¿Cuál es la naturaleza propia de la literatura?

¿Cuál es la necesidad de narrar, de construir una historia que absorba los universos posibles, enteramente abstracto?

Quizá estamos ante un problema distinto de aquel que se limita a la ornamentación y se pregunta por la naturaleza propia de algo tan indefinido como la literatura, que parece tener un doble rol hacia nosotros como lectores: la de llevarnos a un lugar de tranquilidad y sosiego y a zonas profundamente inquietantes.

La literatura también puede ser el ruido que surge de su retórica, de sus consignas. Ruido contra una forma de producción de intimidación y miedo. Ruido que debe revelarse sin disimulo y no como algo opuesto a la palabra, las voces, los gritos. La literatura, en algunos círculos, pareciera tener un fondo religioso, por no decir supersticioso. En su praxis hay que seguir el rastro de preguntas reales más que fantásticas. Al punto que uno puede perderse y no saber si la naturaleza debiera ser, más que el consuelo de la contingencia humana, una suerte de pleito entre los deseos de cambio y las necesidades de permanencia. 

Nos volvemos a preguntar: ¿cuál es la naturaleza propia de la literatura? ¿Cuál es su objetivo?, porque está claro que no se desarrolla en un ambiente ideológicamente cerrado. Algunos hacedores de historias pueden darse el lujo de la experiencia del exilio interior: esas razones tan propias de la fisonomía de la normalización. Pero hay muchos otros que no –no pueden ni quieren–, y que representan el marco habitante a una actitud crítica hacia lo establecido en el presente. Estos últimos sí que valen la pena ser leídos. Ahora bien: ¿el escritor debe ser una persona comprometida? ¿Compromiso con qué, ante quién? ¿O sería igual de insensato –como diría Aristóteles– pedirle compromiso a un escritor como un razonamiento por verosimilitud a un matemático o pruebas científicas a un retórico? ¿Cuál sería, entonces, el logos de la literatura? ¿Juntar versos bellos y duraderos como hacía Lucrecio frente al atomismo griego para explicar, de manera definitiva, la idea del universo y la finitud del hombre? 

Parece estar reglamentado que la naturaleza de la literatura es dar cuenta de la historia al interior humano, de algo que por obvias razones nunca existió –no llegó a ser–, porque su condición de verosimilitud es una suerte de verdad que no se ajusta a la realidad de los hechos, a lo que ciertamente ocurrió. A lo sumo exige coherencia –acaso, lo exigimos nosotros como lectores– sin pretensiones universalistas. Entreverada en la especulación, la literatura se asemeja entonces al arte de los sofistas: obreros de la palabra. Difícilmente pueda tener la materialidad del agua, el fuego, el aire; incluso del infinito (quizá  arregle con la editora no hacerme cargo de la pregunta y dejar que cualquier lector circunstancial y atento la responda).Insistimos: ¿cuál es la naturaleza propia de la literatura? Los antiguos griegos enseñaron que “el principio de lo que es” es de manera ilimitada, y lo es por la idea sustancial de que “aquello desde donde nace ha de volver necesariamente”. Esta máxima nos conduce a pensar, entonces, que la literatura resultaría una especie de primer principio, algo parecido al concepto que tenemos de Dios, y sólo posible de ser definida por lo que no es: infinita, inacabada, imperecedera (¿quién podría haberse imaginado que el silogismo categórico que aquí ensayo, siguiendo algunas premisas, me llevarían a mezclar la naturaleza de la literatura con Dios?). Estoy seguro que muchos de los lectores arribarán a mejores conclusiones, sin omitir la herencia grecolatina ni del propio Dios en la literatura, entendiendo que entre su naturaleza y la del mundo de las ideas hay una relación sincrética.