Entrevista a Cynthia Rimsky, Premio Herralde de novela

“No tiene ningún sentido escribir lo que ya existe”

Foto por María Aramburú

Un pueblo rural de la pampa bonaerense. Callecita angosta con pedregullo, una frondosa vegetación que obsequia su sombra en medio de la bochornosa tarde veraniega. Más allá, el campo, vacas pastoreando. Más acá, un largo patio con almácigos de tomates, un galponcito, la pileta, una glorieta con sus sillones debajo, un gato con fama de arisco que se deja agasajar. Para anunciarse hay que golpear las manos; la que se acerca a la tranquera para recibir la visita es la mismísima Cynthia Rimsky.

Rimsky nació en Santiago de Chile en 1962, vive en Argentina desde hace doce años y es profesora de la Universidad Nacional de las Artes de Buenos Aires. Estudió periodismo durante la dictadura de Pinochet, escribió para varios medios trasandinos y en su país natal fue doblemente galardonada en 2017 por su novela El futuro es un lugar extraño –Premio Municipal de Literatura de Santiago, Premio Mejores Obras Literarias Publicadas–; en 2022, nuevamente Premio Mejores Obras Literarias Publicadas por su novela Yomurí.

Publicó, además, La vuelta al perro, Poste restante, La novela de otro, Los perplejos, Ramal, Fui, En obra y La revolución a dedo, donde abraza una gran variedad de géneros. Escritora de culto, u oculta, o guardada, con Clara y confusa acaba de ganar el Premio Herralde ex aequo con la española Xita Rubert. La novela se presentó ya en Argentina, España y Chile, y ahora volverá a España para hacer dos presentaciones más.

En medio de todos esos viajes y en ese bucólico paisaje campestre, recibió a Azimut para hablar de Clara y Salvador, sus confusiones, las artes plásticas, la escritura, los pueblitos rurales, los oficios terrestres y varios temas más.

-¿Empezamos por Clara o por Cynthia?

(Risas).

-Empecemos por Cynthia entonces. ¿Te reíste escribiendo la novela? Porque es una novela para reírse, y mucho.

Muchísimo. Muchísimo. Mi pareja me preguntaba qué está sucediendo ahí arriba, se escuchaban las carcajadas desde abajo. Fue parte de la búsqueda, pero no fue algo consciente. Soy bien inconsciente para escribir, tengo un problema con la abstracción. Me es muy difícil ver la totalidad, me cuesta mucho. Entonces va surgiendo pedazo a pedazo, nunca se lo que va a venir después.

-No la programas.

No, para nada. Me iba riendo a medida que iba saliendo, nunca tuve el propósito de hacer una novela chistosa. De repente iba encontrando estos juegos de palabras, alusiones críticas que dan en el hueso. Soy bien aguja, de chica me decían aguja. De poner la ironía justo, mi padre tenía eso. En esta novela desplegué esa ironía. Uno cuando escribe se angustia tanto, entonces esta novela fue tan buena porque, en vez de angustiarme me divertía. Aunque también había angustia. Hubo partes en las que me demoré meses. Por ejemplo, el final, la fiesta del pastelito, no sabía cómo resolverla, no le encontraba la vuelta.

¿Por qué?

Fui a una fiesta en un pueblito cercano. Me fui en la moto, con un cuadernito, y me dije: voy a anotar. Y después me dije: qué aburrimiento, para qué voy a contar lo que te todo el mundo ve. No tiene ningún sentido escribir lo que ya existe. Y un día vi un documental de Gustavo Fontán, que se llama Los ríos, basado en la obra de Juan José Saer. Hay una escena donde en el río hacen un bailongo, y Fontán no pone la música. Y se vuelve un efecto rarísimo. Entonces me dije: lo que tengo que hacer es sacarle algo. ¿Y qué es lo que le tengo que sacar? La vista. El personaje nunca puede ver la fiesta del pastelito. Y ahí me apareció la palabra “multitud”, y fui a “El hombre de la multitud”, de Edgar Allan Poe, y de ahí saqué palabras, y las empecé a meter. Y de repente apareció la palabra “corriente”. Y ahí me fui por un túnel. 

-Esa escena final es una realidad astillada. La novela en general: son como imágenes sueltas, destellos. Muy fragmentada. 

Sí. En algún punto parece una novela lineal…

-Cinco años, cinco días, cinco horas.

Sí, claro, tradicional. Pero no es así. Lo es y no lo es al mismo tiempo. Pero es la primera vez que hago algo tan lineal. Siempre uso mucho las elipsis. En un momento trabajé de guionista de cine y televisión, que fue un fracaso (risas), y una de las cosas que más me gustó fue eso, el uso de la elipsis. 

-Más lo sugerido que lo que se narra.

Claro. Y después me metí en la hermenéutica judía y ahí encontré una frase que me solucionó la vida, que dice que, entre las letras escritas en negro, hay otras escritas en blanco que el ojo no ve. Y desde ahí no me dio pena borrar. Porque tú puedes borrar, pero las cosas siguen ahí. 

El principio de todo: ¿dónde empezó Clara?

El título. Lo único que tenía era Clara y confusa

¿Tuviste el título antes que la novela?

Sí, un título, primero. Me encantó escribir sobre la confusión y la claridad, porque a veces decían que mis libros eran confusos. En vez de enojarme, o sentirme dolida, o cuestionarme a mí misma, me dije: bueno, voy a tomar el problema por las astas, redoblar la apuesta. Y después había que llenar la cosa, hacer el libro. Y es como cuando cocinas: a ver, ¿qué hay en el refrigerador? Tenía un par de imágenes, una historia de amor, un plomero que venía de un libro anterior. Entonces pasó que tuve termitas en el estudio, y un tipo me propuso que me comprara un estetoscopio y lo pusiera en la pared para escuchar dónde estaban las termitas, porque las termitas hacen ruido. Y me di cuenta que las paredes están llenas de ruidos. Todas esas cosas sueltas fueron armando la novela. Era como estar en permanente estado de alerta para recoger situaciones.

La idea de que las paredes lloran es maravillosa.

Pero fue verdad también, tuvimos una filtración que nadie podía resolver. Me despertaba en la noche y escuchaba un llanto. Pensé que era mi vecina, hasta que después de mucho buscar, el constructor descubrió que pusieron el cieloraso cuando el cemento todavía estaba fresco y la humedad bajaba en forma de gotas por la medianera. Todas esas cosas me encantan, las encuentro pura poesía. Ahí va surgiendo la voz del plomero.

Algo que tiene que ver con el choque entre Cultura, con mayúscula, y cultura popular.  

Es que es una pregunta inquietante, y no tengo ninguna respuesta. Se da bastante en las artes visuales. Esta idea de que lo mejor que puede pasarle a una pintura es que la compre, generalmente un millonario, y permanece encerrada en su casa. Preguntarse, por otra parte, por estos lugares que son sinónimo de lo popular. ¿Y lo popular qué es? Como soy extranjera puedo ver estas cosas, reírme, mostrar. Además, este país, que me encanta, que tiene tan fuerte estas tradiciones, pero, por otra parte, es difícil ver que esas tradiciones están permeadas por cosas que ya no son tradiciones. El pastiche, la mixtura. 

Es plantear la pregunta más que buscar la respuesta.

Sí, porque respuestas, ya no (risas).

A Salvador, el protagonista, le cuesta definir el arte. La de él es una mirada externa. Le cuesta ponerlo en palabras. Y, a su vez, Clara no le permite que comprenda o defina su arte. Pero sin embargo él siempre tuvo la obra de Clara delante de sus, pero no la veía. Esta tensión entre ver y no ver, entre el permiso y lo negado. Cómo jugaste con esas contradicciones. 

Bueno, es que siempre, en todos mis libros, está el problema de la mirada. De observar. Es lo central. Y acá me interesaba alguien como el plomero, que tiene una sensibilidad artística, pero no una educación artística. Porque la educación en general está dada por lo clásico, y cómo desde ese lugar de la sensibilidad el protagonista mira el arte, al que tiene totalmente romantizado. Yo de joven era de un idealismo… para mí un escritor era un ser supremo. Entonces quería que el protagonista creyera que el arte es una cosa divina. Y mientras, Clara lo trata de educar, pero desde su neurosis. La idea era llevar la pregunta, y cuando sentía que me iba acercando a la respuesta, me corría, y me iba a otra pregunta. Era estar todo el tiempo desviando para nunca alcanzar. 

Es notoria esa necesidad de definirlo todo, todo el tiempo. Lo que no se nombra no existe. 

O no se categoriza. Era justamente eso, huir de las definiciones. O de tomar posiciones como dijo Katchadjian en la presentación. 

Hay algo en el hecho de que nadie se presente a la muestra de Clara, la necesidad de reafirmación del arte a través de la crítica. Hablás sobre la falta de reconocimiento, la indiferencia sobre un artista. Y te ganaste uno de los premios más importantes, qué ironía 

(Risas). Tremendo. El chiste mismo. El chiste total. Porque en el fondo se reconoce mi obra anterior a partir del premio. Es muy divertido, porque me llamaban escritora de culto, o escritora guardada, que a mí me causaba gracia. Y ahora no soy eso porque salió un premio en reconocimiento desde afuera. Y en el libro se trata eso.

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