María Rosa Lojo es escritora de novela histórica, poeta, ensayista e investigadora. Conversamos sobre su vida atravesada por la literatura, la importancia de corregir, la realidad, la ficción, sus días en Ucrania y los tiempos de espera en la escritura. Su última obra publicada (pero no la última escrita) es Cuerpos resplandecientes. Santos populares argentinos. Maradona es uno de los personajes que integra esta obra.
Por Felicitas Ilarregui
¿Venís de una familia lectora?
-Por parte de mi mamá. Había tenido una pequeña librería en Madrid. Tuvo que cerrarla en la posguerra civil española, que fue muy dura económica, intelectualmente, en todos los sentidos. También tuve un tío artista de variedades, viajero. Me legó una biblioteca nada convencional para una niña: un armario con puertas y cortinitas donde había libros como Sandokán y todas sus aventuras, Tarzán, Julio Verne, Alejandro Dumas. La primera y novela histórica que leí, y me encantó, fue Los tres mosqueteros. Mamá trajo de España libros de Rabindranath Tagore traducidos por Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí. Cuando empecé a trabajar sobre Victoria Ocampo, ahí estaban esas obras. Los libros de mi tío me abrieron el mundo de la aventura y de los viajes. Los de mamá también, pero eran viajes más sofisticados o más intelectuales. Así empezó mi vocación por leer.
¿Y tu papá?
-Se ganó la vida en Buenos Aires poniendo un taller para reparaciones de autos. Trabajó con autos de carreras. Sabía hacer muchas cosas, también narrar. Sus relatos fueron los que más me cautivaron en lo afectivo: su infancia en Galicia, la historia familiar, el mundo semilegendario. Eso quedó en libros míos, como Árbol de familia. Siempre deseé conocer el lugar donde habían existido esos seres y el castaño mítico. Digo “mítico” porque mi papá lo presentaba como un árbol monstruoso. Después supe que podían existir esos árboles. En la traducción italiana de Árbol de familia, la profesora que la dirigía, Rosa María Grillo, seleccionó una ilustración de un castaño enorme, en cuyo tronco aparecía enmarcada una casita. Así imaginaba yo al castaño que se había talado para hacer los muebles de la familia.
Dentro del cruce géneros que se da en tu obra, ¿sos de corregir mucho?
-Sí. Una de las cosas que hago es escribir en la sección “Pasiones Argentinas”, que son las contratapas de Clarín. Son textos cortitos. Puedo escribir sobre lo que quiera, pero con la restricción del espacio. Los trabajo como si fueran poéticos y corrijo muchísimo. Soy muy estricta con la música de los textos, con las repeticiones innecesarias. El trabajo de estilo y la mejor expresión posible me obsesionan. Desde ya, no hay corrección infinita, no es recomendable; en algún momento hay que dejarla. Una de las cosas de mayor envergadura que hice ha sido la edición crítica, que es la mejor edición posible de un libro que se decide publicar por su valor intrínseco, porque es un clásico, un documento interesante para la historia de la literatura u obras que merecen salir del olvido. Con mi equipo rescatamos un inédito de Lucio Victorio Mansilla de su primer viaje a Oriente y la obra de Eduarda Mansilla. Eso requiere depuración de erratas, estudio. En el caso de autores del siglo XIX, aunque no haya tanta distancia temporal, es otra manera de escribir: con palabras en desuso y una sintaxis que no es la de hoy. Ahí sí casi se busca la infinita corrección, pero en algún momento también hay que dejarla. Es muy fina la percepción que se adquiere al trabajar de manera tan minuciosa sobre textos ajenos y propios. Así que soy editora crítica de mi misma, aunque eso es muy complejo porque necesitamos a otros u otras que nos lean. Leerse a uno mismo es una tarea dificultosa porque nunca vamos a tener la distancia que tiene otra persona. Por eso son tan necesarios los buenos editores en las editoriales: ven aquello que el escritor del libro no ve.
¿Cómo manejas el contrapunto entre realidad y ficción para la novela histórica?
-Viviendo. Nuestra vida es eso: un contrapunto entre realidad y ficción. Estamos atravesados por nuestros sueños, fantasías, miedos, cosas que todavía no son, cosas que ya no son, por el futuro y por el pasado. Basta con tener la sensibilidad para percibir de qué va la vida para crear buenos personajes. La literatura exige eso: jugar al límite de lo que se puede explorar.
Borges decía que “un texto no es definitivo sino por religión o por cansancio”. ¿Para vos cuándo es definitivo?
-Hay muchas variables. Por ejemplo, cuando se firma un contrato con una editorial. A mí me han tenido paciencia. No soy una autora hipercomercial. Saben que voy a demorar un tiempo en entregar un libro. Sé que hay lectores que lo esperan; a veces me reclaman por haber tardado. Pero bueno, se tarda lo que se puede, lo que es necesario. De todas maneras, uno no cuenta con un tiempo indefinido. Ya sea un libro académico o de ficción, en algún momento hay que entregarlo. El contrato no se puede estirar para siempre. Hacia el final, me suelen dar verdaderos ataques de cansancio. Por eso a mis finales sí o sí los tengo que revisar. Además, tengo mis “tiempos de cocción de una obra”; y hay que dejarla reposar. Cada libro es único, cada propuesta es diferente. No es una producción mecánica, es creativa. Muchas veces, lo que estamos desarrollando nos lleva a lugares inesperados. Hay textos más difíciles que otros. Por ejemplo, en Cuerpos resplandecientes, hay un cuento nuevo: “Un milagro que no se acaba nunca”. Es sobre Maradona. Lo tuve que escribir, al menos, tres veces. No encontraba la manera de abordar el personaje. Es una figura que tiene las características de un santo popular y las de un dios; como un superhéroe.
¿Y cómo encontraste la manera de aglutinar a Maradona, que ante todo fue un hombre, con las características de un santo popular, pero elevado a la categoría de Dios?
-Esa es una de las paradojas. Es un hombre que viene de las clases menos favorecidas. Debe luchar mucho para para superar esa condición menos favorable. Nunca abjura de sus orígenes. Manifiesta cercanía con el entorno del cual salió. Tenía chispa para inventar metáforas y expresiones que han quedado en nuestro lenguaje cotidiano: “Se le escapó la tortuga”, “Le tomó la leche al gato”. Y pasó por pruebas y sufrimientos. Lo que no tienen los santos populares, muchas veces, es esa moral ejemplar y virtud heroica que reclama la Iglesia católica para canonizarlos, pero la gente ya los conoce porque tienen fama de milagrosos. Ahora, ¿cualquiera puede ser canonizado? No, porque la Iglesia tiene sus requisitos. Pero pueden ser venerados igual por el pueblo. Ahí viene el valor del sufrimiento como purificación. Todo personaje que tenga esas características y que haya pasado por pruebas, sufrimientos, por el calvario, para utilizar el proceso por el cual pasó Jesús mismo, ya tiene de alguna forma eximido ese requisito. Sufrió, la pasó mal. “Me equivoqué y pagué. Lástima a nadie”, diríamos a la manera maradoniana.
¿Cómo resolviste narrativamente el relato?
-Con el desdoblamiento. En una escena del cuento, se reconstruye un episodio de su vida. Lo invitan a Oxford a recibir el diploma de Maestro inspirador de soñadores gestionado por un becario argentino, Esteban Cichello. Él también había surgido de la más absoluta precariedad, incluso peor. Lo había conocido cuando trabajaba como botones en un hotel donde Maradona y su equipo paraban. Siempre fue su norte: alguien que había venido de lugares similares y que, sin embargo, había cumplido sus sueños. Para él era un maestro inspirador de sueños y consiguió que en Oxford una asociación estudiantil le diera ese diploma. En el libro están los datos. Maradona dio una disertación muy inspiradora. Define al futbolista como un artista y queda en la historia por haber logrado, en cierto modo, que el fútbol fuera considerado una de las bellas artes. Y según una feminista, Florencia Angilleta, por haber logrado que los más machos llorasen de emoción. Entonces hay una escritora que tiene que tiene que hacer un artículo sobre Maradona. Por medios que no voy a revelar, logra trasladarse a donde él da la conferencia de Oxford. Le pregunta cómo hace lo que hace, qué clase de conexión sobrenatural tiene que le permite hacer esos prodigios. Él le dice que no los hace, que es Maradona el que la tiene. Ella insiste: «¿Pero cómo Maradona?, ¿me hablás en tercera persona de vos mismo?». Él le responde: «Yo fui en realidad, el precio de Maradona. Un canal para que Maradona hiciera lo que tenía que hacer». Y ahí enlazo con el epígrafe de Borges, el de “Borges y yo”, de El hacedor: “Yo me dejo vivir para que Borges pueda tramar su literatura”. Se parece a lo que le dice este futbolista que ama el fútbol, que en algún momento recibe esa iluminación de un plano superior, pero no se identifica con ese plano. Es un hombre mortal, falible, lleno de problemas y defectos. Se lo dice a la escritora: “El peso que tuve sobre mí toda mi vida, fue abrumador. Todos esperaban todo de mí. Yo dejaba la vida en la cancha para que Maradona pudiera hacer su juego y a veces no lo soporté”.
¿En qué consistió la convocatoria del Centro PEN (Poetas, Ensayistas y Narradores) a Ucrania?
-Fue inesperado. A principio de año, desde PEN Argentina, del cual soy socia, me llegó a través de Gabriel Seisdedos, la noticia de que a PEN Ucrania le interesaba que escritores argentinos fueran allá. Proponían un recital poético. No supimos si se iba a hacer el viaje o no hasta última hora por las circunstancias que Ucrania sigue atravesando. Ahí ya se diluyó la cuestión del recital. Hasta pocos días antes de ir, no sabía exactamente qué teníamos que hacer. Todo se armó, se desarmó, y se volvió a armar. En principio, íbamos a ir de la Argentina, como poetas, con Claudia Ferradas. Después apareció otro flanco de invitados: los periodistas Hinde Pomeraniec, Alejo Sanchez Piccat y James Gatica Matheson; y un profesor de Derecho Internacional y Derechos Humanos, Ignacio de Casas. Nos fuimos el 21 de junio y volvimos el 30. El viaje de ida y vuelta fue de 60 horas entre diferentes medios de transporte y escalas porque no se puede entrar a Ucrania por espacio aéreo. El tramo desde Helm hasta Kyiv, fue en un tren muy austero, en un camarote con lo básico para tirarse y dormir. Compartías con desconocidos. A mí me tocó con una mamá y una nena que eran ucranianas y volvían a su casa. Los hombres en edad de hacerlo están comprometidos con la defensa nacional. Entonces el marido de ella no podía dejar Ucrania. Así que salieron unos días esta señora y su hija. Una condición sine qua non era poder comunicarse en inglés. Ninguno de los que fuimos allá sabía ucraniano ni ruso, aunque el ruso en este momento no es una lengua bienvenida, pese a que mucha gente la habla y es de cultura rusa.
La experiencia cumbre para mí fue en una escuela del pueblo rural de Yahidne. Habían metido a 360 personas en un sótano supuestamente para protegerlos, pero en realidad estaban como rehenes. Tenían que hacer sus necesidades en un balde. Una frase tremenda, que escuchamos de nuestro guía, era la de cuando pedían papel para limpiarse. Les decían que usaran los libros que estaban escritos en ucraniano. Murieron once personas.
Todo está en mis notas. Publiqué dos hace poco: una en “Clarín Cultura” y otra más extensa en la Revista Ñ.
Hubo una explosión cerca de donde residieron.
-Sí, en un hospital pediátrico. Así como nosotros tenemos en el celular la aplicación del Gobierno de la Ciudad o Mi Argentina, ellos llevan una aplicación de alarmas que les indica dónde están atacando, qué posibilidades tiene el ataque de llegar a donde ellos están, qué alcance; si amerita ir al refugio antimisiles o antibombas o no.
Hebe Uhart hablaba de no escribir bajo el imperio de las emociones fuertes, sino a media rienda ¿En algún momento tuviste que parar para no hacerlo bajo esas emociones?
-Me pasó el año pasado. Murió mi único hermano que tuvo problemas mentales desde siempre. Empecé a escribir sobre él y lo tuve que dejar. No podía hacerlo en pleno duelo, después de una relación muy complicada de toda mi vida. No sé si lo voy a retomar. Se necesita cierta distancia, más aún para hechos traumáticos. Otro caso es el de la novela Todos éramos hijos que fue publicada en 2014. Se remonta a los 70, en mi adolescencia, pero previo las desapariciones y muertes de compañeros y compañeras que después fueron militantes políticos. La historia transcurre en dos colegios que compartían las ideas de la teología de la liberación y participaban de ese mundo del Concilio Vaticano II. Pude escribirlo cuando tuve una distancia suficiente. Antes no pude.