En tiempos de hiperconexión, ruido constante y vínculos mediados por pantallas, las fiestas de lectura ofrecen algo extraño y necesario: la posibilidad de compartir el silencio, pensar sin interrupciones y conectarse sin exponerse.

Por Mariela Ghenadenik
Leer es una actividad solitaria. Pero ¿y si la lectura pudiera convertirse en una experiencia compartida sin perder su intimidad? Desde hace un tiempo, en algunas ciudades se viene ensayando una respuesta a esta pregunta. Y en clave de fiesta.
Reading Rhythms, surgido en Nueva York en 2023, propone una experiencia literaria que combina conocer gente con momentos de lectura individual y música de fondo. Lo que a priori podría parecer un contrapunto, funciona como un pequeño oasis entre feeds infinitos, series que se reproducen solas y notificaciones que requieren atención constante.
Las fiestas se organizan en bloques: lectura, conversación, lectura otra vez. A diferencia de un club de lectura tradicional, no hay un único libro ni una discusión dirigida. Cada quien elige el texto que quiere, se acomoda donde más le gusta y lee a su ritmo. En las pausas, los libros ayudan a romper el hielo y habilitan un diálogo espontáneo sin necesidad de forzar la interacción. Es un formato ideal para quienes buscan conectar, pero con una dosis justa de exposición. Como en casa, pero con mejor playlist, luces tenues y sin estar completamente en soledad.
Organizar la soledad, habilitar el encuentro
Aunque estas fiestas puedan parecer una novedad, tienen algo de ritual antiguo. En las bibliotecas también se leía en silencio, en compañía de otras personas. Cuando te cansabas, salías a tomar aire o a fumar y ahí a veces cruzabas una mirada, surgía un comentario con el poder de destrabar una conexión.
La diferencia es que ahora lo espontáneo parece necesitar mediación.
En una época de interacción dificultosa, los encuentros imprevistos generan ansiedad y desconfianza. Por eso quizás hoy necesitamos pautar incluso lo informal, asignarle un marco, definir los momentos para hablar y para callar. Hasta el silencio parece necesitar instrucciones.
Lo que estas fiestas ofrecen no es solo un plan alternativo al ruido digital. Son también una forma de resistencia emocional frente a la fragmentación constante. La lectura exige un tipo de atención que se ha vuelto cada vez más escasa: sostenida, reflexiva, silenciosa. Requiere demorarse, seguir un hilo, imaginar.
Frente al estímulo visual incesante, a los vínculos filtrados por algoritmos y a la inmediatez como norma, estas fiestas invitan a recuperar palabras, a entrenar la paciencia, a habitar otra temporalidad.
No es casual que se llenen, cobren entrada y se repliquen en otras ciudades. Porque no solo organizan el tiempo libre: también organizan un deseo. El deseo de volver a estar presentes en lo que se lee, se dice y se escucha. De rodearse de otros sin necesidad de mostrarse con buena luz y pose atractiva. De conectar sin actuar. De que algo pase sin que esté todo previsto.
Fiestas como estas nos devuelven algo que no sabíamos que extrañábamos: la posibilidad de leer sin aislarse, de vincularse sin saturarse, de estar a solas pero no en soledad.
Y si ese equilibrio frágil entre el mundo interior y el exterior hoy cuesta tanto sostenerlo, entonces quizás sea lógico que para encontrarlo haya que ir, cada tanto, a una fiesta.