El día de la liberación, de George Saunders

Volver a Tolstoi

Dice Lorrie Moore que la literatura, cuando ocurre, es la correspondencia entre dos agorafóbicos, una conversación entre ciegos, un casamiento de pájaros. Foster Wallace, en cambio, la representa como un coloquio entre náufragos (el autor, por un lado, el lector, por el otro, salvados por un minuto de su encierro en la pequeña isla de sus propias mentes). Stephen King, más práctico, la define con una sola palabra milagrosa: telepatía.

Estas metáforas o visiones, a veces abstractas, a veces náuticas o terrestres, son, para ciertos escritores, la base poética de una acción concreta: propiciar, a través de las palabras, un encuentro entre seres humanos. Ignoro si George Saunders partirá de alguna de ellas al momento de trabajar sus textos, o si acaso tendrá una propia (si fuera esto último, la sospecho a mitad de camino entre el humor, el amor y el horror). De lo que sí estoy seguro es que desde Guerracivilandia en ruinas, publicado en 1996, hasta El día de la liberación, editado en español por Seix Barral en 2024, Saunders se las ingenió en cada libro para saltar de la página y encontrarse con sus lectores.

En aquel panfleto humanista que es, después de todo, ¿Qué es el arte?, Tolstoi proponía que la buena literatura no tenía por objeto el placer del lector, ni su agitación sensorial, ni su exaltación nerviosa, ni su deslumbramiento estético a fuerza de acumular bellezas más o menos originales (esa “diarrea de perlas” de la que habla Castillo en Ser escritor). La buena literatura, sugiere Tolstoi, aquella por la que vale la pena escribir, comprar libros y leerlos es la que propicia la unión entre los hombres por medio del afecto. Alguien (el lector) se introduce en la vida de otro alguien (el personaje imaginado por un autor), participando de esa experiencia todo lo que dure la lectura y obteniendo, al final del capítulo o del libro, un sentimiento revelador: una epifanía. La apuesta ética de Tolstoi consiste en que la ganancia de ese nuevo sentimiento cambiará la percepción del lector y transformará la base de creencias que determinan sus juicios y actitudes: la literatura como reformadora de la sensibilidad, guardiana de la Hermandad entre los hombres.

Este enfoque, por algunos tildado de pacato y utilitarista, provocó y sigue provocando reacciones adversas en quienes entienden que la literatura debe ser una actividad autosuficiente y autónoma, no reductible a caridades sociales (ya en los años 70 Donald Barthelme parodió, en su cuento “Museo Tolstoi”, los efectos del sobrepeso moral del Gran Ruso a lo largo de las generaciones, y, más adelante, a principios del siglo XXI, Foster Wallace nos preguntó a todos, no sin algo de nostalgia, ¿quién es capaz de leer, hoy, Qué es el arte?).

Pero Saunders, fanático de Tolstoi, reivindica su dimensión humanizante y la eleva a la categoría de “santa”. En su libro A swim in a pond in the rain (un manual sobre escritura creativa que todavía sigue esperando su traducción al español), Saunders analiza uno de los cuentos más famosos de Tolstoi, “Amo y criado”, y destaca la habilidad del ruso para representar la humanidad compartida de sus personajes y conquistar la empatía del lector. ¿Y qué otra cosa buscó Saunders, como escritor, desde su primer libro hasta el último?

. En cada una de sus ficciones, Saunders retoma la posta tolstoiana y la enriquece con una oleada fresca de humor, distopía, terror y maravilla. Es lo que ha venido haciendo desde siempre: casar la mejor parte del realismo clásico —el afán por cambiar las formas de pensar y de sentir los problemas urgentes del mundo— con la mejor parte del posmodernismo literario —la pretensión hedonista de juego, entretenimiento, fantasía y evasión—. Así, dispuso los medios del segundo al servicio programático del primero. Y, a juzgar por la calidad humana de su obra y su tremendo éxito comercial, la apuesta le salió muy bien.

El día de la liberación es un libro de nueve cuentos de extensión variable (uno de ellos, como es ya clásico en su autor, quizá califique como nouvelle), que retoma bajo nuevas formas las viejas preocupaciones de Saunders: la desigualdad material entre los hombres, la ambición sin fondo del capitalismo exacerbado, la explotación física y mental de los marginados por los más ricos, el uso de la tecnología para manipular a los débiles y mantener el status quo de los poderosos, la falta de sentido del trabajo asalariado. Eche usted en un bol dos cucharadas soperas de Black Mirror, media de The Office y cuatro tazas de El capital, de Marx. Añada un chorrito de vinagre, mezcle y pruebe. Si el cálculo no me falla, obtendrá algo parecido al sabor de este libro.

En el cuento que le da título al volumen, tres personas necesitadas de dinero (Jeremy, Lauren y Craig) se entregan voluntariamente a una familia millonaria que los ata de pies y manos, les borra la memoria, los fija en una pared y los manipula con una consola nada más que para divertirse un poco. En compensación por sus buenos servicios, les envían un cheque mensual a sus familiares. En “Elliot Spencer”, una empresa contrata a vagabundos indigentes para borrarles la memoria y usarlos con fines propagandísticos. La historia está contada por uno de estos vagabundos, Elliot Spencer, que pasó por el proceso de supresión en reiteradas ocasiones. A causa de esto, su sintaxis se vuelve defectuosa y debe reaprender cada día el significado de las palabras que usa.

En “Gul” (otro de los puntos más altos del libro), Saunders recupera uno de sus tópicos más frecuentes a la hora de representar la vida miserable de los trabajadores explotados: el parque de diversiones temático. Lo mismo que en “Guerracivilandia en ruinas”, “Pastoralia” o “Mi debacle como hidalgo” (tres piezas de tres libros anteriores), se impele a un número impreciso de marginados a ofrecer un espectáculo para gente pudiente. Los pobres deben entretener al público adoptando el rol que a cada uno le toque y actuándolo lo mejor que se pueda: ¿un cavernícola?, ¿un caballero medieval?, ¿un soldado de la guerra civil estadounidense? Sin embargo, en “Gul” las condiciones son aún más severas que en los cuentos mencionados: el parque temático es subterráneo, su entrada y salida están tapiadas por una losa y se actúa para nadie.

Pero no todos los cuentos son distópicos, ni todos sus personajes son fantasmas alienados manejados con un joystick. Cuando quiere, Saunders puede ser chejoviano. Cuando quiere, nos sumerge en historias cotidianas de gente sencilla para inocularnos sus angustias simples.

En “Mi casa”, un hombre que logró ahorrar cierto dinero desea comprar una casa antigua cuyo dueño, Mel Hays, está en quiebra. El hombre está enamorado de esa casa: imagina que vivir ahí sería una especie de exorcismo de todas las limitaciones que había sufrido en la vida. Mel, que también está enamorado de su casa, acepta venderla con una condición: el derecho a visitarla de vez en cuando y de quedarse a dormir en el cuarto de invitados. Cuando el comprador vacila frente a esta idea, Mel cancela el trato. A partir de ese momento, se librará una lucha de orgullos que durará muchos años y se cobrará la salud de uno de los dos.

“Gorrión”, uno de los cuentos más breves y llanos del conjunto, es tal vez el más conmovedor. La protagonista es Gloria, una mujer menuda con unos ojitos negros que “parecían abalorios a los lados de una nariz picuda”. Trabaja en una tienda de productos comestibles y se la pasa diciendo obviedades que aburren a los demás empleados. Sus compañeros la consideran insulsa, a lo sumo una “ausencia ligeramente desconcertante” que se aguanta como parte del trabajo. Pero un día Gloria de enamora de Randy, el hijo de la dueña del mercado, y, para ganar su interés, se obliga a sí misma a cambiar de personalidad. El narrador testigo (¿quizá un cliente?, ¿quizá otro empleado de la tienda?), registra los esfuerzos de Gloria para llamar la atención de Randy y conquistar su corazón.

En otros dos cuentos cuyas protagonistas son madres, “El día de la madre” y “La madre de todas las decisiones”, Saunders hace uso de otro de sus recursos preferidos: el narrador saltarín capaz de introducirse en la cabeza de los personajes y reproducir la voz de sus conciencias. Así, nos ofrece un acceso directo a sus fantasías, ansiedades, la cadena invisible de pensamientos que fundamentan sus prejuicios y sus errores. El resultado de este proceso inmersivo es paradójico y humanizante: odiamos a esas madres a la vez que las entendemos.

Con una escritura tremendamente precisa y vivaz, un humor sutil y una voz propia que es otra marca registrada de la casa, George Saunders logró, en su última colección de cuentos, historias que fascinan y conmueven. Encantan y a la vez transforman. Nada habitual en estos tiempos donde la búsqueda de lo raro, el onanismo de lo bello y el delirio porque sí parecen haberse llevado la mayor parte de los intentos literarios. En este mundo donde la única sensibilidad que se practica consiste en ofenderse cada vez que el otro nos escatima un capricho, en este siglo despiadado en el que todos los males parecen desprenderse de la incapacidad para ponernos en el lugar de los demás, quizá sea momento de volver un poco a Tolstoi: usar la palabra como puente y posibilidad de encuentro. Saunders lo entendió así. Sus libros nos esperan.

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