Desde objetos hasta sistemas sociales, la ciencia ficción muchas veces anticipa la realidad antes de que suceda. ¿Existe alguna explicación para esto?

Hace unos meses se publicó mi última novela, Odisea del Hambre, donde las personas son obligadas a mantenerse dentro de un peso establecido. Y durante la Feria del Libro, una lectora me reenvió una noticia sobre una aerolínea australiana que había comenzado a pesar a sus pasajeros antes de subirlos al avión. Las dos nos sorprendimos y la conversación cerró con una broma acerca de mis supuestos poderes premonitorios.

A veces, la ciencia ficción trae previsiones asombrosas, como cuando Mary Shelley tal vez anticipó la clonación en Frankenstein o Julio Verne quizá trazó los planos de las ciudades actuales. Es seductor pensar que podemos leer el futuro para así adaptarnos antes a los cambios, pero me inclino más a pensar que la escritura –como cualquier otro arte– nos conecta con una frecuencia invisible que capta un clima de época y plantea un escenario más.

Aunque pueda coquetear con la idea de leer el futuro, la narrativa refleja preocupaciones y esperanzas del momento de la historia que nos toca atravesar porque la literatura es de cargarse un poco al hombro la función de exorcizar miedos, nombrar fantasmas y alejar demonios. Y pocas cosas dan tanto miedo como un futuro incierto y desconocido que se intuye sin una forma concreta. 

La ciencia ficción es una especie de refugio donde podemos jugar con los límites de la creatividad y darle una forma a eso que nos aterra y sorprende y, en ese acto, quitarle el peso a la amenaza sin tomar ningún riesgo. Creamos una narrativa de lo inexistente pero posible, generamos un diálogo probable con el futuro y le damos una existencia anticipada que nos permite aceptarlo o rechazarlo.

Quienes escribimos ficción especulativa no sabemos de quiromancia, pero nos animamos a explorar lo desconocido sin movernos de la silla y llevarlo al absurdo desde la protección de la pantalla. Más que profecías, el género de la ciencia ficción plantea de lo que somos capaces cuando nos movemos por fuera de los límites del presente. Pero a veces pasa que, cuando ponemos en palabras e imágenes algo que antes solo era una intuición, le damos forma a una posibilidad de que se convierta en realidad. Y el impulso que nació como una necesidad de apaciguar la angustia del futuro, a veces toma la forma de profecía auto cumplida.

Ley de la Atracción o quizá exista un proceso no develado que podría explicar cómo algo se convierte en realidad. Podría ser algo así: un escritor o escritora plantea un escenario. Alguien lo lee, pero como la lectura es un acto individual y cada quien imagina un viaje a la Luna como puede, no alcanza para convertir esa fantasía en realidad. Entonces puede aparecer el cine. El mundo audiovisual traza un puente entre la imaginación y la realización y se construye una noción colectiva sobre una idea. Al asombrarnos y ver de manera conjunta qué cara tiene un futuro posible podemos explorar, y tal vez comenzar a naturalizar para luego aceptar, ideas complejas como la exploración del espacio o una posible sinergia entre la inteligencia humana y la artificial.

Y así es como cualquiera sabe dibujar un extraterrestre sin haber visto uno, entender a la perfección el concepto de Gran Hermano sin haber leído a George Orwell y compartir la referencia cuando alguien dice que “vio la Matrix” al perder la ingenuidad acerca de un tema complejo. 

En este proceso improbable de creación de realidad, la función de las redes sería la de abrir una discusión que llevaría a refinar ciertas ideas, sumarle ingredientes y variaciones. Normalizar algo antes impensado. En los espacios de discusión, como son las redes sociales, las ideas crecen hasta, en algunos casos, convertirse en un sentido común compartido, materializando de manera aún más real una imaginación y fabricando desde la creación conjunta, una realidad cada vez más tangible.

Desde un tiempo a esta parte le podemos agregar un ingrediente más a este improbable proceso: la realidad virtual y la realidad aumentada, por ejemplo, que nos permiten experimentar en el cuerpo ideas físicamente imposibles como la de hacer magia o la de teletransportarnos. Al asomarnos de manera más concreta, los deseos de vivir experiencias imposibles se hacen cada vez más urgentes. 

La ciencia (la real, no la de ficción) a veces se le da por investigar esas posibilidades (clonación, tecnología integrada en la vestimenta o en el cuerpo, lograr que la inteligencia artificial se integre con la humana, simulaciones que parecen reales, etc.) y, después de que la investigación alcanzó cierta madurez y desarrollo, a veces la industria perfecciona esas ideas inicialmente imposibles y la fantasía se transforma en submarinos, trenes de alta velocidad, rascacielos, ovejas Dolly y más etcéteras.

No creo que el mecanismo de construcción de la realidad funcione exactamente así, pero sí sé que la ciencia ficción acompaña, se adapta y evoluciona para seguir siendo un género que estimula nuestra necesidad inherente de crear. Porque ¿qué es la realidad sino una construcción misteriosa difícil de entender?

Cuando era chica, mi tía –que vivía en el exterior– me trajo una revista y en una de las páginas vi una libretita preciosa de un personaje infantil que en Argentina no existía. Inmediatamente quise tenerla en mis manos. Muy entusiasmada, le pedí a mi mamá que cortara esa foto, pero cuando me entregó el recorte, todo fue desilusión: la libretita no se había materializado en una real. Tal vez a alguien más le pasó lo mismo que a mí e hizo algo concreto con esa frustración: fabricó una impresora 3D o inventó una plataforma de compra internacional puerta a puerta. Yo solo me quedé con la fantasía inconclusa.

Cuando imaginamos fuera de los límites del presente, creamos, ante todo, una narración que da sentido a esta sumatoria de sucesos que transcurren en el devenir común. Y esa narración sostiene la magia más allá de si entendemos o no cómo se construye la realidad. O, mejor dicho, va dibujando un puente entre la imaginación y la realidad que se proyecta a cada paso que damos hacia el futuro; hacia el vacío que aún no existe.

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