
Por Felicitas Ilarregui
En un barrio muy transitado de Buenos Aires, existe un lugar oculto entre los árboles. Cruzás un pasillo angosto. Casas de principios del siglo XX conviven con edificios nuevos y un parquecito con hamacas. Los mosquitos nos dan la bienvenida. En ese bosque urbano, está la casa de Franco Vaccarini: prolífico autor de cuentos, novelas y poesía. Allí hablamos de su amor por la lectura, sus comienzos, sus caminos como escritor. Una charla muy alentadora para quienes aún no se animan a incursionar en el múltiple y hermoso mundo de la lectura y de la escritura.
– ¿Venís de una familia lectora?
-Vengo de una familia campesina. Teníamos una pequeña biblioteca de literatura popular, libros de historia, diccionarios y atlas. Mi papá, don Marcelo, era lector. No sé de dónde lo heredó, seguramente no del abuelo Juan, su papá, que era un inmigrante que llegó con muchísima humildad de Ancona a principios del siglo XX. Eran seis hermanos, y a mi papá siempre le gustó leer y escribir. De hecho, yo tengo unos seis o siete cuentos de ficción que él escribió en 1940, a los dieciséis o diecisiete años. Nosotros somos ocho hermanos. Mi hermana, María Alicia, es profesora de Letras. Tengo otra hermana, Vilma, que es una lectora ávida. Muchos de los libros que están en esta biblioteca son préstamos de ella. Creo que todo empezó con mi papá. Pero tuve la suerte también de que en la escuelita rural donde estudié nos hacían leer. Me gustaba mucho ir los días de lluvia porque no había una clase normal. Muchos chicos no podían llegar por los caminos de barro, y entonces esos días nos dejaban leer lo que quisiéramos de un placard lleno de libros. Cuentos ilustrados, por ejemplo. Y después podíamos escribir una narración libre.
-¿Los manuscritos de tu papá llegaron a convertirse en libro impreso?
-Empecé a transcribirlos y en un momento tuve la tentación de corregirlos. Ahora, hablando con vos, pienso que tengo que transcribir los cuentos tal como él los escribió. Incluso, hay uno que es el mismo cuento con tres versiones diferentes. Hay un libro mío que se llama El cuaderno blanco de papá que se convirtió en un libro familiar. Me lo publicó una editorial pequeña de Rosario. La mayoría de esos ejemplares los vendí en Lincoln. Se interesaron mucho los parientes y vecinos de mi familia linqueña del Cuartel V de Lincoln porque son cuentos rurales la mayoría. Hablan de cómo se vivía en los setenta en el campo: casas sin luz eléctrica, ranchos en calles de tierra apisonada, algunos mejores mantenidos que otros. Fue el rescate de una época, y lindo para mí sentirme parte de esa tribu, de una suerte de memoria de tiempos idos que representaba. Así que no está abandonado el proyecto de publicar sus textos, pero todavía no pensé la forma. Podría estar dentro de un libro que incluya cuentos míos. Para mí es muy importante el origen de un escritor y el origen de un lector. Es un oficio minoritario el de escritor. No conoce de reglas.A veces me pregunto: “¿Qué hizo que aquel chico campesino no se conformara con ser lector, sino que ya surgió desde los doce años claramente una vocación?”. Y digo la palabra vocación, no gratuitamente, porque es un don, es algo que vos tenés para dar. Si vos no le das lugar a ese don, se convierte en una maldición. Y si vos podés vivir la vida y el camino al que te lleva ese don, se convierte en una bendición. Está en uno.
-¿Recordás con qué libro descubriste que tu vocación era la escritura?
-El libro que me conmovió y me convirtió en un lector fue Crónicas marcianas, de Ray Bradbury, particularmente el capítulo “La tercera expedición”. Después vi en el prólogo de Borges, para la edición en castellano, que fue el capítulo que más lo inquietó. Ahí vi lo igualadora que puede ser la lectura. ¿Qué tenía que ver Borges, un señor erudito, con este adolescente campesino? Evidentemente, hubo algo en la creación de mundos que rozan la ciencia ficción, o que son ciencia ficción, que me llamaba mucho la atención porque tenían que ver poco con mi realidad. Realmente me iba a otros mundos.
Pero también hiciste talleres literarios.
Cuando vine a Buenos Aires en 1983 después de haber terminado el servicio militar, además de conseguir trabajo como auxiliar administrativo en El Club Italiano en Caballito, empiezo un taller de una profesora de letras. Fui tres clases. Me sirvieron para darme cuenta de que era el peor porque todavía escribía poesía con rima. Fue muy fácil crecer porque venía de una base muy baja.Era consciente de que quería ser escritor, pero todavía no tenía las herramientas. Como si quisiera ser médico, pero aún no había ido a la facultad. Así que estaba muy abierto.
-¿Quién era la profesora con la que hiciste ese taller?
No recuerdo su nombre. Había chicos que iban desde mucho antes. Recuerdo que leyeron poemas. Yo no llevé nada, por suerte, para leer. Ahhh, y cuando leyeron esos poemas. Uno era un poema de amor, decía algo así: «Y giramos como pastores en el cielo…». Después, otra leyó un cuento que transcurría entre pasajes y laberintos. Y me dije en ese momento: “Acá tengo que afinar un poco la vara”. Entonces escribí mi primer cuento que se llamó El círculo. Hablaba de una persona que empezaba a trabajar, como yo en el Club Italiano, y su vida se iba convirtiendo en una especie de círculo. Era lo que yo sentía. Trabajar ocho horas por día en un lugar y esperar el viernes. Yo venía del espacio. Primero, del campo; después, de una ciudad chica; después, catorce meses en Puerto Belgrano al lado del mar en una base naval enorme cuando hice el servicio militar. Aunque estaba encerrado, eran espacios enormes. Y de pronto vine a Buenos Aires a meterme en una oficinita ocho horas trabajando. Me acuerdo de una señora muy grande y jorobada a la que acababan de ascender. Le habían dado una oficina chiquitita, casi de su tamaño porque ella era grande, y un empleado a cargo. Estaba muy orgullosa. Era antisemita, lo recuerdo perfectamente. Siempre preocupada porque había italianos que se casaban con judías o a la inversa. O porque un día el presidente del Club Italiano iba a terminar siendo un judío. Entonces yo pensé: «¿Mirá si me convierto en alguien así, jorobado y antisemita?».
También participaste en otros talleres.
Mi hermana María Alicia conocía a José “Pepe” Murillo. Empecé con él ya un poco más avispado, pero muy consciente de lo difícil que era hacer un buen cuento, un buen poema. Era hermoso el clima del taller. Muchos años después, voy a los talleres de Hebe Uhart, en 1996. Yo ya era grande. Con Hebe, aprendí a desdramatizar la idea de ser escritor, a no andar diciéndole a los vecinos “yo soy escritor”, a pensar en el trabajo cotidiano de la escritura, a ser más consciente de la reescritura. Ser escritor es básicamente leer, releer, escribir, reescribir y domar la impaciencia. Hebe era sencilla, se daba muy poca importancia a sí misma. Cuando empecé a escribir para chicos, ella no lo entendía y me decía: «Vos estabas escribiendo cada vez mejor los cuentos para adultos, no escribas tanto para chicos». Después fue modificando ese pensamiento. En una presentación dijo: «Cuando yo era chica, no había escritores que escribieran historias tan lindas como las de Franco», como diciendo que no había una literatura infantil, ni colecciones como las que crecieron en los ochenta y los noventa, ni el fenómeno de editoriales dedicadas exclusivamente a la literatura infantil y juvenil en el 2000. Pero el prejuicio de Hebe no me afectó. Muchos lo tenían, solo que ella tuvo la honestidad de decírmelo. Y yo ya me había dado cuenta de que lo mío iba por ahí. Publiqué tres libros en Libros Del Quirquincho que se vendían a un peso y te pagaban doscientos pesos, que eran doscientos dólares. Era un pago fijo. Después, con editorial Cántaro, pero por la crisis que hubo a fines del 2000 demoraron mucho en salir. Esos libros fueron Ganas de Tener miedo que salió en el 2001 y El hombre que barría la estación, en el 2002.
-¿Qué les aconsejarías a los chicos y chicas que quieren escribir?
-Es un caminito largo. A mí me sirvió escribir desde chico, y a partir de los doce años de un modo metódico casi todos los días. Escribir es un hábito. Cuando más de chico lo formás, mejor. No es natural, hace pocos siglos que escribimos. No quieras hacer un cuento a la primera. Escribí sobre la tormenta que viene, un estado de ánimo, escribí automáticamente. Que tu cuerpo se vaya domesticando. Empezá a jugar. Todavía no corrijas, asentá el hábito. Después viene la reescritura. Hay gente que hizo otros procesos y vos decís: «¿De dónde salió este fenómeno?». Pero en general no funciona así. Ysi te gusta escribir, tenés que leer. Eso te quita la ingenuidad de creer que sos original porque escribiste tu primer poema. Una vez un compañero de oficina me dijo: “Che, escribí un poema reoriginal”. ¿Original en relación a qué si solo leíste libros de contabilidad? Con todo lo piadoso que podía ser, lo leí. Pero ¿por qué decimos que algo es original? Hay un ejemplo increíble con esto. A mí me encanta el tenis. Vilas era un maestro y un estudioso del tenis. Pero también le gustaba escribir y decía: «No leo para que nadie me influencie». Y escribió Cosecha de cuatro. Un desastre. Con Spinetta se amaban y él le hizo el prólogo. Pero qué loco, Vilas sabía que para ser tenista debía copiar lo bueno de otros, o sea estudiarlos, pero para escribir poemas, no. Un poeta va a su universidad de poeta, no convencional. Y un escritor de narrativa, también.