Por Hernán Carbonel
Es el día de navidad de 1956. Robert Walser sale a dar uno de sus habituales paseos solitarios por los bosques de Herisau, en el cantón de Appenzell, Suiza, pero no regresa: muere en ese trance. Cuando lo encuentran, aún sobreviven las huellas de sus pisadas en la nieve. Tenía setenta y ocho años, y llevaba más de veinte internado en el sanatorio de la ciudad, después de que, según el diagnóstico, su esquizofrenia hubiera pasado a “catatonía crónica”. Hacía tiempo que había abandonado toda producción literaria.
Corre 1801 y Friedrich Hölderlin es cada vez más consciente de su daño interno, que había aparecido, de manera intermitente, en forma de depresión, en su juventud. Maldice, vaga –divaga– sin rumbo, se desorienta, poseído por la palabra. Un amigo lo interna en la clínica psiquiátrica de Tubinga, Alemania. ¿Diagnóstico? Esquizofrenia catatónica. Al alta, un tal Zimmer, de oficio ebanista y fanático lector de su Hiperión, lo hospeda en su casa, donde vivirá nada más y nada menos que treinta y seis años y compondrá los versos de ese luminoso libro –escrito desde la más profunda oscuridad– que es Poemas de la locura (“¡Ya nada soy, ya nada me complace!”).
Artaud es deportado desde Irlanda e internado por exceder “los límites de la marginalidad”. Son nueve años de manicomio en manicomio, terapia electro-convulsiva mediante. Los restos de esa embarcación endeble que son su psiquis y su cuerpo está al borde del hundimiento. Rescatado por sus amigos, logra volver a París, escribe Van Gogh el suicidado de la sociedad, y muere, en 1948, al pie de la cama de una clínica psiquiátrica, asido a un zapato.
Lo cuenta Ricardo Piglia en Formas breves: “Una de las escenas más famosas de la historia de la filosofía es un efecto del poder de la literatura. La conmovedora situación en la que Nietzsche al ver cómo un cochero castigaba brutalmente a un caballo caído se abraza llorando al cuello del animal y lo besa. Fue en Turín, el 3 de enero de 1888, y esa fecha marca, en un sentido, el fin de la filosofía: con ese hecho empieza la llamada locura de Nietzsche que, como el suicidio de Sócrates, es un acontecimiento inolvidable en la historia de la razón occidental”.
A cualquiera de esas situaciones temió llegar William Styron cuando dijo que “la depresión, en su forma extrema, es locura”. Y lo dijo en un excelente libro llamado Esa visible oscuridad.
Styron había viajado a la capital francesa para recibir el premio Cino del Duca –creado en homenaje al empresario editorial italiano–, premio que ya habían ganado Carpentier, Sajarov y Borges, entre tantos otros de la gran troupe. Así comienza Esa visible oscuridad: “Fue en París, en una fría anochecida de finales de octubre de 1985, cuando por primera vez tuve conciencia plena de que la lucha contra el desorden de mi mente –lucha en la que llevaba ya empeñado varios meses– podía tener un desenlace fatal”.
Acá viene el pasaje autorreferencial: bánquenme, son sólo unas pocas líneas.
Di con el libro por azar en una caja de archivo –y de ahí lo robé, pero por favor no se lo digan a nadie–, donde llevaba encanutado varios años. No diré dónde está esa caja ni por qué sé cuánto tiempo llevaba ahí. Me pregunto, sí, cuántos lectores habrán pasado por él, ya que del ejemplar se descuelgan dos tipos de marcas: una en lápiz, otra con fibra negra (agregué, humildemente, autorizado por las anónimas anteriores, las mías, en Bic azul trazo grueso).
Ahora sí: sigamos con lo nuestro.
Durante poco más de ciento treinta páginas, Styron hace una disección de su padecimiento, los diferentes frentes que debe atacar para mantenerse en pie –o mejor: con vida–, cita casos paradigmáticos (su amigo Roman Gary, la esposa de Gary, Abbie Hoffman, Primo Levi, alguno más), busca entre los entresijos del lenguaje la forma de describir algo que por momentos le resulta indescriptible. “Si nuestra literatura reflejara este demencial estado de nuestras mentes sería una gran literatura”, escribió Isaac Singer, allá por fines de los sesenta, en “Un amigo de Kafka”, y desconozco si Styron la habrá leído; de haberlo hecho, seguramente la haya subrayado.
Entre anécdotas, reflexiones y teorías por momentos certeras y por momentos endebles –marcas de época–, narra el encuentro que nunca se dio con Camus, pautado semanas antes de que el autor de La peste muriese en un accidente de autos junto a Michel Gallimard, sobrino del fundador de la editorial. No es azar, entonces, que Styron se introduzca en la descripción de su lectura de El mito de Sísifo y cite esa frase que ya es casi un apotegma: “sólo hay un problema realmente serio, y es el suicidio. Determinar si la vida merece o no la pena de ser vivida es tanto como responder a la pregunta fundamental de la filosofía”.
William Styron había nacido en Newport News, Virginia, EE.UU., en 1925. Estuvo a punto de combatir en la Segunda Guerra Mundial y en la guerra de Corea, pero por diferentes circunstancias zafó en ambas de llegar al frente. Fue adicto al alcohol y logró dejarlo. Llegó a ser presidente del jurado del Festival de Cannes. (Estudiantes de periodismo, si es que tal carrera universitaria todavía existe: esto es lo que se llama datos duros.) Su primera novela, Tendidos en la oscuridad, lo metió en esa profusa y variopinta bolsa de los grandes autores del sur norteamericano. La pegó también con Esta casa en llamas y La decisión de Sophie, y con Las confesiones de Nat Turner ganó nada más y nada menos que el Pulitzer. No esquivó las polémicas (generar polémicas desde la literatura es, como dijo Chandler respecto de la expresión “inteligencia militar”, un oxímoron) al meterse con temas como la esclavitud y el Holocausto.
Pero para volver a lo que estábamos: “La depresión grave es totalmente inimaginable para quienes no la hayan sufrido”, dice Styron, y eso subraya el anónimo dueño anterior del ejemplar, “y en muchos casos mata porque la angustia que produce no puede soportarse un momento más”. Y dice, además, que “la locura de la depresión es, generalmente hablando, la antítesis de la violencia”, y parece que estuviera hablando de Walser y de Hölderlin.
Esa visible oscuridad concluye con una mirada esperanzadora: la cita del último verso del Infierno de la Divina Comedia, porque es de ahí de donde proviene el título del libro (madre mía: que la mirada esperanzadora provenga del infierno), que bien podría ser una línea más de Hölderlin: “Y otra vez contemplamos las estrellas”. Esa frase no está subrayada, pero merecía estarlo.