Por Laura Galarza
Chéjov entra a la literatura sin intención. Empieza a escribir a los 19 años para ganar dinero, mantener a su díscola familia, padres y cinco hermanos y costear sus propios estudios de medicina. Pronto le toma el pulso a esas historias que se le ocurren con facilidad e intuición, en el baño o en sus caminatas diarias. El pedido de los editores: que sea breve y entretenido. Por eso, los relatos de la primera época de Chéjov hasta 1888, tienen esa impronta.
“Amorcito”, es uno de los más representativos. Desde el título deja ver la ironía de esta historia de una mujer burguesa que se casa con el primer hombre que se le cruza con tal de paliar su soledad. Su primer marido (vendrán otros, porque se van muriendo y ella los reemplaza al estilo “un clavo saca otro clavo”) es dueño de un parque de diversiones y se queja del público que busca solo “entretenimiento vulgar”. Sin explicitar en esa trama desopilante, Chejov combina, como en un trago bien servido, angustia existencial y denuncia social. De modo que al terminar el relato nos invade la estupefacción. ¿Qué acabamos de leer? No logramos ubicar este relato en nuestros casilleros mentales. Es que aún sin proponérselo, -es decir sin considerarse él aún escritor, sin la consciencia del que busca hacer literatura- esas primeras piezas ya trasuntan un sentido que se extiende más allá de la superficie del relato y contienen una visión caleidoscópica del desamparo humano. Digamos que tenía el don, y aún no lo sabía. Y ser consciente -uno sí – como lector mientras se aborda esta primera parte de su obra, la hace aún más deslumbrante.
Hasta que Chéjov recibe una carta fechada el 25 de marzo de 1886 que va a cambiar su relación con la escritura para siempre. Después de leer “El cazador” publicado en La Gaceta de San Petersburgo, un reconocido escritor de la época, Dmitri Grigoróvich, le escribe: “Mi muy estimado Anton, quedé impresionado por las frases de una originalidad muy particular y, sobre todo, por una notable exactitud, por la veracidad de la descripción de los personajes y de la naturaleza. Su talento lo ubica en la primera fila entre los escritores de la nueva generación”. Más adelante y en pocas palabras, lo insta a tomarse en serio su oficio, y a no escribir solo por encargo. Esa carta impacta tanto al joven Chéjov que tarda en responder. Pero lo cierto es que a partir de ahí sus cuentos se vuelven aún más profundos, oscuros y dramáticos.
Ahora bien, más allá de los tiempos (incluso algunos críticos hablan de 3 etapas en su literatura), esa perplejidad lectora ante un cuento de Chéjov, se mantiene. No por la grandilocuencia, sino por la sucesión de mínimos gestos que van impactando en nosotros de manera imperceptible.
Quizás en ese tópico chejoviano radica la complejidad de su obra. Richard Ford, confesó en un prólogo a los cuentos reunidos del autor, que en la facultad le daba pudor reconocer que no comprendía tanta veneración por Chejov mientras releía “La Dama del perrito” en busca de algún sentido oculto. Años después, concluyó que el problema no era Chéjov sino él, que no había vivido lo suficiente. “El deseo de Chejov es complicar y poner en tela de juicio nuestra impresión sobre personajes que, erróneamente, nos creemos capaces de comprender a simple vista. Lo que yo no comprendía allá por 1964, a mis veinte años, era lo que convertía en un gran relato –supuestamente uno de los más grandes jamás escritos– a esa monótona sucesión de incidentes anticlimáticos”. Irene Némirovsky en su preciosa biografía sobre Chéjov, o más recientemente Sylvia Iparraguirre en sus brillantes clases de literatura rusa, analizan cómo en aquel momento de la Rusia zarista y con sus antecesores-padres, Tolstoi o Dostoievski, Chejov se anima a ir en dirección diametralmente opuesta: no sólo elige el cuento y la dramaturgia (hasta ese momento considerada vulgar) por sobre la novela, sino que incursiona a fondo en lo que hasta ese momento no se tenía en cuenta: el efecto que puede causar lo mínimo y lo intrascendente si se lo trabaja como el escultor a la piedra. Y eso es lo que hace Chéjov: aunque no sólo talla la piedra, la hace hablar. Veamos algunos casos.
En aquel cuento que impacta al escritor que envía la carta, un cazador y su mujer se reencuentran en medio del bosque después de doce años sin verse. Sin soltar el rifle, él dice: “En caso de que un decreto me obligara a vivir contigo, prendería fuego la casa o me mataría”. El joven de “El beso”, luego de recibir involuntariamente y por error un beso de una joven durante una fiesta, cambia la visión de su vida, y comienza a preguntarse por el amor, el paso del tiempo y la soledad. Todo ese sentido subterráneo se desprende tan solo de seguir al joven montando a caballo por el bosque. Y qué decir de “Tristeza”, ese cochero que termina hablando con su caballo acerca del dolor por la muerte reciente de su hijo, porque no encuentra quien lo escuche de verdad.
Pero hay veces que Chéjov nos habla de manera explícita, y entonces es beber sabiduría, como en la voz del personaje de “Las grosellas”: “Es una hipnosis colectiva. Detrás de la puerta de toda persona satisfecha y feliz debería haber alguien con un martillo que le recordara en todo momento con sus golpes que hay personas desdichadas, que, por muy feliz que uno sea, la vida le enseñará sus garras más tarde o más temprano, que le sobrevendrá alguna desgracia –enfermedad, pobreza, pérdida– y que nadie lo verá ni lo oirá, de la misma manera que él ahora no ve ni oye a los otros”.
Chéjov enseña sobre lo sutil. Sabemos que las personas y las cosas son así. Solo que quizás hasta leerlo, no nos atrevemos a mirar aquello de frente por miedo a develar algo de nosotros mismos y nuestro mundo. Cerrás el libro, pero queda dándote vueltas una pregunta: Vos, ¿cuánto hace que no desahogas tu corazón?