Por Mariela Ghenadenik
Hace algunos años, en una sala de espera leí una entrevista a Philip Roth en la cual contaba que escribía todos los días de nueve a cinco. Aún puedo recordar la derrota que sentí al leer esa declaración. Yo recién daba mis primeros pasos en la literatura y esa entrevista fue la confirmación de lo que yo nunca sería capaz de hacer.
Esta lectura también revelaba que era cierto el mito de que había humanos que efectivamente se comportaban así con la escritura. Que encontraban el tiempo, la voluntad, la motivación y los temas suficientes como para plegar las rodillas, apoyar los isquiones y levantar las manos como los zombies a punto de ejecutar una obra maestra sobre un piano.
Sí, no voy a negar que, como recomienda Stephen King, es mejor que la inspiración te encuentre trabajando. Porque no existe por sí misma y porque escribir se parece más a un oficio que a un chispazo de genialidad. No alcanza con atrapar ideas sueltas con la aplicación de notas del celular en cualquier momento del día; para darle forma a una historia hay que picar la piedra.
Escribir bajo una rutina ayuda a mantener la fluidez expresiva, fundamental para poder procesar la cantidad de estímulos recibidos que esperan ser ordenados en forma de escritura.
La acción constante nos habilita a profundizar, afinar la voz propia, explorar nuevos enfoques creativos o al menos solo drenar la toxicidad del relleno sanitario de ideas cualquiera. Y así también construir, tecla a tecla, un sistema resistente para decodificar el mundo.
Pero a la vez, dudo de la imposición de escribir todos los días. O me dará rabia no escribir como Philip Roth, no sé. Me pregunto si esas personas siempre tienen algo para decir, cuando parte de escribir tiene que ver con leer, caminar, ver series, hablar con el loquito del gimnasio que me explica su compleja teoría conspirativa acerca de los aviones y la sequía mientras caminamos a la par cada uno en su cinta.
La escritura es mecánica, pero no somos máquinas. Yo al menos necesito sentir que puedo rebelarme contra mi propia intención porque así estoy más permeable a sentir que me muevo por deseo. Porque una de las mejores cosas que tiene el deseo es su capacidad de adoptar formas impredecibles de expresarse.
Pero al mismo tiempo, sé que sin estructura nada sería posible. Tal vez esté mezclando los conceptos: una cosa es ser obediente a las obligaciones y otra desarrollar un método propio, ya sea escribir ocho horas por día o crear un sistema más errático que incluya romper la rutina de vez en cuando.
Excepto que yo esté escribiendo una novela, escribir todos los días me aleja de lo que quiero decir porque mi escritura necesita de reflexión, de maduración de ideas que no depende de la cantidad de horas que fiche ante el teclado. Y, también, escribir es una actividad emocionalmente demandante y, cuando me embarco en una, sé que me quedo sin nada para el resto de las personas que me rodean. Incluyéndome.
Digamos que ejerzo una mezcla entre libertad y cumplir con una tarea.
Pero hay algo que no estoy diciendo y es que para no escribir todos los días tuve que desarrollar una disciplina o más bien una especie de ¿doctrina? previa que me permite olvidarme del libre albedrío de ejercer la voluntad de escribir.
Cuando dejé de fumar me puse una condición: dos veces por año (y solo dos veces por año) podía encender un cigarrillo en una situación que lo ameritara y que no tuviera nada que ver con un momento estresante o de angustia. (Hace quince años que no fumo y ya no recuerdo la última vez que encendí un cigarrillo).
Mi disciplina para escribir es parecida a la que fabriqué para dejar de fumar: incluye poder transgredirla en algunas temporadas. Porque la exigencia de escribir diariamente se me convierte en una carga que me paraliza. O en una tarea que termino por querer sacarme de encima solo por la satisfacción de tachar un ítem de la lista.
Pero es gracias a la disciplina que me permito salir de mi cuarto propio y no escribir. Hace tiempo entendí que esta era mi manera y resultó ser un excelente antídoto contra la culpa. No juzgo, ni hago preguntas: en algún momento siempre vuelvo a sentarme para organizar ideas sueltas anotadas en cualquier parte y de cualquier manera con un solo objetivo: descifrar qué es lo que me estoy tratando de decir procurando estar siempre presente y conectada con lo que quiero hacer.