
Por Natalia Neo Poblet
A partir de las lecturas que hice en los últimos meses insiste en mi la pregunta por el estrago materno. La semana pasada leí A través del bosque (Alfaguara, 2023), la última novela que publicó la escritora argentina Laura Alcoba en la que revive un caso real. Griselda, la protagonista de la historia, junto a su pareja Claudio, se exilian a Francia. Allí trabajan y viven en un colegio haciendo tareas de mantenimiento. Tienen tres hijos, dos varones y una mujer. Una mañana Griselda lo busca a Claudio, en una de las aulas donde estaba pintando, para avisarle que no se siente bien. Él no le da importancia a ese pedido y continua concentrado en su tarea. En el transcurso de la mañana, Claudio ingresa a su vivienda y encuentra a Griselda tirada en el piso junto a sus dos hijos varones muertos sobre el sofá. Los tres estaban mojados. Cuando se anima a mirar un poco más allá de la escena ve que la bañadera estaba llena de agua y el piso empapado. Esa mañana la hija mayor estaba en el colegio. Griselda intento retirarla, pero la maestra al ver su desencajada cara decidió no entregársela. Esa niña se salvó.
Después de leer esa novela me quede pensando en Griselda, en Claudio, en esa hija, en la maternidad y en la locura. ¿Qué hace que una madre pueda cometer un acto de infanticidio?, ¿de qué se trata ese salvajismo materno?
A la vez, en esos días llegó a mis manos la primera novela que escribió Mauro Ignatti, La potentada (Editorial Enero, 2025). El autor narra la voz de una madre que vive con su hija adolescente y un poco tonta en un barrio carenciado de la provincia de Buenos Aires. Esta madre quiere que su hija se ponga de novia con el dueño del almacén del barrio creyendo que de esa manera va a salvarse de la pobreza en la que están hace años. Una madre que es capaz de entregar a su hija, a cualquier precio, con tal de lograr su objetivo.
Esa historia me llevo a recordar el libro Un dique contra el Pacifico (Tusquets, 2015) de Marguerite Duras en el que ella escribe su propia historia en la Indochina francesa y en el que cuenta cómo su madre insistió en que se case con un hombre rico para poder construir un dique que proteja la casa de las inundaciones del Pacífico y de ese modo lograr salir de las deudas.
Ambas madres, tanto la de Duras como la de Olga, entregan a sus hijas menores de edad como un objeto de deseo para un otro, con el fin de salvarse. Ese ofrecimiento se debe a la imposibilidad de esas madres de admitir la separación con sus hijas. Como si sus hijas fueran parte de ellas y solo quedan liberadas cuando esas madres consideren que hayan pagado por esa diferencia. Madres estragantes que manipulan a sus hijas para que terminen cumpliendo el deseo de ellas. Esas maniobras muestran cómo esas hijas son quienes las completan a ellas y arrasan son la subjetividad de sus hijas. Las pierden de vista porque el fin pasa a ser el de ‘salvarse ellas’.
Sobrevuela en mi la idea de que hay madres que sacrifican su vida por un hijo, del mismo modo que arrebatan la infancia. La niñez no está garantizada, no existe per se, sino que es una madre quien debe alojar a ese niño y darle un lugar para considerarlo como un otro al que se lo debe cuidar, alimentar y mimar para que ese amor le dé a ese hijo que es un otro, la potencia de vida. Si esa separación no opera, algo sucede por lo bajo. Como sucede en ese pacto ‘de entrega’, donde queda implícita la dificultad que tienen esas madres en poder soportar la separación con su hija.
Hay un arrasamiento en la constitución subjetiva de esas hijas. Un goce materno y un deseo estragante y devorador. Madres que no logran separarse de sus hijas por creer que son una extensión de ellas. En ese vínculo simbiótico no hay uno y otro. No llega a armarse la otredad. Madres que piensan solo en ellas, aunque a la vez le hacen sentir a sus hijas que lo que quieren lograr es para el bien de ellas. En esa maniobra lo que queda oculto es que el único “beneficio” es para esas madres.
La filósofa y psicoanalista francesa Anne Dufourmantelle en su libro Maternidad salvaje (Nocturna, 2024) arranca con la siguiente frase: “toda madre es salvaje” y sigue así: “Se dice salvaje de aquello que jamás puede ser dominado, de lo que se separa de todo lenguaje, de lo que queda afuera, incapturable. Del que solo quedan visibles actos súbitos, desgarraduras que se parecen a hastíos, hundimientos silenciosos”.
Olga, la hija medio tonta de Elvira, está obsesionada con su primo Jorge, con quien tiene una relación incestuosa. La madre lo sabe y todo el tiempo le dice que la corte y que no siga. No tanto porque es su primo sino más que nada porque lo detesta y no lo puede ni ver. El incesto da cuenta que no se instituyó ninguna ley, que no se fundó el campo de la prohibición, tampoco para esas madres. En esa entrega queda sacrificada la pubertad, ese resto de infancia antes de la adultez.
Donde no hay diferencia, tampoco hay separación. Solo queda la barbarie como intentos fallidos de hacer nacer la diferencia de que el otro no es uno. El armado de la otredad es una construcción, no está dada de antemano ni esta garantizada.
Solo advenimos al mundo si somos llamados por esa voz materna que nos promete protegernos del miedo al abandono y a la soledad. Cuando los hijos no colman el vacío de la madre es porque ellas saben que sus hijos quieren, desean y buscan cosas diferentes. Una madre tiene que ser capaz de soportar esa separación. En caso que no pueda hacerlo, va a hacer todo lo posible para que su hijo/a quede enredado a ella.



