Liliana Heker es autora de obras notables como Las peras del mal, Zona de clivaje y La trastienda de la escritura. En su casa, la lluvia me pareció lejana. Conversamos sobre sus incursiones en la lectura, la escritura, los talleres. El 25 de abril brindará el discurso de apertura para la 48° Feria Internacional del Libro de Buenos Aires. A sus 81 años, su energía, su fortaleza y sus convicciones están más firmes que nunca.
Por Felicitas Ilarregui
-¿Venís de una familia lectora?
-Mamá y papá eran muy inteligentes, con sentido del humor, una maravillosa historia de amor entre ellos, pero solo pudieron hacer la escuela primaria porque eran muy pobres. Mis abuelos vinieron de Rusia y vivían en una casa de inquilinato. Los chicos pobres iban a la escuela con ropa muy humilde; las chicas ricas, con sombreros elegantes. Mamá siempre me contaba qué maravillosa había sido la incorporación del guardapolvo blanco. «Todos éramos iguales», decía. A ella le encantaba leer, y papá leía mucho el Martin Fierro. En mi casa, no teníamos un mueble biblioteca, pero los libros estaban. A mí me tentaban los libros largos sin ilustraciones que leía mi hermana. Había una novela, Las niñas modelo, de la condesa de Segur. Me intrigó la tapa: unas chicas con hermosos sombreros y una nena que era una pordiosera. Ocurría en Francia en el siglo XIX. Y en la escuela, se diferenciaban los libros para nenas y nenes. Mujercitas para las nenas y Sandokán para los nenes. Con mis amigas de la primaria, Nora y Cuqui, leíamos todo. Yo agradezco infinitamente la enseñanza pública. Fui a la primaria, a la secundaria, a la universidad. Siempre digo que un chico, un adolescente se tiene que enamorar en algún momento de un libro. Pueden intervenir los maestros, los papás, los tíos. Vos le das un libro de Borges y quizás aún no puede encontrarlo fascinante o no le gusta y no pasa nada. A lo mejor, con Cien años de soledad o algún libro de Abelardo Castillo sobre los conflictos de adolescentes en un pueblo, descubren la literatura. No hay obligación, la literatura es placer. Quien sabe leer, sabe estar solo porque no está solo, está con un libro. Y quien sabe estar solo, sabe ser libre.
-Agradecés a la educación pública. Vos estudiaste Física.
-En esa época, podías hacer el curso de ingreso a la universidad mientras cursabas quinto año. Siempre me sentí destinada a la ciencia. Nunca se me cruzó la carrera de Letras. Tuve notas muy altas, entonces, ingresé a la Facultad de Ciencias Exactas. Pero en una librería busqué una revista literaria. Todas me parecían aburridas y reaccionarias hasta que di con el primer número de una que se llamaba El Grillo de Papel, dirigida por absolutos desconocidos. En la tapa, aparecía un cuento de Abelardo Castillo: «El marica». No tenía plata para comprarla y leí el editorial que decía: «La literatura no es para nosotros un medio de vida, es un modo de vida». Entonces, le pedí una máquina de escribir al novio de mi hermana, y envié una carta y un poema. Abelardo me invitó a las reuniones en el Café de Los Angelitos. Pensá que yo tenía dieciséis años. Fui el 22 de enero de 1960 a la noche, a encontrarme con gente que mi familia no conocía. Y me fascinó. Hablaban de escritores que no había leído: Sartre, Simone de Beauvoir, Kafka; discutían sobre política. Yo había leído mucho, pero desordenadamente. A los diecisiete años, entré a la facultad y a la revista El Grillo de Papel, que fue prohibida en el 61 durante el gobierno de Frondizi. A los diecisiete años, fundé con Abelardo Castillo El escarabajo de Oro. Ya había escrito muchos cuentos y, cuando prácticamente tenía un libro, me planteé que era una hipocresía seguir estudiando Física; cursé cuatro años. Tenía compañeros que querían recibirse para investigar. Yo quería recibirme para llevar el título universitario a mi casa y dedicarme a lo único que me importaba: la literatura.
-¿Cómo reaccionaron en tu familia?
-Papá había muerto antes de que yo cumpliera 19 años, y mi hermana se había ido a vivir con el marido. Hablé con mamá y me entendió muy bien. Por ahí protestaba, pero siempre le gustó que escribiera. De hecho, cuando publiqué mi primer cuento en El Grillo de Papel, vendió como cincuenta ejemplares a sus amigos. Mucha gente vio muy mal que cambiara la carrera de Física por algo tan incierto como la escritura, pero no me importaba. Seguí trabajando en lo que podía y haciendo lo que quería: sacar la revista. Era mucho esfuerzo seleccionar el material, corregir las pruebas, diagramarla, distribuirla. La llevábamos a los kioscos de diarios de la calle Corrientes. Yo trataba de convencerlos: «Por favor, exhíbala». Y la exhibían. Ahora se la considera una revista mítica. Fueron muy importantes las revistas que sacamos: El Grillo de Papel, El escarabajo de Oro y El Ornitorrinco. Se leyeron muchísimo tanto en Argentina como en Latinoamérica.
-¿Cómo fue hacer una revista como El Escarabajo de oro en dictadura?
-En 1966, justo cuando salió mi primer libro Los que vieron la zarza, fue el golpe de Onganía. Tuvimos que cambiar de imprenta. Nunca nos achicamos. Había una frase que decían varios intelectuales: «desensillar hasta que aclare». Y Castillo escribió el editorial «Aclarar hasta que desensille». Cuando había que hablar de la realidad política, hablábamos. Siempre creímos que más grave que la censura era la autocensura. Dejó de salir a mediados del 74 por una hiperinflación. No podíamos pagar ni el papel para el número siguiente. Y vino el golpe del 76. En el 77, Enrique Zattara, escritor y amigo que hoy vive en Londres, iba al taller que daba Abelardo; quería que sacáramos otra revista literaria. Siempre nos había dicho que su amigo Dardo tenía plata. Hace poco confesó: «En realidad, dije eso para que sacaran la revista. La plata se la pedí a mi abuelo». Y así salió el primer número de El Ornitorrinco. El abuelo no podía seguir ayudándolo, pero nosotros seguimos dando testimonio. En tres números, Castillo y yo no figuramos en la dirección, sino en otra parte del staff con otro color. El lector sabía que era una continuación. A la revista la fundamos con Silvia Iparraguirre (esposa de Castillo). La censura no parecía preocupada por una revista literaria, y se volvió cada vez más comprometida. Habló del exilio, de las Madres de Plaza de Mayo. Fue una revista de resistencia durante la dictadura. Dejó de salir en el año 86.
-Los años 60 fueron de gran efervescencia literaria. En palabras de Isidoro Blaisten y tuyas, Rodolfo Carcavallo hizo el primer intento institucional de un taller literario distinto que nucleaba a escritores de diversas ideologías.
-Había otros talleres que eran plomazos. Los escritores que discutíamos los textos en los cafés desdeñábamos los talleres, por ejemplo, de la SADE. Carcavallo era un científico especialista en el mal de Chagas. Tenía el Instituto Argentino de Ciencias. Ahí mismo hizo un taller único, creo yo, porque convocó a escritores muy diversos: Humberto Costantini, Abelardo Castillo, Marta Lynch, Dalmiro Sáenz, Borges. Cada escritor hablaba de literatura y de los textos de los otros según su punto de vista. La gente se anotaba; iba a las clases que quería. Había un mono que se llamaba Simón, que era un poco el que nos protegía a todos. Y había un secretario que nos anotaba, el Turco Asís. Él había escrito un libro de poemas que no era bueno, pero le pasó algunos textos a Abelardo y a Costantini muy buenos. Todavía era Jorge Zaín. Era el apellido del padre, pero después usó el de su madre, que era Asís.
También recuerdo que, en una clase de Borges, pasó algo muy gracioso. Un señor le dijo: “Maestro, voy a apelar a su prestigiosa memoria para que usted nos diga bla,bla…”. Él le respondió: “Bueno, creo que esta vez más que a una prestigiosa memoria van a asistir a un prestigioso olvido”. Borges hablaba como escribía. Yo también di una charla. Creo que hablé del proceso creador. La experiencia con Carcavallo fue el germen de los talleres; gran persona, excepcional científico.
-Este año, das el discurso inaugural de la Feria del Libro ¿Cómo lo vivís en un contexto sociopolítico y económico en el que a las instituciones culturales se las cuestiona por su viabilidad económica y su pertinencia social?
-Creo que es el tema que se me mete y es absolutamente ineludible. Ineludible, además, según mi concepción de la literatura. Creo que para nosotros los escritores nuestra herramienta es la palabra. Con la palabra concebimos, creamos. Pero, además, es una herramienta que puede funcionar de manera inmediata, y que a veces es necesaria. Cuando hay que dar un testimonio inmediato, hay que usar la palabra literal ya no desde el punto de vista creador, sino por su significación inmediata. De modo que siento que es absolutamente pertinente que en el discurso de apertura entre el contexto actual. Así que en eso estoy. Es una realidad muy cambiante. Tal vez esté trabajando hasta el día anterior ya no tanto en la corrección desde el punto de vista formal, sino modificando de acuerdo a los vaivenes de esta realidad que realmente es de todos. Entonces, por lo menos para mí es un tema absolutamente ineludible el de la situación, no solamente de la cultura. Creo que la cultura no se da en un contexto aislado, sino que se da en un contexto social. Atacar la cultura, tiene una vinculación muy directa con atacar todo lo que se está atacando. Estoy trabajando el discurso y buscando, pero acá la búsqueda es de otro tipo. Quiero llegar al corazón de lo que me propongo expresar sin irme del tema central porque estoy abriendo la Feria del Libro. Sé que hay un público muy diverso; soy consciente de eso y de la enorme amplitud. Pero, sin duda, va a tener un papel muy protagónico en mi discurso la situación que estamos viviendo como sociedad.