
Por Agustina Caride
En 1992, como el año coincidía con los 500 años del descubrimiento de América, la materia Literatura Argentina 1 (carrera de Letras UBA), dictada por David Viñas, armó el programa de la cursada en relación a la conquista de América. Los textos fueron, en su mayoría, relatos de viajes, crónicas escritas por los que venían desde el otro lado del océano. Gran paradoja que descubrí sobre el descubrimiento y la literatura que debía ser “argentina”, yo estaba leyendo a europeos. Problemas de la literatura argentina, diría Viñas más tarde.
El primer cronista del Río de la Plata fue de origen alemán. La palabra, entonces y en aquel tiempo, puesta al servicio de la crónica, del testimonio y denuncia de los otros, los voceros, en relación a lo que sería luego lo nuestro. Palabra escrita, aunque fuera mayormente de españoles, en otra lengua, diría ajena a la voz local.
Tenemos, pues, el punto de partida de nuestra conquista no solo en las tierras, sino también en la literatura que dio cuenta del inicio del país: ellos, Alvar Núñez Cabeza de Vaca y Ulrico Schmidl, entre otros, testimoniando las peripecias de una aventura cuyo motor era la esperanza en lo nuevo, en eso por venir. En ellos, la vastedad de nuestras tierras, el oro que no fue sino barro; en nosotros el vacío de la palabra y sobre todo, un vacío ficcional. La literatura en tanto lugar imaginario para dar cuenta de un momento o una realidad, también nació allá, en Europa. Cervantes, en El celoso extremeño, escribía sobre las Indias: “refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas”.
La conquista en la ficción argentina no llegó hasta 1956 con Zama, de Antonio di Benedetto, y luego, en 1983, se publicaría El entenado de Juan José Saer. Ambas novelas se volvieron las dos obras maestras que reconstruirían, desde la ficción, la conquista española del Río de la Plata. En ellas el río es un telón que no está de fondo y en sus aguas flota la dialéctica entre la piedra (oro) y el barro “Lo que construíamos, lo que levantábamos hoy, se derrumbaba mañana”. El río es casi un personaje principal que arrastra las palabras que imperarán en los textos como un terrible presagio de nuestra historia: silencio, vacío, soledad, espera, orfandad y violencia. Estos autores colocan a sus personajes en el lugar del desplazado, no son quienes tienen el poder, ni siquiera tienen la tierra y por ende les falta la identidad “no soy de acá, pero dejé de ser de allá”; “ahí estábamos, por irnos y no”. Cuando el otro, pienso, se vuelve uno mismo. Nosotros.
Y ya que de vacíos se trata, lo llamativo hoy es descubrir que en mi cursada no hubo ni un solo texto escrito por una mujer. Incluso en las crónicas, las mujeres ni siquiera eran protagonistas sino que eran nombradas como una mercancía, fueron el oro que no encontraron. En estas tierras, dirá Schmidl, solo hay mujeres. Y digo vacío porque tomando la palabra, faltó la voz femenina, aunque fuera en la ficción. Curioso, porque existía una novela anterior a El entenado. Apenas dos años antes que Saer publicara su libro, Libertad Demitrópulos había publicado El río de las congojas. ¿Por qué no entró en el programa de aquella cursada? Las conquistas y los descubrimientos siguen hoy, después de más de 500 años. Conquista de la tierra, de la ficción, de la voz femenina dentro del canon. Hoy, El rio de las congojas cierra la trilogía de novelas que dan cuenta de los inicios argentinos.
Continuos, diría Viñas: Buenos Aires, Asunción, Santa Fe. Di Benetto, Demitrópulos, Saer. Zama, El rio de las congojas y El entenado son la fundación literaria de una civilización que nació bajo el determinismo de los otros, de la tierra embarrada por un rio, del silencio de la pampa, de mujeres tomadas en lugar del oro. Sifilización, no civilización, diría también Viñas.