Natalia Ginzburg, una chica apoltronada

“Los sueños no se hacen nunca realidad, y en cuanto los vemos rotos comprendemos de repente que las mayores alegrías de nuestra vida están fuera de la realidad”. escribe Natalia Ginzburg en Las pequeñas virtudes, ese libro de ensayos que no se puede dejar de leer, al menos, una vez en la vida. Como una especie de I Ching, derrocha sapiencia, a la vez que cada frase aplica, contiene. Es una palmada en la espalda, pero también exige estar a la altura, no cerrar los ojos ante el destino. “La vida es un largo camino que nos toca recorrer para llegar a tener un poco de misericordia”, escribe Ginzburg en el ensayo “Las relaciones humanas”.  Estamos frente a una de las escritoras que mejor retrata la humanidad. Y entiéndase mejor, no solo en alusión a calidad literaria, sino en precisión y verdad.

Ginzburg creció teniendo un pobre concepto de sí misma, sus padres solían decirle que ella era “una calamidad”, porque “no sabía vestirse sola ni atarse los cordones, hacer la cama ni encender el gas”. Era desordenada, como “si tuviéramos veinte criados”, decía su madre porque Natalia se levantaba tarde y después del baño, se tiraba a leer en el piso. Su padre también contribuyó a esas creencias. “Son unos cataplamas, se aburren porque no tienen vida interior”, vociferaba dando grandes zancadas por la casa. “No hay que apoltronarse”. “Vamos a caminar”, gritaba cada vez que llegaban de vacaciones a las montañas. No los mandó a la escuela “por los microbios” –era biólogo y médico-, y no les permitió nunca comer dulces ni cremas.

“A veces surgía en mí la sospecha de que había en mi mundo una grieta secreta, oscura y primordial”, dice en el ensayo que escribirá sobre la pereza. “Bastaba con que apareciera una obligación para que deje volar mi cabeza”. La conjura de las gallinas, de Tommaso Catani, era su libro preferido de niña. “No era cruel porque en su mundo circulaba un aire claro, abierto y campestre, un aroma a polenta caliente y pan recién salido del horno. Pero sus gatos y gallinas enloquecían en cada página, bebían veneno, se volvían cojos o ciegos, se tiraban desde lo alto de unas rocas”. 

Quizás la literatura de Ginzburg podría definirse de ese modo, un lugar donde hay aire claro, pero también veneno. 

Y la descripción podría extenderse a la familia de Natalia. Judía y antifascista, en aquella casa se recibían personalidades notables de la vida política, social y literaria de Turín en tiempo de entreguerras. Allí Natalia aprendió del valor de las palabras, pero también tuvo contacto prematuro con la persecución y la muerte. Sus hermanos varones debieron escapar muchas veces por el patio trasero y otras terminaron en la cárcel. Ella se casó con un amigo que frecuentaba aquella casa, también militante: Leone Ginzburg, de quien Natalia tomó su apellido y lo cambió por el suyo, Levi. Años más tarde, ya con tres hijos pequeños, debieron ocultarse de los nazis en un pueblo de los Abruzos, hasta la caída de Mussolini cuando Leone regresa a Roma, lo atrapan y lo torturan hasta la muerte. Natalia, junta algunas cosas, y con los niños a cuestas logra subirse a un camión alemán haciéndose pasar por refugiada indocumentada para volver a casa de sus padres. 

A sabiendas de que debía reconstruirse se analiza con un junguiano (“Fue la luz de su inteligencia la que me iluminó aquel verano negro”, dice en su ensayo “Mi psicoanálisis)  y trabaja como traductora en la icónica editorial Einaudi que Leone había fundado con otros dos amigos, también intelectuales antifascistas que frecuentaban la casa de Natalia en Turín: Cesare Pavese y Giulio Einaudi. Los tres estaban obsesionados con la idea de que traducir a escritores rusos y norteamericanos podría salvar a Italia de la brutalidad de Mussolini. 

Pero en ese proceso de reconstrucción, Ginzburg se consolida como escritora, y desde entonces hasta el día de su muerte, va a levantarse cada día a las cuatro de la mañana para escribir. En 1942 Einaudi publica su primera novela El camino que va a la ciudad ambientada en los Abruzos y lo hace bajo el seudónimo de Alessandra Tornimparte para evitar las leyes raciales. Más tarde se editan, Todos nuestros ayeres y Las palabras de la noche. Sobre esta última, su amigo Ítalo Calvino le escribe: “es la novela más hermosa que has escrito. Esa percepción que tienes para las historias familiares, cómo se entrelazan las historias de las familias, es algo que a esta altura solo tú posees. Y luego dijo de ella en una reseña: “Natalia expresa su lirismo en la carencia y en el enfoque de sus historias construye su psicología a través del comportamiento y nunca comenta o interpreta en el sentido intelectual, a pesar de que sus historias transcurren casi todas en círculos intelectuales”. 

Ginzburg vuelve a apostar por la familia y se casa con Gabriele Baldini, profesor de literatura y tiene dos hijos más (la hija menor nace con hidrocefalia y requiere cuidados especiales). Pero la literatura llegó para quedarse. Y si hasta ahora solo era leída por un pequeño círculo de críticos y colegas, con la publicación de Léxico Familiar en 1963, gana el premio Strega y adquiere popularidad.

No es casual que en esta gran novela abiertamente autobiográfica Natalia Ginzburg, no solo que logra dejar de lado el temor de ofender a las personas retratadas en el libro, (su padre dijo: “Espero que no menoscabes la reputación de nuestra familia”) sino que toma conciencia de su potencial, el estilo se vuelve más personal y se expresa sin condiciones. Dicho por ella: “Con Léxico familiar llegué a la memoria pura con pasos furtivos de lobo por caminos laterales, diciéndome que las fuentes de la memoria eran aquellas de las que jamás podría beber, el único lugar del mundo al que debía negarme a ir, pero el tabú se había roto”.

Léxico familiar cuenta la historia de una familia asolada por la cárcel, el destierro y la emigración que separan a hijos, padres y parientes, debilitan los vínculos, provocando que lo único que quede en común para esas personas, son las palabras y las frases de la infancia que solo ellos conocen como un código secreto: el léxico familiar.

Se podría pensar que con esta novela Natalia funda su propio léxico, un lenguaje propio cargado de poesía y sabiduría en partes iguales que convertirán su obra en única y universal. También ya no reprimirá ese deseo constante de entender, de liberar las cosas de sus múltiples envoltorios para hacer sentido y contemplar a las personas de manera un poco más justa.

Los que leyeron este relato, opinaron...

Genial,sencillamente genial!

Un hermoso material de lectura

Gladis