
Por Mauricio Koch
“La vida constituye un misterio desde su mismo principio.
Te conciben; naces: esas cosas son ciertas, cómo podrían no serlo,
pero tú no lo sabes; no te queda más que creer en ellas
porque no hay otra explicación”.
Autobiografía de mi madre
Tres momentos cruciales en la vida de quien naciera como Elaine Potter Richardson: 1) Vino al mundo en 1949 en St. John, capital de Antigua y Barbuda, un pequeño país situado en las Antillas, en el mar Caribe, al noroeste de Puerto Rico, en el seno de una familia humilde. Su madre, una mujer culta y alfabetizada, algo fuera de lo común para los de su clase en la isla; su padre murió cuando ella aún era bebé. 2) Aprendió a leer a los tres años a partir del sonido de las palabras. “No entendía lo que leía, pero me encantaba cómo sonaba. Luego mi madre me envió a la escuela para poder ella leer tranquila porque yo la interrumpía. Como a la escuela se podía asistir recién a los cinco años, ella me dijo que dijera que tenía cinco (creo que ese fue mi primer encuentro con la ficción). Recién en la escuela supe que había un alfabeto de 26 letras, por eso hasta hoy tengo ese amor por la manera en que suenan las palabras, el peso que tiene el sonido en la estructura de las oraciones”. 3) A los 17 años, su madre la envió a Scarsdale, un suburbio rico de Nueva York a trabajar como au pair, una modalidad de empleo para personas extranjeras que viven con una familia de acogida y que a cambio de aprender el idioma cuidan a los niños y realizan tareas domésticas. Nunca envió dinero a su casa, ni respondió las cartas que le enviaba su familia. Dos años después renunció, se mudó a Nueva York, trabajó como cajera y empleada en una perfumería hasta que logró su primer objetivo: publicar un relato en una revista y empezar a trabajar como redactora. Se cambió el nombre y a partir de entonces pasó a ser Jamaica Kincaid. “Tenía que escribir con el nombre que me di a mí misma, para ser yo misma”, confesó.
Para hablar de la escritura de Jamaica Kincaid es preciso hablar de dos categorías o principios que hoy parecen olvidados: la belleza y el sentido de hacer literatura en el mundo en que vivimos. Escribí olvidadas, pero quizás sería más preciso decir ignoradas. Nadie parece preguntarse, o no con la suficiente sinceridad, para qué escribimos y de qué hablábamos cuando hablábamos de belleza (el pretérito es deliberado). Si ya no se cree en nada ni en nadie (excepto en uno mismo y en la propia “carrera” o “programa”) y el único horizonte posible de trascendencia es hacer dinero o conseguir más seguidores en las redes sociales, la respuesta se desprende por sí sola. Se escriben libros para que se vendan, lo que llamamos “belleza” es una cualidad estandarizada, regida por el estilo y la forma que podemos encontrar en lo que se conoce como “literatura de calidad”. Libros bien hechos que vendan bien. Sin embargo, sigue habiendo escritores como Jamaica Kincaid, y a ellos nos aferramos como tablitas de salvación. Escritores ante los cuales no hace falta ser un lector experto ni un crítico literario para reconocer rápidamente en ellos algo distinto, genuino y potente. Vivo. Cuando uno está frente a un hecho artístico verdadero, lo reconoce. Podría firmar estas palabras. Lo reconoce y no solo con la razón sino con todo el cuerpo. Hay un saber que va más allá de la razón, algo se mueve, se activa en nuestra circulación sanguínea.
Eso me pasó al leer Autobiografía de mi madre, el primer libro de Jamaica Kincaid que llegó a mis manos: “Mi madre murió en el momento en que nací, así que durante toda mi vida no hubo nada que se interpusiera entre la eternidad y yo; a mis espaldas había siempre un viento negro y desolador”. Así empieza. ¿Cómo resistirse? “En mi origen estaba esta mujer a la que nunca le había visto la cara, pero en mi final no había nada, nadie entre la oscura habitación del mundo y yo”, dice unas líneas más adelante. Es un texto que podría entrar en el anaquel de los libros que narran (o intentan narrar) la relación padre-hijo/a o madre-hijo/a (La invención de la soledad, Mi libro enterrado, Carta al padre, El buen dolor, El corazón del daño), con la diferencia de que en este caso la madre es una ausencia (Xuela, la narradora y protagonista principal, nunca vio a su madre, solo puede imaginarla y soñarla a medias) y que claramente es una ficción aunque tenga muchos y confesados elementos autobiográficos.
La Autobiografía no tiene una estructura ni nada que podamos llamar trama o plot. No es un texto pensado en los términos clásicos de principio, nudo, clímax y desenlace. No hay suspenso ni intriga que nos desvele, lo que hay es una voz y una mirada, una voz que habla así: “Nunca había tenido una madre, acababa de negarme a convertirme en una y sabía que esta negativa sería completa. Nunca me convertiría en madre, pero eso no sería lo mismo que no tener hijos. Daría a luz hijos, pero nunca sería una madre para ellos. Daría a luz muchos hijos; saldrían de mi cabeza, de mis axilas, de entre mis piernas; daría a luz hijos, colgarían de mí como frutos de la vid, pero los destruiría con la indiferencia de un dios. Daría a luz hijos a la mañana, los bañaría al mediodía con un agua que brotaría de mí misma, y los comería a la noche, me los tragaría enteros, de golpe”. Esa voz opera por embrujo o encantamiento (“un gran escritor es siempre un gran encantador”, escribió Nabokov). Los recursos de esa voz son un lirismo vibrante y un fraseo largo con el que la autora logra un ritmo que seduce y no nos suelta. Uno podría suponer que la potencia de esa voz en algún momento decaerá, pero el libro mantiene todo el tiempo ese nivel de intensidad (por momentos llega a ser incluso asfixiante). Sin embargo, a no confundir: no es una escritora barroca, no tiene la frondosidad típica ni el desborde incluso previsible de los escritores caribeños. Es más clásica en ese sentido. No mesurada, para nada, ni en su tono ni en sus ideas, no es correcta ni incorrecta, eso parece tenerla sin cuidado, pero no diría que es barroca.
Dijimos que no hay trama pero sí hay temas, una recurrencia de temas sobre los que Xuela con su voz y su mirada vuelve todo el tiempo: la figura del padre, el folklore antillano, lleno de misterios y supersticiones, la defensa de su cultura y su identidad (en estos momentos la narradora deja la evocación y llega hasta el presente para plantarse y decir “hasta hoy pienso esto”, “antes lo sostenía y aun hoy lo sostengo”), el erotismo: el descubrimiento del propio cuerpo, la piel, los olores, el pelo, las sensaciones, el cuerpo de los otros.
“Cuando se habla de la belleza en el arte, la gente suele tomar sus ejemplos de la música, las artes plásticas, la danza y la poesía. Rara vez se menciona la prosa. Cuando el tema es la prosa, rara vez se utiliza la palabra belleza, o se la utiliza como lo hacen los matemáticos, para señalar la resolución satisfactoria y elegante de un problema: una belleza intelectual, vinculada a las ideas. Pero las palabras, estén dispuestas en poesía o en prosa, son tan sólidas como la pintura y la piedra, una cuestión tan atinente a la voz y el oído como la música, cosas tan físicas como la danza”. Estas palabras de Úrsula K. Le Guin nos vienen como anillo al dedo, sí, pero la belleza en Kincaid tiene además una condición innegociable: debe estar siempre vinculada a la verdad. No hay belleza posible sin verdad. “Solo puedo escribir de ese modo, si pienso en algo verdadero. En términos de la justicia, de la oración, de la palabra. Puedo desarmar toda la oración porque hay una palabra que no va allí, entonces eso me lleva a rehacer todo un libro si la oración está mal y por eso me lleva tanto tiempo escribir”, confió.
Tres libros de la autora antillana están disponibles hoy en nuestro país: Autobiografía de mi madre, Mi hermano y Lucy, los tres traducidos por Inés Garland y publicados por la editorial La Parte Maldita.