Por Hernán Carbonel
Hay un juego que me divierte muchísimo (y ustedes dirán que es una estupidez, y están en todo su derecho, pero, en el fondo, quién nos quita el don del baile lúdico) que es descubrir tapas idénticas en libros distintos. Quiero decir: cuando una misma imagen se repite en títulos diferentes.
A ver: no vamos a hablar de mercadeo editorial ni de cómo el marketing intenta imponerse por sobre la satisfacción del público lector ni de que una imagen no dice más que mil palabras sino que lo dice más rápido. No. Vamos a hablar de tapas. Y de libros.
Pasó con la primera edición de El núcleo del disturbio de Schweblin (Destino, 2002) y un volumen sobre marketing de cuyo nombre no quiero acordarme. En ambas, un perro de grandes dimensiones y uno más pequeño, sentaditos ambos en posición contemplativa, se observan mutuamente. O bien uno de los dos editores se copó con el banco de imágenes, o bien era viernes a la tarde y no daba para andar chequeando antecedentes.
Otro es el caso de Pagaría por no verte (Sudamericana, 2008) de Sasturain. Más allá de que el título esté sacado de esos inolvidables versos de Celedonio Flores (“ya no sos mi Margarita, ahora te llaman Margot”), que tan lindo le salía a Edmundo Rivero, ahí la cosa viene por el lado del homenaje. El libro reproduce, con fidelidad, la tapa de La víctima (Ediciones B, colección Cosecha Roja, 1989), obra póstuma de David Goodis, padrecito santo de la novela negra norteamericana. Policial de aquellos el de Sasturain, con el inefable Etchenike como protagonista, ahí se ve al imperecedero Robert Mitchum apoyado sobre la columna de un farol de calle, sobretodo largo, sombrero de ala, cigarrillo en mano, en una postura entre noir y tanguera.
Y así podrían darse unos cuantos ejemplos más.
El último que encontré es Amor (Seix Barral, 2023) de Juan José Becerra con A la izquierda, donde el corazón (errata naturae, 2018) de Leonhard Frank. Vean las tapas de ambos libros y se darán cuenta de lo que hablo. Parece un chistecito del destino, ese gran chistoso universal. Pero Becerra es nacido en Junín, provincia de Buenos Aires, lo mismo que Manuel Moretti, poeta, cantante y compositor de Estelares, autor de esa bellísima –y cuando dijo bellísima no elijo un adjetivo cualquiera– que es “El corazón sobre todo”: “Sinceramente, hace tiempo que nadie espera en la vereda de enfrente. Cruzando el boulevard, congelado en la frente, aunque me beses la boca no es suficiente”.
(Esto que sigue va entre paréntesis, porque me lo contó un amigo, y lo que por lo bajo y en secreto cuentan los amigos siempre hay que ponerlo entre paréntesis, que es una forma solapada del silencio. Parece que en Junín hay una plaza que se llama Eusebio Marcilla, frente al club que lleva el nombre de la ciudad, y que en unas pocas manzanas a la redonda de esa plaza crecieron nada más y nada menos que Leila Guerriero, Germán García y los mismos Moretti y Becerra. Dado el dato y sorteado el estudio sociológico respectivo, los canales continúan con su programación habitual.)
Vamos entonces a Leonhard Frank. Frank nació en Wurzburgo, Baviera, en 1882, hijo –como Jesús, como Pinocho, y sepan disculpar la azarosa analogía– de un carpintero. En la pubertad comenzó a trabajar en un taller mecánico, oficio al que le siguieron otros antes de caer en el oficio terrestre de la escritura: chófer, mucamo, pintor de casas, empleado en un hospital.
Pero en Frank germinó también el deseo de la pintura, y por él es que se va a la gran ciudad en busca de la carrera de Bellas Artes (pienso en un joven Adolfito recorriendo el mismo camino y se me hiela la sangre), olfateando la bohemia y el agite intelectual de la época. Y de pronto la literatura se convierte en un cordón que se le anuda a los zapatos. Es en ciernes un humanista, pacifista y antifascista, militante del socialismo, creyente en el poder transformador del arte, pregonero de la paz; le duelen las injusticias y las bajezas hechas ley, lo inquietan cuestiones éticas y le repelen los sufrimientos inútiles, se enfrenta a aquellos que, bajo el concepto de patrióticos, justifican matanzas masivas. Sus libros son dados a la hoguera en 1933 (¿les suena ese año en Alemania?) y es despojado de su ciudadanía. Se hace amigo de Thomas Mann (y quizás también de su hermano, aunque uno y otro parecieran gemelos de distinto padre y madre) y elige retirarse de la Academia Prusiana de Literatura antes que abandonar sus propios postulados. El exilio lo lleva a Suiza, Francia, Portugal y Estados Unidos. Regresa, al fin, a su país, después de casi dos décadas, cuando los escombros no eran sólo materiales.
Con su primer libro, publicado a sus treinta y dos años, ganó el Premio Fontane, entre tantos otros que ganaría. Su novela Karl y Anna es llevada al teatro y se convierte en la base de la producción hollywoodense Desire Me, protagonizada justamente por Robert Mitchum (¿vieron qué chico es el mundo?). En Tres entre tres millones, su –según los entendidos, que no somos nosotros, claramente– obra más poética, tres personajes (un sastre, un escribiente, un mecánico) que quedan desocupados se encuentran azarosamente con cien libras esterlinas y, con ese dinero, migran a la Argentina, se dedican a lustrar botas y se ven envueltos en una “revolución”, que no sería otra que el Golpe de Estado de 1930 encabezado por Uriburu. Los protagonistas malentienden el suceso, se hacen pasar por comunistas y son deportados a su patria. La confusión es de paso de comedia, claro, ¿cómo haríamos nosotros, argentinos, para explicarle a un alemán criado entre guerras, lo que era nuestro país en el primer tercio del siglo XX?
Así que mejor vayámonos con esa novela de la que hablábamos antes, la que se adelantó en tapa a la de Becerra, A la izquierda, donde está el corazón, tan autobiográfica, tan de la pobreza familiar, tan de autodidacta convirtiéndose en artista, tan de la bohemia del Múnich de los años veinte. Porque es así cómo deben medirse las cosas –y esto no una sentencia, sino apenas el acercamiento a una intuición–: con el corazón, sobre todo, con lo que, como dice la canción de Estelares, se lleva guardado en el costado izquierdo.