La ensayista terminó de escribir su libro de memorias unos meses antes de su fallecimiento, en diciembre pasado. No entender acaba de ser publicado por Siglo Veintiuno.

Por Alejandro Duchini
Beatriz Sarlo solía decir que no iba a escribir una novela. Que lo suyo sería el ensayo. Recuerdo que en una entrevista zanjó la cuestión con una afirmación contundente y económica: “Jamás”. No entender (Siglo Veintiuno) es tal vez lo más parecido a una novela: es su libro de memorias que comenzó en 2017 y terminó en abril de 2024. Desde entonces y hasta noviembre se dedicó a pulir los detalles con los editores del libro, que se publicó en este febrero. Había nacido el 29 de marzo de 1942. Tenía 82 años cuando murió, el 17 de diciembre.
Las cosas se dieron como para que No entender resulte un libro póstumo. Algo similar pasó con otro gran referente de la escritura argentina: Juan Forn dejó listo su Yo recordaré por ustedes el viernes 18 de junio de 2021 y el domingo 20 falleció en su casa de la costa bonaerense. Dos grandes que no pudieron ver sus libros en la calle. Podría sumarse a la lista al intelectual -tan polemista como Sarlo- Juan José Sebreli, fallecido el 1 de noviembre del año pasado, a los 93 años.
Pero volvamos a No entender. Y a Sarlo. Que nos legó un trabajo recomendable. Uno de los datos más llamativos es la incorporación de fotografías de sus distintas etapas. Se la descubre, entonces, muy distinta a la experimentada que asomó al público en general, cuando la televisión era todavía una caja de resonancia. Fotos de su infancia, de su juventud, de su adultez. Fotos de su familia, de parejas, de amigos, de colegas. Imágenes que dan más fuerza a las poco más de 200 páginas de textos. Sarlo arranca contando su entorno familiar y escolar. Pero advierte (y contradice) de entrada: “No es un libro de recuerdos. Es un libro de recuerdos. En estas dos proposiciones se moverá el texto”. Se preguntará si es posible contar su propia historia y pone en duda si realmente le interesa eso. “Vivo anclada entre libros que ya no leo sino que releo, en busca de una cita que creo recordar y que, muchas veces, recuerdo mal”.
Estas dos ideas son fundamentales para no asombrarse cuando en la lectura de No entender Sarlo elija saltear los tiempos y viajar de un momento a otro.
Uno de sus primeros recuerdos se asienta en las pretensiones económicas de su familia, que si bien no pasaba hambre, no terminaba de amoldarse al ámbito social al que quería pertenecer. La propia Sarlo lo padecía cuando iba como invitada a la casa de Recoleta o Belgrano de alguna compañera que le mostraba su selecto mundo.
Se define como independiente y decidida, y ya de pequeña chocaba contra la pared familiar que la juzgaba con frases como “no quieras aparentar lo que no sos” o “no actúes porque no estás en el teatro”. A ese asunto le da vueltas porque no pudo olvidarlo, pero le sirvió -explica- como para impulsarse a animarse a más.
Tuvo un padre al que acompañaba a arrancar afiches peronistas de las paredes de la ciudad. Pero contradictoriamente se sentía subyugada por la figura de Eva Perón que veía sobre todo en el diario El Mundo o en el viejo Sucesos argentinos. Le llamaba la atención su peinado, sus vestidos diseñados por Paco Jamandreu: “Su ropa de trabajo perfectamente adherida a un cuerpo que anticipaba la extrema delgadez de las modelos de décadas posteriores (…) Eva llegó a ser la mujer más importante de la Argentina antes de cumplir los 30 años”. Y da cuenta de cuánto le influyó la imagen de Evita. “Si Eva no hubiera sido linda y elegante, seguramente su figura no me habría despertado el menor interés en la cobertura gráfica de un diario”. Eran, recuerda, los tiempos en que a la vez se daba cuenta de que podía disentir de las ideas paternas. De su padre -“un perdedor”, lo define- recuerda una frase que le quedó: “En esta vida hay que mirar para arriba y para adelante”. Se la repetía cada domingo a la tarde, cuando andaban por las calles de Belgrano: “De mi padre, me gustaban sus defectos”.
Recordará su descubrimiento de la música clásica, del Teatro Colón, y de su independencia. “Nadie, nunca, me dio la extensión de su tarjeta de crédito”. Pasaron los años, llegaron más libros y los viajes. Y Sarlo seguía despreciando “la obediencia, las reglas y los consejos”. Quería ser original, a pesar de que ese deseo se lo cuestionaran en su casa. Y a pesar de que esa originalidad le costara, como escribe, “esfuerzos físicos e intelectuales”.
Se alimentó de lecturas sin una guía formal: “Salvo quienes son entrenados por tutores especializados en el viaje cultural, los otros llevamos el equipaje que encontramos por azar, en los libros de la biblioteca del colegio, en las sugerencias de amigos apenas más conocedores, en librerías y catálogos…”. De esas influencias participó más una tía a la que volverá varias veces en el libro, en el que su madre queda relegada. Nunca aceptó la primera interpretación de los textos. De ahí viene el título No entender: de destacar la importancia de pensar lo leído. Y después: “Preguntar por qué algo no se entiende puede llevar a la inmovilidad y abandono del objeto incomprensible. Si no se entiende, no vale la pena. O bien conducir a hundirse en ese enigma e intentar algo”. “No entender nos coloca frente a lo desconocido, al ofrecernos la oportunidad de ampliar el espacio en el que vivimos y pensamos. Ofrece la oportunidad, no la seguridad”.
En las páginas finales irá y volverá en el tiempo. Andará entre recuerdos iniciales y experiencias últimas. Referirá a quienes le marcaron caminos y a aquellos que la acompañaron hasta el presente. Escritores, pensadores, músicos. “Las oportunidades perdidas son un campo fértil para el pensamiento retrospectivo: si hubiera actuado de tal modo, habría… Y los puntos suspensivos que siguen al verbo en potencial prometen un hipotético blando y engañoso. ¿Qué habría hecho y no hice? No lo sé, porque, como el verbo indica, pertenece al borroso dominio de las posibilidades, muchas de ellas infundadas, muchas desconocidas, muchas de difícil cumplimiento”.
Si bien es un libro relativamente corto, No entender no es para leerlo a las apuradas o de un tirón. Hay que asomarse a él con tiempo, con la lentitud necesaria que permita ir y volver entre sus páginas. Y saber detenerse. Porque, como escribe la misma Sarlo: “No entender es uno de los caminos posibles. Requiere paciencia, virtud desplegada en el tiempo y voluntad”.