La vuelta infinita
Pasaron, como venía diciendo hace un momento, veinte años: anochece.
Así comienza la novela Lo imborrable.

Por Salvador Biedma
Cuando están por cumplirse dos décadas de la muerte de Juan José Saer, decir algo parece difícil y, al mismo tiempo, casi imprescindible. Qué se puede escribir si hoy resulta indudable su lugar entre los más destacados escritores argentinos y hay una muy nutrida biblioteca, que crece sin parar, de textos sobre su obra. Sin embargo, siempre quedan cosas por expresar, incluso cosas que repetir, sobre las cuales volver aunque otros las hayan manifestado mil veces mejor. Y esta obra guarda tal riqueza que, aun en una octava o enésima relectura, se siguen encontrando aspectos novedosos.
Saer implicó, para muchos lectores, el descubrimiento o la ampliación de un mundo, de una lengua, de las posibilidades líricas y narrativas que da la literatura, del disfrute que se encuentra a lo largo de párrafos de obstinada experimentación con el idioma, de novedades surgidas al cruzar de distintas maneras prosa y poesía.
Hay frases memorables en los libros de Saer que funcionan como contraseña entre sus lectores más fieles, desde el inicio de El limonero real (“Amanece / y ya está con los ojos abiertos”, que se repite ocho veces a lo largo de la novela), de Glosa o de “La mayor” (“Otros, ellos, antes, podían”), pasando por la repetición de “febrero, el mes irreal” en Nadie nada nunca, hasta el final de la inconclusa novela La grande, como si se tratase todavía de un autor de culto, con un círculo de seguidores entusiasmados, pese a que el reconocimiento lo ubica desde hace años en otro lugar.
¿Vale la pena insistir sobre los puntos más relevantes de su obra? Por ejemplo, la presencia recurrente en sus textos de ciertos personajes (el autor hablaba de un “elenco estable”), entre los que se cuentan Carlos Tomatis, los Mellizos Garay, Horacio Barco, César Rey, Ángel Leto, Pancho Espósito o Jorge Washington Noriega, cuyos nombres implican para quienes ya leyeron varios de sus libros una suerte de reencuentro con viejos conocidos.
Otro de los aspectos más mencionados al hablar del corpus saeriano es lo particular de descripciones minuciosas que pueden revelar, forzar y hasta inventar sensaciones o colores, como el “rosa azulado” que refractan la helada al amanecer en Las nubes y el sexo de un caballo en La ocasión. Así también se despliegan, innumerables, los matices de la luz y las posibilidades del tacto.
Saer ha mencionado en entrevistas que le interesaba que lo reconocieran por cierto estilo, cierto ritmo, así como él podía leer una frase suelta de Onetti y saber quién la había escrito. Cumplió ese objetivo, sin dudas, en una obra compuesta por doce novelas, cinco libros de relatos (o seis, si se incluye Esquina de febrero, inédito hasta la publicación de los Cuentos completos), el personalísimo ensayo histórico El río sin orillas, los poemas de El arte de narrar, varias compilaciones de crítica literaria y la selección póstuma, en cuatro volúmenes, de sus cuadernos de borradores.
Una obra que funciona como un todo, con múltiples vasos comunicantes. Una obra que pone en tensión el trato de los sujetos con “lo real”, problematiza lo inasible e incierto de la experiencia, a la que siempre se accede de manera inacabada, con las dificultades que supone la percepción y con la complejidad que suman los recuerdos, la imaginación, el paso del tiempo. Una obra en la que circula ese elenco de personajes (un grupo de amigos) vinculados a la literatura, que suelen hablar de escritores y libros con suma facilidad para el sarcasmo, en su mayoría ellos mismos autores inéditos o sin mayor reconocimiento, antes bien lectores.
Hablamos de una obra en la que no falta el humor y en la que se cuela con notoria frecuencia lo político, sea por la pastilla de cianuro que Ángel Leto le muestra a Tomatis en Glosa o por el anciano sobreviviente de un campo de concentración del cuento “Con el desayuno” o por muchísimas alusiones al peronismo, al capitalismo, a la militancia de izquierda, al rol de los medios de comunicación, referencias a veces tan breves y cargadas de sobreentendidos como la pregunta “¿es compañero?” y la respuesta “camarada” en la novela Cicatrices.
Se trata asimismo de una obra que, desde el título del primer libro (primer libro que comienza con un relato de una sola oración de más de dos páginas e incluye, ese libro de cuentos, un poema), se planta en un lugar determinado: En la zona. El espacio engloba a la ciudad de Santa Fe y sus alrededores (Rincón, Helvecia) con paisajes urbanos, suburbanos, de llanura y de río. Al pasar el tiempo va a incluir por momentos a Europa, en particular París, adonde se va a vivir Pichón Garay en 1967, adonde viajan otros personajes, adonde el propio Saer se mudó en 1968.
Las novelas La pesquisa y Las nubes y el cuento “En línea” muestran a París casi como un suburbio de la ciudad de Santa Fe, conectado por la amistad entre Pichón Garay y Tomatis y por textos encontrados en la casa del ya fallecido poeta Washington Noriega, textos que Marcelo Soldi se ocupa de ordenar.
El espacio geográfico de la escritura de Saer se ha vinculado muchas veces al condado que imaginó Faulkner, Yoknapatawpha, o a la Santa María de Onetti, aunque con referencias acaso más exactas. En el valioso libro Zona de prólogos –que compiló Paulo Ricci–, Sergio Delgado cuenta cómo, de paso por la localidad de Rincón, se sumerge en el escenario de Nadie nada nunca y, a pesar del tiempo transcurrido, reconoce la plaza, el camino que hace el coche de Elisa y el destacamento policial con “la vereda de ladrillos” en la que “permaneció tendido el cadáver del comisario”.
Justamente con esta novela el cineasta Gustavo Fontán tiene el proyecto de repetir una hazaña que cumplió con creces en El limonero real, película estrenada en 2016: adaptar en un largometraje la peculiar textura de un libro de Saer. Uno de los recursos para otorgarle una cuota de extrañeza a la percepción lo había encontrado uniendo la imagen inicial del amanecer con el sonido ambiente de un día de niebla. Fontán resume el clima dominante en Nadie nada nunca como una pesadilla, un mal sueño.
En un sentido más amplio (abramos el panorama a distintas voces), me dice que Saer plantea en la escritura una cuestión importantísima: “¿Qué significa narrar?”. Ante esta pregunta, “rebelde a los discursos cristalizados”, según el cineasta, el escritor tomó una posición con el borramiento de los límites entre prosa y poesía –agreguemos que eligió para su libro de poemas el paradójico título El arte de narrar–. “Al igual que la poesía”, plantea Fontán, “la narración de Saer pone en cuestión cualquier discurso cerrado sobre el mundo y restituye para lo real la conciencia del enigma”.
Pablo de Santis, vía e-mail, me cuenta que vive frente a la casa de María Teresa Gramuglio, docente y crítica que publicó ensayos tan significativos como “El lugar de Saer” y que estuvo casada con Juan Pablo Renzi, autor de las pinturas que ilustran desde principios de los ’90 las tapas de los libros del escritor santafesino. “Miro el balcón de María Teresa”, dice De Santis, “y pienso que por ahí se habrá asomado Saer muchas veces”. También recuerda que en El río sin orillas hay una referencia a los árboles de la avenida Pedro Goyena, a pocos pasos de estas casas vecinas, en Caballito.
“Saer nos enseña a mirar las cosas y su tema a menudo es la epifanía”, prosigue De Santis en su generoso mail. Afirma que siempre relee el texto “En línea”, que (no suele figurar entre sus cuentos más mencionados y) forma parte de Lugar, su último libro de relatos. “Si la obra de Saer es la búsqueda de lo real, este cuento propone lo contrario: el descubrimiento de la irrealidad”.
Identificamos el estilo de Saer, entre otras cosas, por el uso de determinadas palabras (verbos como “cintilar” o “cabrillear”, la expresión “al rojo blanco”), por un ritmo permeable a las repeticiones que alterna oraciones breves o medianas con otras particularmente extensas, por la capacidad para reflexionar sobre grandes temas a partir de descripciones de asuntos superficiales (las largas páginas que explican el juego del punto y banca en Cicatrices, para citar un caso), por la experimentación con la estructura de sus novelas.
Con respecto a lo último, podemos mencionar El limonero real, que narra un mismo día reiniciándolo, hasta llegar a siete, una y otra vez. Podemos mencionar las líneas paralelas entre dos relatos, uno transcurre en París y otro en Santa Fe, de la novela policial La pesquisa, que deja al lector vacilante entre dos resoluciones posibles para un caso de asesinatos en serie. Podemos mencionar Cicatrices, con cuatro capítulos narrados en primera persona por distintos personajes, cuatro capítulos que van espiralando el tiempo, condensándolo, de los cinco meses iniciales al único día del episodio final. Podemos mencionar Las nubes, que comienza con una escena actual para presentar un viaje de principios del siglo XIX.
La idea de que el tiempo no progresa de modo lineal (tal vez la figura de un círculo o un ciclo se ajuste mejor a esta perspectiva) insiste en la obra de Saer tanto como lo que Gramuglio llamó “la no naturalización del relato” o la reiteración con otros matices de lo que un texto ya contó o lo que Graciela Speranza definió como “la incertidumbre esencial de su mundo narrativo” o la aparición de lluvias y nieblas que (casi a la manera de un vidrio esmerilado) alteran o confunden la vista. Todo esto lo encontramos en libros donde se nota el gusto por narrar, el disfrute que sin dudas le proporcionaba la escritura al autor y que muchos sentimos reflejado al leerlo.
Los temas que podríamos llamar “clásicos”, los grandes temas –la muerte, el dinero, lo sexual, el suicidio, la familia, el crimen, la infidelidad, la locura–, están muy presentes en esta obra, pero van puntuando en forma subterránea escenas en principio más superficiales. Así es que, por ejemplo, en Glosa, mientras conversa sobre el cumpleaños de Washington Noriega con el Matemático, Leto va rumiando una angustia ligada a la muerte de su padre, sentimiento que en ningún momento exterioriza.
Esther Cross me cuenta, antes que nada, que lleva tiempo sin leer los textos de ficción de Saer. Enseguida agrega: “Era un gran escritor, que instaló una forma o tiempo diferente de lectura (ni más ni menos) y la poesía de su lenguaje tiene mucho que ver con eso”. El primer libro del autor que leyó fue El entenado y le impactó que tomara el tema de la llegada de europeos a América, “ese choque de culturas”, con un tono y un humor que aún recuerda. También destaca La pesquisa entre sus lecturas. Sin embargo, señala de manera particular los ensayos de crítica literaria de El concepto de ficción. “Releo y consulto ese libro siempre. Hoy parece más claro y original que nunca, casi treinta años después de publicado”.
Inés Garland empieza disculpándose porque, según ella, no tiene mucho para decir o sumar. Sin embargo, como Cross, menciona El entenado, que es, de hecho, la novela más vendida, más traducida, con más ediciones de Saer. La pone en el podio de “mis novelas favoritas de la vida” y comenta: “A pesar de mi pésima memoria, me acuerdo de escenas y sensaciones y del asombro de encontrarme con algo así ya ni sé cuántos años después de leerlo”. Como contrapartida, añade: “No pude con El limonero real y luego solo leí cosas sueltas suyas”.
La memoria, la imaginación, el sueño y otras zonas más o menos oscuras, secretas o pulsionales dentro de la incertidumbre donde se conjuga el entendimiento de cada persona ocupan un lugar primordial en los textos de Saer. Muchas veces conocemos de los personajes momentos de súbita angustia o alegrías que no van a expresarles a otros y que quizá tampoco llegan a notar ellos mismos.
Ante la complejidad de la experiencia, resulta común que los recuerdos o lo imaginado pesen más que la realidad que llega a través de los sentidos en el presente. Así queda dicho en La pesquisa, por ejemplo: “La anticipación imaginaria de la experiencia es siempre más intensa que la experiencia misma”. Y, en Juan José Saer por Juan José Saer, el escritor afirmaba: “Experiencia y memoria son inseparables”.
Vale decir que, así como se reconoció siempre lector de Joyce, de Faulkner, de Proust, de Kafka, de Pavese, de Borges, de Arlt, de Juan L. Ortiz, de Felisberto Hernández, autores que pueden hilvanar una cierta tradición “rupturista”, Saer también mencionó con frecuencia a Freud entre sus lecturas más importantes.
Fermín Eloy Acosta, que en 2024 ganó el Premio Hebe Uhart de Novela con Las visiones venenosas, me asegura que leer a Saer siempre implica para él un desafío “sin dudas musical, sin dudas experimental” y, dice, “al terminar cualquiera de sus libros, siento que avancé a tientas sobre un terreno conocido que me entrega una experiencia secreta y hasta mística con el lenguaje”. También comenta que vuelve a los libros de Saer “cuando desconfío de mi escritura. Lo mismo me pasa con Di Benedetto. Son lugares a los que voy a buscar una música conocida”.
Así, con la torpeza de la primera persona del singular, yo, recuerdo que una mañana obviamente fría de junio de 2005, un domingo hace ya veinte años, lloré al enterarme de la muerte de Saer, alguien a quien no conocía, con quien nunca había tratado. No soy una persona de lágrima fácil. Claro que había leído ya muchos de sus textos con apasionado interés, con gusto, experiencia que compartimos con un círculo íntimo no tan distinto al grupo que se configura en la obra saeriana.
Suele decirse que la amistad y, en particular, la amistad entre varones es uno de los temas centrales de estos libros. El año pasado, cuando le comenté mi inesperada reacción a Alberto Díaz (editor y amigo de Saer desde mediados de los ’80, casi parte de su familia), no se sorprendió. Dijo con absoluta sencillez: “Es que los lectores de Juani son también sus amigos”.



