Letras móviles: El lobo del hombre

Por Hernán Carbonel

Paul Auster tiene veintiséis años cuando le ofrecen un trabajo como casero de una granja al sur de Francia. Es un caserón de piedra del siglo XVIII. El pueblito más cercano, de no más de cuarenta habitantes, casi todos longevos, está a dos kilómetros. Paul Auster tiene pensado dedicarse allí a su temprano oficio, la traducción, y a su incipiente pasión, la escritura.

Pero no todo es tan idílico como parece: con L., la novia con la que pasa aquellos días en la campiña francesa, sufren serias penurias económicas, a pesar de que los dueños de la finca, una pareja norteamericana residente en París, les envía una modesta suma por sus quehaceres. “Con lo que no habíamos contado era con que los editores [de sus traducciones] suelen ser lentos a la hora de pagar sus deudas. Habíamos olvidado también que los cheques enviados de un país a otro pueden tardar semanas en cobrarse, y que, cuando los cobras, el banco te descuenta comisiones y gastos de cambio”. Lo cuenta él mismo en su breve tomo de memorias El cuaderno rojo, una serie de textos cortos que retoman los grandes éxitos temáticos de Auster: el azar, las coincidencias, lo imprevisto, la extrañeza, la identidad, la duplicación, las búsquedas, las pérdidas. (¿Se acuerdan del final de La habitación cerrada, una de las tres novelas de la Trilogía de Nueva York? Ahí también hay un cuaderno rojo.)

De regreso a EE.UU., Auster vende su primer artículo a The New York Review of Books. El artículo se llama “Babel en Nueva York” y es sobre un libro publicado por Gallimard en 1970 –aunque el original le había llegado a la editorial francesa siete años antes– en la colección que dirigía el psicoanalista, filósofo y militante de izquierda Jean-Bertrand Pontalis. El libro se titula El esquizo y las lenguas y su autor es un tal Louis Wolfson, que es a quien queremos llegar.

A Wolfson no le fue fácil desde el principio: le diagnosticaron esquizofrenia en la infancia, pasó por instituciones psiquiátricas, le aplicaron electroshock. Y había dos cosas que su esquizofrenia no soportaba: el idioma inglés y su madre. Más allá de ella, a quien no podemos conocer sino por el propio Wolfson, a él le dolía oír inglés, le dolía hablar inglés. Le dolía la lengua. No conozco ni he conocido a nadie que le duela una lengua (no el órgano, claro). Debe ser un dolor horriblemente hermoso.

Así que Wolfson, él y su cabecita inventaron un procedimiento de alta sofisticación: traducir espontáneamente y en tiempo real todo aquello que se le decía en inglés a un idioma creado por él mismo, conformado por términos de extranjerías varias en el que se aunaban el francés, el alemán, el ruso y el hebreo, y todo eso sin perder el sentido de lo que decía.

Vaya búsqueda la de traducir la confusión. Lo dicho: el dolor de la lengua madre (tipeo esto y no puedo dejar de pensar en María Teresa Andruetto). Y pensar que uno a veces no puede con el trabalenguas de los tres tristes tigres.

Aquel libro publicado por Gallimard, El esquizo y las lenguas (Le schizo et les langues, en su idioma original), llevaba prólogo de nada más y nada menos que Gilles Deleuze, que llamó a aquel procedimiento “la torre babélica del parloteo balbuciente” (he aquí el porqué del título del artículo de Auster, entonces), texto que Deleuze incluyó, más de veinte años después, en Crítica y clínica. (Deleuze: “La psicosis y su lenguaje son inseparables del procedimiento lingüístico” y “en ello reside la aventura del lenguaje psicótico” y “esta aventura es aventura de palabras”.)

Tras la muerte de su madre, Wolfson se instaló en Montreal (¿tal vez porque se habla francés?) y comenzó a escribir en formato crónica lo que sería su segundo libro, Mi madre, música, murió de una enfermedad maligna el martes a la medianoche de mediados de mayo de 1977 en el Memorial Hall de Manhattan. No es una reseña en itálica: es el título. El tercero se llamó El epiléptico sensorial esquizofrénico y las lenguas extranjeras, o Punto final en un planeta infernal. Inténtenlo, pero verán que no son fáciles de conseguir los libros de Louis Wolfson.

Auster, en los inicios de su carrera, como Wolfson en su esquizofrenia, cada uno a su manera, estaban buceando en Babel, en los vaivenes de la lengua, en los entresijos el lenguaje, inventando, cada uno a su manera, una forma de pronunciar la palabra. Para los traductores literales como uno, ignorantes de la semántica de una lengua ajena, Wolfson contiene un juego de palabras muy elemental: Wolf: lobo; son: hijo. Hijo de lobo. Y ya sabemos que todo lobo sombras suele vestir: la esquizofrenia, el lenguaje, la madre, en este caso. Hay más. “Homo homini lupus”. La frase es de Plauto, tiene más de dos mil doscientos años y la conocemos popularmente como “el hombre es el lobo del hombre”.

Un último dato. Louis Wolfson tiene noventa y un años y desde 1994 reside en Puerto Rico. Uno tiende a imaginar que del lado de los que hablan español. No ha de pasar penurias económicas como las de Paul Auster allá por principios de los ’70. En 2003 se hizo millonario al pegarla en el primer premio de la lotería. 

Era cierto que al final hay recompensa.