Por Hernán Carbonel
La historia la cuenta Walker Percy en el prólogo: él está dando clases en la Universidad Loyola de Nueva Orleans; una mujer comienza a llamarlo por teléfono, quiere proponerle que lea la novela inédita de su hijo recién fallecido. Tenaz como pocas, logra su objetivo y le entrega el manuscrito. Percy comienza a leerlo, “primero, con la lúgubre sensación de que no era tan mala como para dejarlo; luego, con un prurito de interés; después con una emoción creciente y, por último, con incredulidad: no era posible que fuera tan buena”.
Así es como llega a publicarse La conjura de los necios a través de la Louisiana State University Press y, al año siguiente, la novela, y su autor, John Kennedy Toole, reciben de manera póstuma el Premio Pulitzer de ficción.
John había nacido en Nueva Orleans en 1937. Su madre, Thelma Toole, descendiente de criollos franceses e inmigrantes irlandeses del siglo XIX, aquella que le acerca la novela inédita a Percy, era una especie de Leonor Acevedo Suárez: madre sobreprotectora, quizás porque los médicos le habían dicho que jamás podría serlo. Tanto que apenas dejaba a su hijo –a quien sobrevivió quince años– compartir los juegos con amigos de infancia.
John era un sujeto inteligente, creativo, estudiante destacado que lo llevó a un estudio superior en lengua inglesa en la Universidad de Columbia (años después se graduaría con honores en la Universidad Tulane) y ser profesor primero en la Universidad del Suroeste de Luisiana y luego en Nueva York. Iba camino a un doctorado en Columbia, pero fue reclutado por el ejército para servir en Puerto Rico durante dos años. Es en ese pasaje de su vida donde escribe gran parte de la novela que sellaría su nombre en la posteridad. De regreso a Nueva Orleans y a su casa materna, se dedicó a la vida bohemia, vagó por las calles, escribió y reescribió, trabajó momentáneamente en una fábrica de indumentaria. El tránsito de la experiencia a la literatura sería un puente fácil de cruzar: todo ello quedaría registrado en los arrebatados andares de su máxima creación, el inefable Ignatius J. Reilly.
La conjura de los necios es, a grandes rasgos, un espejo de la tragicomedia humana a la vez que feroz retrato de sus miserias, va de la piedad a la picaresca, del burlesque a la amarga resignación, áspera crítica a las sociedades contemporáneas y, por qué no, una caricatura del autor hacia sí mismo.
Abre con un epígrafe de Johnathan Swift: “Cuando en el mundo aparece un verdadero genio, puede identificársele por este signo: todos los necios se conjuran contra él”. La cita funciona como dador de título, pero también como procedimiento paródico.
Quizás eso se lo deba a, justamente, Ignatius J. Reilly (léase como pronunciación de “realmente”). Obeso, labios gruesos, bigote negro, gorrita cazadora con orejeras, su válvula pilórica lo lleva a eructar y expeler flatulencias de manera constante. Entrañable, extravagante, inadaptado, incomprendido, intelectual, perezoso, hambriento hasta el extremo, aborrece el capitalismo reinante, se siente un desplazado del tiempo que le toca vivir. Cree que la mejor vida para el ser humano es la medieval, que su vida está regida por la rueda de la Fortuna y que el trabajo no es un modo de realización sino de servidumbre. Se ufana en estar escribiendo una gran obra maestra, “mi relato de ese descenso abismal por los pantanos camino a la estación interna del ultimo horror”.
Ignatius ama de manera ilimitada al poeta y filósofo romano Boecio, escribe cartas que firma como El Zorro, y quiere hacer la revolución vendiendo salchichas, trabajando en los talleres Levys o con gays del barrio francés. Mantiene una agitada correspondencia con su ex novia, la feminista Myrna Minkoff, a la que ama y odia al mismo tiempo. El mundo, para Ignatius, carece de “geometría y una teología adecuadas”. Reilly, dice Walker Percy, no tiene progenitor en ninguna literatura: es “una especie de Oliver Hardy delirante, Don Quijote adiposo y Tomás de Aquino perverso, fundidos en uno”.
Cuando John Kennedy Toole estaba llegando a los treinta años envió su manuscrito a Simon & Schuster. En un principio, la editorial mostró un notorio interés por publicarlo, pero terminó rechazándolo (es imposible no preguntarse qué habrá sentido el editor ante esa decisión tiempo después, cuando el Pulitzer ya se había consumado).
Ese traspié comenzó a deteriorar a John, seguro de que tenía entre manos una obra maestra. Se volcó al alcohol, descuidó sus tareas laborales, cayó en la depresión. Lo peor que podía sucederle: creyó en su propio fracaso. El 26 de marzo de 1969 viajó hasta Mississippi, detuvo el auto, puso uno de los extremos de una manguera en el caño de escape y el otro en su ventanilla. Dejó una nota, que su madre destruyó después de leer. Tenía 31 años.
Pero La conjura no fue lo único que escribió Kennedy Toole. Cuando era un adolescente, John llevó a su madre a pasear en auto, estacionó frente a un edificio y le señaló un cartel luminoso. Decía: Sagrada Biblia. Ahí estaba el título de la que sería su otra novela, La biblia de neón. La escribió en Mississippi, justamente, escenario de la historia, mientras visitaba a familiares.
John Kennedy Toole es una muestra de que algunas cosas llegan demasiado tarde, y que cuando llegan se vuelven inútiles en tanto retribución a la existencia del sujeto en cuestión, pero el destino –ese pillo– siempre se guarda un as en la manga, y ese as es la eternidad de ese libro y ese personaje y esa madre sobreprotectora. Qué tanto le hubiera dado a la literatura contemporánea de no haber tomado aquella decisión no es una buena idea a abordar: lo contra fáctico nunca contempla una respuesta acertada. En un pasaje de la novela, Ignatius cita a Milton: “Un buen libro es la sangre vital preciosa de un maestro espiritual, embalsamada y atesorada a propósito para una vida futura”. Esa sí es una buena respuesta.