Por Laura Galarza
Poco antes de morir Katherine Mansfield pasaba horas en una plataforma suspendida sobre un comedero de vacas y pelaba verduras en la helada cocina del Instituto de Fontainebleau del gurú Gurdjieff, maestro espiritual influyente durante el siglo XX, donde varias figuras notables de la época iban en busca de sosiego o medicina. La regla base de su cura era sufrir frío, hambre y fatiga hasta dominar el malestar físico con la mente. Mansfield buscaba una solución para su avanzada tuberculosis, hasta que una tarde, subió unas escaleras del instituto para mostrarle a su marido de visita, su recuperación. El ataque de tos provocó una hemorragia y Katherine murió en esas escaleras que llevaban al altillo de su habitación, donde había escrito incluso, hasta la noche anterior. Tenía 34 años.
La obra de Mansfield quedó truncada pero fue tan potente que resultó fundamental para la transición entre el cuento clásico del siglo XIX y el relato moderno, tanto como lo fue Ánton Chéjov. Sus tópicos, la rutina matrimonial, el abismo de lo femenino, la imposibilidad del deseo, llevan implícito un sufrir mayor y universal: lo vacuo de la existencia.
Además de Murry, cuando Mansfield murió en las escaleras, estaba Ida Baker. Su otro gran amor a quien conoció en el Queen College de Londres en 1907 a los 19 años. Antes se había enamorado de los hermanos Trowell con quienes aprendió a tocar el cello y quedó embarazada de uno de ellos. Su madre se la llevó a Alemania con la intención de que cursara el embarazo en la clandestinidad pero Mansfield sufre un aborto espontáneo y la abandona, no sin antes desheredarla. La hija ya no tendrá relación con su familia, cambiará su apellido por el de su abuela y no volverá nunca a Wellington, su pueblo de Nueva Zelanda. Mansfield sobrevive en una pensión donde conoce a Floryan Sobiernowsky, un intelectual polaco que la introduce en la literatura rusa. Esas vivencias la inspiraron a escribir su primer gran libro de relatos En una pensión Alemana, publicado en 1911 a los 23 años. Aquella época va a condicionar su destino: Sobiernowsky la contagia de gonorrea, lo que afectará sus defensas de por vida, convirtiéndola en una enferma crónica de pleuritis y artrosis.
De regreso en Londres durante 1912, conoce a Murry, crítico y director de Rhythm, un elegante periódico literario, y se casan. Aunque tenía una comunión intelectual con su marido, Masfield propone vivir en casas separadas: “Solo disfruto de una diversión perfecta cuando estoy sola. La vida con otros se convierte en una bruma”, escribe en su diario.
El estilo de Mansfield es inconfundible: expresiones como al pasar, pero tan asertivas, que funcionan como una iluminación. En “La mosca”, el relato que tuvo mayor atención de la crítica, un hombre recuerda a su hijo muerto, mientras una mosca se ahoga en su tintero. El resultado es un retrato del alma de ese padre, construido apenas en base a alusiones que coagulan pena, compasión y resentimiento.
“Hay algo triste en la vida. Es difícil decir qué es. No me refiero al dolor que todos conocemos, como las enfermedades, la pobreza y la muerte. No, es otra cosa distinta. Está ahí, en lo más hondo, es parte de una, como la propia respiración. Por más que trabaje duro y quede exhausta no tengo más que detenerme para saber que está ahí, aguardando”, le hace decir a la protagonista de Felicidad, otro uno de sus cuentos emblemáticos, aunque podría estar hablando ella misma. Y la felicidad siempre está implícita en los cuentos de Mansfield, nunca como un hecho, sino como lo que el ser humano está condenado a desear para saber de su insignificancia.
Mansfield y Virginia Woolf mantuvieron una ambivalente amistad cargada de admiración y recelo mutuo. “El nuevo libro de Virginia apesta a esnobismo intelectual”, escribe en una carta para luego reprocharse: “¡Qué criatura perversa soy!”. A su vez Virginia Woolf relata en sus Diarios: “Durante toda la noche he soñado con Katherine Mansfield casi como si ella volviera en persona y estuviera haciéndome sentir activamente; ya casi he olvidado lo que sucedía en el sueño, salvo que estaba echada en un sofá en una habitación que estaba en alto y había muchas mujeres de cara triste a su alrededor”.
Lo sutil y no dicho que capta lúcidamente Woolf de Mansfield, también es una marca de su literatura. Porque sus personajes tienen alguna noción de lo que no encaja en sus vidas, pero gracias a un narrador omnisciente que ella hábilmente aprovecha, hace que el lector sí sepa, haciéndolo cargo de ese saber, incomodándolo.
Ese poder que da el saber, es el que ejerció la propia Mansfield sobre su destino, hasta el final. “Mi cuerpo es una cárcel”, escribe en las últimas líneas de su Diario.
Y un poco más adelante: “Arriesga. Arriésgalo todo”.