero, por favor, no olvidemos poner ese libro bajo el brazo antes de que el candado se cierre desde afuera.