
Por Mariela Ghenadenik
Escribir es un refugio para cualquier alma inquieta porque ordena la temporalidad. El acto de ubicar una palabra detrás de la otra para generar un sentido provoca el efecto secundario de organizar las ideas, desempañar la confusión y tranquilizar la mente.
Escribir nos ayuda a filtrar, procesar, digerir y regenerar las experiencias que se colaron por nuestra vida y nos ayuda a buscarle un lugar dentro de la memoria personal.
Pero ¿es eso literatura?
Toda escritura es autobiográfica. Aunque no detallemos un hecho personal del pasado, siempre está el punto de vista a partir del cual pasamos las vivencias y desde el cual narramos las historias. Pero una cosa es lo autobiográfico y, otra, lo autorreferencial.
Como escuché alguna vez decir en un taller literario, a nadie le interesa leer un diario íntimo de otra persona (bueno, todo depende de quién se trate, ¿no?).
El diario íntimo suele ser un pozo ciego donde van a parar ideas y emociones infecciosas con el objetivo de dragar el lodo mental para que podamos navegar el mundo sin encallar en las arenas movedizas de la perturbación.
A veces, el resultado de este ejercicio puede convertirse en abono que fertilice, por ejemplo, el perfil de algún personaje dentro de una obra. Alguna idea suelta puede sumarse a una voz narradora o una manera de decir puede quedarle bien a un párrafo. Pero no mucho más.
A menos que decidamos convertir ideas rabiosas en literatura.
El arte de narrar lo que necesitamos contar
Todavía no conocí a alguien que no me diga que tiene tantas anécdotas y vivencias que debería talar una docena de bosques para plasmarlas en varios tomos.
Cuando eso me sucede, siempre reprimo la misma pregunta antipática ¿y eso a quién podría interesarle?
En una época acompañé procesos de escritura de libros y novelas. Algunas eran ficción y otras no. Y, las que no, siempre eran historias crudas o muy tristes. Quienes las escribían, necesitaban poner en palabras ese capítulo de sus vidas para poder ubicar en alguna parte el sufrimiento que no les permitía avanzar. Cuando al fin lograban componer un libro o un relato, siempre era un momento hermoso y aliviador. Porque pocas cosas son tan lindas como tener un sentimiento claro, aun cuando sea penoso.
En aquel momento me llegaban todo tipo de historias. Algunas me marcaron tanto que, aunque no hayan sido vivencias mías, siento que debo honrar esos recuerdos y llevarlos conmigo.
Pero había otros casos que se tornaban imposibles. Y siempre era por la misma razón: no negociaban el artificio de la verosimilitud por nada del mundo. Se empacaban en que la historia describiera cronológicamente y con absoluto detalle cada instante de la propia vivencia como si se tratara de una declaración policial.
La escritura nace de la observación y de la escucha inevitable. Pero también de la reflexión y de la elaboración estética sobre lo experimentado. Escribir para sanar puede nacer de la necesidad de mirarnos en un espejo, pero si no dejamos entrar un narrador para convertir lo personal en algo colectivo, el resultado de esa literatura del desahogo se escurre en la intrascendencia.
La diferencia entre escribir para sanar y escribir literatura radica en la transformación del propio testimonio en arte. Es decir, en la decisión de corrernos del espejo para permitir que otras personas también se reflejen en él.
En términos operativos, así como un libro necesita reconvertirse en guión para poder verse en el cine, lo mismo sucede con las vivencias personales y la literatura.
Cuando dejamos de lado la experiencia puramente personal para convertirla en un relato para otras personas, cuando nos disponemos a realmente soltar el dolor y dejar entrar el artificio literario para reconstruir el pasado, recién ahí estamos en el inicio de convertir lo inenarrable en trascendencia. Y, tal vez, con suerte, ese resultado nos ayude a reencontrarnos con la belleza y sentir que nuestras historias siguen vivas.