Santiago Llach es poeta. Colabora en diversos medios de periodismo cultural. Como dice en uno de sus libros, fundó “una editorial y media”. En 2021, creó la Escuela de Escritura que ofrece talleres para niños, jóvenes y adultos de manera virtual y presencial. El proyecto fue creciendo, había que ponerle nombre. De una reunión en Chascomús, surgió el nombre Chasco Club. Aunque la palabra puede tener una connotación negativa, ganó la sonoridad y la asociación libre. Y le va muy bien. Además, organiza viajes literarios. Hablamos de su vínculo con las instituciones, el oficio de editor, lo emocional y fragmentario en la poseía (y más). Padres y maestros son sus poemas reunidos (nuevos y no tanto) que se publicaron recientemente.

Por Felicitas Ilarregui
¿Venís de una familia lectora?
—Sí, mis padres ambos muy lectores. Mi madre era lectora voraz de grandes novelas que, si bien iba a talleres, decía que leía y se olvidaba. Pero la escena de ella leyendo a Tolstoi en los veranos la tengo muy presente. Yo digo que quise que me mirara a mí, no tanto los libros; así que, si escribía un libro, capaz que me miraba. Y mi papá, casi todo lo contrario. Acaba de morir y yo creo que, en sus últimos sesenta años de vida, o sea, desde los veinte, no sé si habrá leído alguna novela, pero era economista; ambos eran, además, sociólogos. Y bueno, muy lector de economía, sociología, historia, así que eran dos vertientes muy claras.
Vos pasaste por la carrera de Letras (UBA) y también pasaste por Sociales en Quilmes.
—Exacto, sí. Pasé y abandoné.
¿Vuelo rasante?
—No. Se puede decir que en Puan era el típico estudiante crónico, de esos que “con la nuestra están veinte años estudiando”. Le hice gastar mucho dinero al Estado cursando materias y materias, y rindiendo o no rindiendo. De hecho, mi último intento fue el año pasado. Imaginate, empecé en 1990; así que durante treinta y cinco años pasé por las aulas de Puan (Facultad de Filosofía y Letras, UBA). Igual el grueso de materias, quince o dieciséis, lo hice hasta el 93, 94.
¿Qué recuerdos conservás de esa época?
—Bueno, son los recuerdos de la juventud, así que siempre son dorados. Para mí primero fue un shock muy grande porque venía de un colegio católico de San Isidro, y era el parque de diversiones Puan. También, al mismo tiempo, me sentía sapo de otro pozo. Pero bueno, después vi que me sentía así en el colegio católico. Hoy me acordaba de que pensé en ir a la UCA. Tenía la presión de un filósofo que estaba en mi colegio; y, de hecho, fui a unas clases de Filosofía de oyente de un tipo que se llamaba Emilio Komar. En Puan era un joven muy tímido, pero observaba cuidadosamente, con rencor y admiración, todo. No entendía nada, me fascinaba. Después algunos fueron mis amigos. Tuve a Daniel Link que fue editor de Radar Libros y que es donde yo empecé a colaborar con reseñas. Gabriela Bejerman, Cecilia Pavón, Marina Mariasch, que yo las conocía de vista de la facultad, y después las edité o me editaron o las leí, sobre todo. Fue una base de gente que conocí después. En el “durante” era una especie de fantasma que no hablaba con nadie.
¿Terminaste la otra carrera?
—Nada terminé. No tengo título universitario. Lo perseguí durante muchos años, como una especie de mandato, pero supongo que soy un poco masoquista. Me gustaba esa cosa entre beatnik, llamémosla, o punk. Intento terminarlo, pero no funciono en las instituciones formales, nunca funcioné. No es un orgullo, ¿viste? Muy neurótico, me la hice muy complicada. Entonces, como dice Marina en la contratapa de Padres y maestros: “Sí pero no”. Yo siempre fui muy “sí pero no”.
Igual tuviste tus “sí”; por ejemplo, con la editorial Siesta.
—La editorial la fundó Marina (Mariasch). Ella iba a un taller con Delfina Muschietti, poeta, también profesora de la facultad. Yo a Delfina me acerqué una vez para mostrarle mis poemas. Ella coordinaba un ciclo que se llamaba La Voz del Erizo donde leíamos a invitadas poetas jóvenes o no tan jóvenes. Delfina me dijo que había una chica que estaba empezando una editorial. Así que la llamé a la chica, época de teléfono fijo todavía. Marina tendría 24 años, yo 25… niños… Le llevé mis textos. Unos meses antes de que saliera, fuimos al cine… Terminó siendo la madre de mis hijos. Y bueno, además de la relación de pareja, fue un gran aprendizaje. Después, me decían que yo me había metido en un mundo de mujeres. Me acuerdo de que, en una comida de poetas, Fabián Casas, que siempre es un provocador, dijo: “Siesta es un matriarcado” porque eran todas chicas y yo era medio objetado, me parece. Después cambió el plan. Un poco porque yo me metí fuerte ahí. Pero bueno, fue un aprendizaje editar porque toda la parte material, del papel, del armado entonces era PageMaker. Aprendí a armar libros, llevarlos a la distribución. Era todo hipercasero. Caer con la caja a Norte, transpirado, a ver si te aceptaban el libro. Todo ese aprendizaje que tenía alguna pretensión comercial, pero obviamente fallida, fue lindo porque es el detrás de escena de todos los oficios del arte de la escritura y la edición, que son un montón de oficios distintos. Mucha gente participa y eso fue muy educativo para mí.
El catálogo de Siesta tenía estéticas poéticas muy distintas, pero era muy homogéneo en la materialidad, cosa muy notable en las tapas que eran todas iguales ¿Cómo se decidió ese contraste?
—Me parece que, cuando uno funda una editorial, a veces puede haber una idea muy precisa. Pero los planes suelen fallar y las ideas precisas también. Es entrar en un diálogo a ver qué pasa. Yo entré como autor y terminé siendo editor. Fue un diálogo entre Marina y yo, sobre todo. Pero también estaban Anahí Mallol, Carolina Cazes… Se fue dando naturalmente, fruto del diálogo y la aventura de empezar una editorial de cierta diversidad. No nos interesaba determinada poética. De hecho, había, como era percibido en ese momento, una generación antilírica; una cosa más macho, rudo, callejero; y otra más pop donde podía caber Marina, Bejerman o Pavón. Pero en el medio metíamos cosas de más bajo tono, como hubiera sido la poesía Battilana o Martín Rodríguez, que era una lírica más politizada, pero más blanda, si querés. O algunas cosas de Osvaldo Bossi, Walter Cassara, que tenían resonancias con la literatura clásica. Cassara publicó un libro medio “catuliano”. Bossi, un libro que trabajaba con Hamlet, si mal no recuerdo. Se fue dando naturalmente esa pluralidad. No era programático, tampoco declarativo.
¿Cómo surgió la idea de que personas “ligadas tangencialmente a la literatura” fundaran Garrincha?
—Ahí ya empezó esto que eran mis talleres. El primero lo di con Marina en Belleza y Felicidad en el 98, 99, 2000. También en el Rojas, pero bueno, de a poquito. En 2006, 2008, empecé a dar más talleres, que eran muy “bucowskianos”, un caos.
¿En qué aspecto?
—En todos los aspectos: alcohol y otro tipo de sustancias. Pero Garrincha vino poco después. Ahí sí ya daba varios talleres. Y siempre esta inquietud: ¿qué se hace en términos económicos con esa gran demanda de publicación? Porque siempre hay una especie de ambigüedad en la literatura, más aún en la poesía. Es un mercado, por así decirlo, con mucha oferta y poca demanda en algún sentido. Pero si uno ve la historia de la literatura, también es la historia de los narcisismos que se las arreglan para darse a conocer. Balzac y Proust pagaron su primera edición; Borges, o el papá de Borges, pagó su primera edición. Nombres gigantes. El consuelo de nosotros los enanos es que esos gigantes también se pagaron la edición. Y siempre hay algo de la literatura que es mirado con un poco de temor, como “yo no hago literatura, vengo de otro lado”. Pero ese venir de otro lado es interesante porque la gente en los talleres trae un material nuevo a la literatura: una zona, un barrio, un laburo o un mundo que no han sido narrados o bastante vírgenes. Estaba María Bernardello, de Adrogué; tenía unos cuentos del sur, medio rock and roll, desastre y novela de aprendizaje. Rulo Manigot, cantante de la banda de Ella Es Tan Cargosa, también rock de la zona oeste, de Castelar. Y estaba Tomás de Vedia, todavía jugaba al rugby, creo; había sido Puma, jugador profesional en Inglaterra y cayó al mundo literario, no sé cómo, de zona norte. Yo veía en los tres un talento también tangencial, fresco, nuevo, cero literario si querés, y les dije: “Tienen cuatro opciones: ir por la puerta grande, pero es muy difícil que una editorial grande publique un inédito; buscar las editoriales medianas; pagarte una edición o armar algo, que había sido mi experiencia en Siesta. Yo dije: “Soy un árbitro. A ver, juntémonos. Voy a llamar a todos los que yo sé que tienen un libro en veremos”. Nos reunimos en un boliche infecto en la calle Sáenz Peña, ahí a la vuelta del Congreso (de La Nación); las cucarachas te abrían la puerta. Bueno, esa era la época bucowskiana. Creo que éramos veinticinco. Todos ebrios un martes a la noche, era una cosa… Esto era en 2010, ponele. Y bueno, todos a los gritos, cada loco con su tema; se decidió un esquema económico. Era una especie de club. Ahí le pusimos Garrincha al club y siempre me quedó lo del club, como ahora, por ejemplo, con Chasco Club. Y, en aquel momento, el club como un lugar donde cada socio pagaba una cuota y se sostenía. La idea siempre fue publicar un libro de un miembro y algo de afuera para convertirlo en algo interesante que no solo sea “yo publico mi propio libro”, que siempre es un gran dilema. Pasa también en el Mundial de Escritura, que la gente quiere “yo, yo, yo, quiero ganar yo”. ¿No es mucho más astuto, para empezar, ver cómo hago para que gane mi equipo, del que yo soy parte, con un texto de otro? Bueno, y el aprendizaje que fue para mí descubrir otros roles, que es un poco lo que digo en el prefacio de Padres y Maestros. El de editor que lo descubrí en Siesta, que es el que está atrás. Siempre tuve un rollo con mi propia obra: medio la escondía, medio la mostraba, medio provocaba y buscaba la atención; medio me arrepentía y escribía unos poemas herméticos que no leía nadie. En Garrincha era: “A ver, seamos editores, busquemos cosas interesantes”. Entonces, fue la dinámica social siempre. Pero el grupo de veinticinco personas fue cuajando, quedaron doce o trece. Después terminó. La verdad es que podría haber seguido.
¿Por qué no siguieron?
—Requería mucho laburo de alguien, ¿viste? Y ese alguien terminaba siendo yo por virtud y por defecto. Era el que algo tenía de conocimiento y experiencia, porque había laburado en editorial Siesta, en Planeta. En un momento, hizo sus primeras armas Ceci Fanti. Ahora es una próspera empresaria librera. La verdad es que publicamos algunos libros que llamaron la atención. Por ejemplo, la antología Cómo ganarle el mundial a Brasil, que fue increíble porque la imagen es de una especie de Neymar. La tapa la diseñó Gabi Goldberg, cuñada mía. Esa imagen fue una profecía porque hay una foto idéntica de Neymar en el mundial de Brasil unos meses después, cuando pierden con Alemania la semifinal 7 a 1. Faltó el gol de Palacio y era la profecía perfecta. Metimos otros libros de Iván Noble y Washington Cucurto para leer en anverso y reverso. Publicamos primero el de María Bernardello y Tomás de Vedia: el sur y el norte del conurbano. Después uno de Hugo Sánchez, que era parte de Garrincha. Él estuvo en Malvinas y es poeta. Y buscamos un poeta inglés que hubiera estado también; no sé si a Hugo le gustó mucho, pero fue una muy linda idea.
¿Por qué el nombre Garrincha?
—Yo estaba todavía en esto que podemos llamar mi etapa bucowskiana de romantización del perdedor. Y Garrincha era eso. Hay algo en los extremos derechos: Houseman, Garrincha, en algún punto el burrito Ortega. Todos ebrios, todos locos, pero de un talento impresionante. Como una especie de genios románticos, digamos. Después se ve que me quedó la “ch”, como pasó con Chasco Club, por ejemplo.
La palabra chasco tiene una connotación negativa.
—Algunos me lo han criticado. Ahora estoy en la etapa más seria mía, ponele, que a mí no me gusta mucho, hasta más aburrida, a veces.
¿Por qué?
—Porque soy más grande, soy un señor, qué se yo…
Porque dejó de ser bucowskiana…
—Y sí, era más divertido. Mi corazón punk sigue ahí. Yo nunca pude estar en instituciones. No es una virtud.
Tampoco es un defecto.
—Bueno, pero hay demasiada mística de la desobediencia. A mí ser obediente, ser correcto, no me parece tan mal.
Pero ¿no hay también una mística de la obediencia?
—Bueno, ese el equilibrio de la literatura: ruptura y tradición. Siempre está esa tensión entre la literatura y, si querés, redención, porque tradición es una palabra muy pesada. Por ejemplo, la literatura, ¿hace mal o hace bien? Porque está el profesor, el maestro, el ministro, el educador que tiene que decir: “La literatura hace bien”, ¿no? Pero los poetas o los escritores, por lo general, son gente que merodea el mal, que quieren hacer mal. Baudelaire era un estúpido, Dostoievski era un estúpido, Kafka era un estúpido. Crecé, madurá. La literatura es coquetear con lo inmaduro.
De hecho, vos lo hacés. En tu poética coqueteás con lo inmaduro permanentemente. ¿No puede ser una manera de madurar también?
—Y es la manera, sí. Hay unas largas páginas de En busca del tiempo perdido en las que Elstir, que es una especie de Monet, le habla al narrador sobre el aprendizaje. Básicamente, en cincuenta párrafos dice: “Y… tenés que chocarte contra la pared. Nadie va a librarte de eso. Puedo decirte todo sobre el aprendizaje en la vida y en el arte, pero no hay otra que dársela duro en la pera”.
También jugás con las palabras. En Padres y maestros, un ejemplo es “Querida Tía Agonía” en la que podemos descubrir muchas derivaciones de “tía” y de “agonía”.
—Sí, y te tiene que acercar la perturbación. En esta época, tan de Instagram, a mí me cuesta un poquito porque la literatura es una experiencia desoladora. Por eso a mí me llama la atención cuando algunas personas me dicen: “No, esa lectura me parece muy terrible”. Y bueno, leer es enfrentarte a lo terrible. También puede tener un tratamiento humorístico o trágico, pero la vida literaria es esa cosa medio border, digamos.
Cuando te dicen algo así, ¿les preguntás por qué?
—Porque los temas les duelen. Porque alguna persona tuvo un familiar que murió de cáncer y no quiere leer nada sobre eso. Yo no soy así, soy todo lo contrario. Por ahí medio enfermo… Pero bueno, sí, hay que tener un poco de autocuidado, está bien. Desde el punto de vista del lector, lo entiendo. Pero cuando mirás los mecanismos de los escritores, y, bueno, son lanzarse a la pileta del dolor, la frustración y la enfermedad; bordean el coquetear con la muerte.
Las redes potencian una necesidad de “estar feliz” y “ponerle onda”.
—Los algoritmos adocenan un poco y esa es otra parte. Porque yo también abandoné mi etapa bucowskiana, ya tenía cuarenta años. La vida requiere madurar, civilizarse. Si mirás a Borges, era un enfermo mental: se agarraba a piñas físicas y literarias. Después le dio cringe (vergüenza): omitió sus tres libros de ensayos de los años veinte para convertirse en alguien más presentable. Es un desafío ser civilizado y divertido. Lo mío ha sido el material emocional. A veces pienso en mi padre. Yo admiro a la gente que tiene un objeto de interés que no es sí mismo. Esto que a veces se critica de la mal llamada “literatura del yo”: ¿qué me interesa si desayunaste una manzana o una tostada? Pero bueno, a mí me ha tocado eso. Quizás algo muy de la época. Me ha interesado todo lo que surge en los años sesenta, toda esa revuelta que termina siendo bastante capitalista o individualista; disciplinas como el psicoanálisis o el rock que para mí son fundantes. Hay un interés en el mundo de las emociones, ese ha sido mi mundo.
En el poema “Padres y maestros” decís que muchos autores creían que el estilo es “una música en lo más profundo de tu yo” ¿Encontraste esa música o la seguís buscando?
—Mi voz en particular es una voz neurótica, hamletiana llamémosla. Marina lo dice muy bien: “Sí, pero no”. Hay algo dubitativo. Hay algo arborescente que se va de tema, pero de repente termina encontrando la manera de disparar. Si bien, como sugiero en el prólogo, veo de quien me copié, pero bueno, ¿quién no se copia? Y en la vida misma: uno imita al padre y a la madre para aprender a hablar. El aprendizaje vital es, en resumen, ponértela en la pera y encontrar dentro del conjunto de las otras voces la propia.
En uno de tus poemas, surge el término “epigonal”. En definitiva, algo que se da en todos los escritores.
—Hasta el último instante, el título de mi libro era El epígono. Al editor, Sergio Criscolo, no le convencía mucho porque era un poco hermético, no se entendía. Entregué la versión final poquitos días después de que muriera mi padre. Yo estaba en Sicilia con mi grupo de viaje literario. Mi padre murió el 21 de abril. Me enteré en Corleone de su muerte. Había vuelto a verlo y me pude despedir. Cinco días después de que me fui, murió. Fue un momento muy intenso y muy intuitivo. Marina me dijo que no estaba “Padres y maestros” y agregué unos últimos poemas dedicados a él. Y ahí me parece que todo hizo bastante eco al poner la palabra “padre” en el libro. Hay algo que se resolvió en mí, en relación a la poesía.
¿Qué es lo que se resolvió?
—Se puede decir que me reconcilié con mi voz y con la poesía. Leerse a sí mismo es una experiencia difícil. Marina en eso tuvo el rol importante de “dejate de boludeces”. Yo el entierro de mi padre lo vi por videollamada. Lo dudé mucho porque somos cuatro hermanos. Mi otro hermano, Fede, vive en Estados Unidos; vino a despedirse y se tuvo que ir antes. Un amigo de él se metió en el tema. Aparte era algo entre gracioso y heroico porque, imaginate, estaba filmando. Es medio molesto alguien filmando un entierro, pero lo estaba haciendo para dos de los hijos. Y lo vi en bus en la parte de atrás, mientras el grupo de viaje estaba ahí. Era una movilización interna y externa muy grande. Fue maravilloso, en un sentido, tener a la poesía de aliada.