Loyds escribe novelas, guiones, poesía y da talleres de escritura creativa. Además, es curador de la Semana Negra en Buenos Aires que se realizará del 30/09 al 4/10. Aunque se llama Jorge como su padre y su abuelo, todos lo llaman Loyds (hasta sus hijas) porque de niño actuó en la publicidad televisiva de un banco muy importante en los 80. Conversamos sobre sus primeras lecturas, la experiencia en el ámbito judicial y periodístico, la decisión de meterse de lleno a escribir… y más. Sus novelas Merca, La mamá de Johnny y Pichón forman una trilogía que, a decir del escritor (y amigo) Carlos Salem, “es un fresco de clase que no lo estaba haciendo nadie”. En un tiempo no muy lejano, saldrá su próxima novela; esta vez, con tintes autobiográficos.

Por Felicitas Ilarregui
¿Venís de una familia lectora?
—No. En mi casa no había una biblioteca frondosa. En realidad, era una biblioteca médica. Mi papá es médico, tenía tres especialidades, es un gran estudioso de la oncología. Se la pasaba leyendo libros de mamas, úteros y todas cosas que nosotros las veíamos como algo muy raro. Y a mi mamá, de más grande, le picó el bichito de la dramaturgia: empezó a estudiar, a comprar libros de teatro y leía a algún que otro filósofo; no era de leer novelas.
¿Cómo incursionaste en la lectura?
—Por tozudez propia. Yo vivía en el primer piso. Mi vecino del tercero iba al mismo colegio que yo y tenía toda la colección de Asterix. Empecé a leerla con mucho entusiasmo. Después pasé a Thor, Nippur, a todos los cómics que había en esa época. Había una colección de una familia yanqui, Los Hollister, que eran muchas aventuras de esa misma familia. De hecho, ahora se las leo a mis hijas que son chiquitas. Y de ahí pasé a otros autores, como Sidney Sheldon, hasta que me fui metiendo cada vez más y más, y encontré los lugares que me tentaban, pero siempre fue una cosa exploratoria, muy autodidacta.
¿Qué libros te fueron llevando a donde estás hoy?
—Bueno, Menos que cero es fundacional para mí. De pronto me encontré con un autor moderno que había escrito un libro, a los veintipocos, sobre los chicos ricos de Beverly Hills que se codeaban, digamos, con las altas esferas; además, contado en presente y muy austero en sus oraciones. A mí ya me venía gustando mucho Carver; todo lo que es el realismo sucio me encantaba. Hay otros libros que también me hicieron un click: Trainspotting, El club de la pelea. Acá en Argentina empecé a buscar autores que hicieran algo que tuviera que ver con eso y descubrí a Fogwill. También novelas, como Auschwitz, de Gustavo Nielsen o Rabia, de Sergio Bizzio, que parece que a nuestra generación la atravesaron bastante fuerte.
Antes de ser escritor fuiste abogado ¿En qué fuero ejerciste?
—Penal.
¿Cómo fue esa época?
—Tuve dos etapas. Una fue la judicial. En ese tiempo, todavía existían los meritorios. Para que te nombraran en el juzgado, tenías que hacer mérito, como su nombre lo indica. Trabajabas gratis los primeros meses hasta que se hacía un hueco y te metían. Iba a las 7:30 de la mañana, abría el juzgado, y atendía la mesa de entradas. Hice toda la carrera judicial hasta ser secretario. En ese momento, un estudio jurídico me ofreció ejercer la profesión con ellos. Conocían mi trabajo y era de la familia de mi cuñado. Estuve seis años ahí. La mecánica ya era diferente: ibas a audiencias cuando te tocaban, pero después tenías que reunirte con los clientes o conseguir clientes y explicarles todo, la estrategia, etcétera. Si bien estaba mucho mejor rentado que en Tribunales, tenía que convencer a un cliente de que lo que hacía estaba bien.
¿Lo hacías a gusto al principio o qué pasaba ahí?
—Es una buena pregunta esa… Lo que pasa es que yo soy muy romántico. Papá quería que fuera médico porque estaba su consultorio; mi abuelo también era médico. Yo no tengo estómago: veo un hilito de sangre y me desmayo. No tenía sentido ni siquiera intentarlo. Entonces mi viejo me decía: “Bueno, tenés que estudiar una carrera que te rinda, que te puedas ganar la vida con eso”. Los números siempre los odié. Me gustaba leer; los códigos me resultaban bastante fáciles. Y bueno, estudié derecho y trabajé. Yo me sentía el paladín de la justicia. Después me di cuenta de que todo era una fantochada, la justicia no existe. Los abogados no quieren hacer justicia, sino generar asuntos para que les paguen, quieren hacer plata. Y todo eso fue una gran desilusión para mí. Me empecé a dar cuenta de que lo estaba haciendo mecánicamente. A diferencia de otra gente que lo puede seguir haciendo porque no tiene una pasión identificada, yo me di cuenta de que tenía pasión por la lectura y empecé a escribir cada vez más fuerte; yo ya escribía poemas. Y en la época de los blogs, en los jóvenes años 2000, armé uno y me vinculé con todos los otros autores de mi generación, que también tenían el suyo. Empezamos a jugar al fútbol en Open Gallo. Por eso al día de hoy todavía jugamos con Santi (Santiago Llach), con Pedro Mairal, y con varios más que éramos “la vanguardia de Open Gallo”. Y, bueno, en un momento pensé: “A mí me gusta escribir, no ser abogado. ¿Cómo salgo de acá?”.
¿Cómo saliste?
—Yo quería irme a vivir afuera. Un día me dieron una beca para ir a Madrid. Ahí pensé: “Listo, esta es mi salida elegante”. En el estudio me dijeron: “Bueno, andá, hacé tu master y, cuando volvés, vemos como retomamos”. Me fui y ya sabía que ahí no volvía nunca más. Allá hice periodismo cultural para un periódico, de esos que te dan en la puerta del metro en Madrid, que se llamaba Corte Latino. Era de unos dominicanos. Yo entrevistaba a todos los latinos que iban a Madrid a presentar un libro, un disco, una exposición o lo que fuere. Después de eso, me volví y armé la Guía del ocio que allá era muy famosa y acá la tenía un tipo en Once y lo contacté. Hice todo el armado, pero no prosperó. Después estuve en varias revistas y publicaciones. Trabajé con Andrés Repetto, que es un periodista internacional. En algunos sitios de noticias, hice deportes: cubrí todo el Mundial 2010. Después armé un sitio de viajes y turismo que se llamó Viajero Global, que fue el sueño de mi vida porque ahí me pagaban por irme de viaje y hacer notas. Pero, como todo lo bueno, duró dos años. Más adelante, empecé a dar clases en la escuela Santiago (Llach). También armé mis propias movidas, como la Semana Negra BA, que tengo ahora. Estoy logrando mucho con guiones. Hice una dupla con otro guionista y estamos escribiendo para distintas productoras. Es más rentable que los libros.
Merca, La mamá de Johnny y Pichón nos muestran la cosmovisión de la clase alta en el siglo XXI, así como en el XX lo hacían Beatriz Guido, Marta Lynch o Silvina Bullrich. ¿Cómo surgió la idea de escribir sobre el devenir de este sector social en la actualidad?
—En un momento, estaba publicando cosas en mi blog y leía los de mis amigos. Muchos narraban sobre los lugares más marginales del conurbano, las vueltas sin rumbo por calles perdidas, o sobre esperar el colectivo cagado de frío. Era todo muy parecido. Además, yo no crecí en el conurbano. A partir de Menos que cero, que era como una “lectura-faro” para mí, dije: “¿Por qué no pruebo hacer lo mismo que Easton Ellis, pero en Buenos Aires? Capaz puedo”. Además, no me salía escribir largo. Siempre tendía a cerrar los textos y a que se bloquearan solos. Ahí pensé: “Capaz que puedo generar escenas, entradas, como si fueran diapositivas, y me sirven para poder terminar algo más extenso alguna vez”. Empecé a probar, a mostrarles a mis amigos y conocidos. Me decían que se cagaban de risa, que funcionaba, que era un hijo de puta Johnny, que los interpelaba, que querían saber más, que se sentían identificados, pero no se animaban a decirlo; la típica empatía oculta ante ciertos villanos que todos tienen también, ¿no? Y bueno, me di cuenta de que podía funcionar, empecé a moverla. Primero me editó Marcos Almada, de Alto Pogo. Yo la presenté con Pedro Mairal y con (Juan Diego) Incardona, que son amigos y eran de la vanguardia esta que nos juntábamos mucho (Open Gallo). Vino mucha gente y se copó. Maxi Thomas me conocía; escuchó que yo había publicado esta novela. Él tenía una columna en La Nación los jueves, en las que hablaba sobre muchos libros distintos y los iba hilando. Un día tuve muchas llamadas de mis amigos. Había escrito toda la columna sobre Merca. Y eso fue como un espaldarazo; me puso bastante en el mapa esa columna. Todos querían ver de qué se trataba. Todos en el mundillo, ¿no?, obviamente. Y bueno, empecé a tener un recorrido espectacular. En un momento, me crucé con Nacho Iraola y me dijo: “Che, quiero leer tu novela”. Se la mandé, le gustó y quería publicarme la próxima.
¿Cómo trabajaste la voz Johnny, el protagonista de Merca? ¿Ya lo tenías pensado en primera persona?
—Siempre fue en primera. Era una voz muy potente, muy actual. Oraciones cortas, al hueso. El tema de Merca fue el título. Yo no estaba tan seguro del título.
¿Quién te lo propuso?
—Marcos Almada. Yo siempre digo que los editores son los que ponen los títulos. Yo quería unos títulos raros, que querían condensar varias cosas. Y Marcos me dijo: “Esta novela se llama Merca”. Y yo: “Pero a mí no me conocen ni el nombre, o sea, no puedo salir con una primera novela que se llame Merca haciéndome el Fogwill. No da. Se van a burlar de mí, se van a cagar de risa”. Él insistió: “No. Se tiene que llamar Merca, si no Cocaína”. Y después la pensó de nuevo: “No, si es una, es Merca”. Me acuerdo de que Mauro Libertella sacó una nota en la (revista) Ñ y dijo: “Loyds consigue que una novela que se llama Merca esté a la altura de su título”. Y me hizo muy feliz.
Para escribir la historia de Johnny, ¿te valiste de algún caso real, investigaste varios casos, recolectaste anécdotas, o todo junto?
—Siempre digo que Merca es una autoficción colectiva porque yo empecé a tirar líneas de anécdotas que les habían pasado a amigos, conocidos, familiares, algunas de mí mismo también, ¿por qué no? Me sirvió ir deformándolas, exacerbándolas para que sirvan narrativamente. Siempre les digo a mis alumnos que, cuando ven que tienen un combustible narrativo, una inspiración a partir de lo que les puede haber pasado, agárrenlo con los dientes. Después sean pillos y, cuando deja de funcionar, aléjense de lo que pasó porque a nadie le importa. Lo importante es la historia. Cuando empecé a delinear un poco este personaje, tiré distintas situaciones donde él podía estar. En un principio, estaba muy acelerado, pero no tomaba tanta merca. Pero después me servía que estuviera recontra acelerado y estuviera tomando casi todo el día. Empecé a bucear, digamos, en un montón de cuentos que me habían hecho, de conocidos; chistes, gente amiga, cercana y no tan cercana. Recobré instantes muy elocuentes. Algunos ya contenían la dureza del personaje porque incluían el consumo; y otros, se lo agregaba yo y le ponía más power. De hecho, tengo amigos que me dijeron: “Che, pará, en esta escena soy yo”. “Bueno, sí, al principio. Después ya no sos más”. Por ejemplo, cuando salen del restaurant y él le tira la revista, la que tiene todas las carreras, a su amigo que no puede jugar más, eso pasó. Después lo exageré.
¿Cómo trabajaste la voz narradora en La mamá de Johnny?
—Yo quería que la protagonista sea mujer y que sea la madre. Era un personaje que había cobrado bastante notoriedad entre los lectores de Merca. Me acuerdo de que estaba en la Semana Negra de Gijón, hace diez años, y Carlos Salem —que es un amigo que vive allá y que quedó finalista en la Semana Negra 2025— me dijo: “Vos tenés que seguir escribiendo sobre esa familia porque encontraste ahí un fresco de clase que no lo estaba haciendo nadie. ¿Por qué no hacés la historia de otro de los personajes? Tenés que hacer algo con la mamá”. Ahí se me vino el nombre: La mamá de Johnny. Empecé plantearla en tercera persona, pero no tenía demasiada fuerza narrativa. Entonces inserté algunas entradas con ella muy furiosa: unas diatribas contra su soledad, su menopausia y todo lo que le estaba tocando atravesar en esa etapa de su vida. La volví a mostrar a mi gente de confianza y me dijeron: “La voz de la novela es cuando entra ella”. Yo no quería hacer una novela de una mujer en primera persona porque estaba frente al auge de todas las escritoras que la estaban rompiendo: Mariana Enríquez, Samanta Schweblin, Ariana Harwicz, Dolores Reyes. Todas espectaculares. Por eso me parecía pretencioso. Pero por suerte estoy bastante rodeado de mujeres y les mostré el manuscrito para que me dijeran si en algún momento se veía al hombre detrás de la mujer, que era mi preocupación mayor. Así lo fui editando hasta que supuestamente no se vio más.
En la mamá se nota el vínculo, paradójico, del lenguaje con el mundo: en los actos, se está liberando, pero desde el lenguaje sigue siendo una amarrada a la clase alta tradicional del siglo XX. ¿Cómo manejaste esa contradicción desde lo narrativo?
—A mí me interesaba que ella tuviera como un empoderamiento en el que se desatara un poco porque nunca había disfrutado del sexo y se permitiera cosas que jamás se había permitido. Pero siempre con el límite de no pasarse al otro lado. O sea, esta mujer intenta liberarse y lo hace en muchos aspectos: patea el tablero, rebolea la bombacha, pero en el fondo sigue siendo un producto de su clase. Y no es tan fácil quitarse eso de encima. A mí no me interesa bajar línea. Siempre le digo a mis alumnos que no hace falta que hagan una reflexión o una conclusión. Nosotros no estamos acá para aleccionar a nadie. A mí la corrección política me chupa los dos huevos. Me parece que empobrece el arte en general. No me interesa plasmar mis creencias y mi ideología en mis personajes; que se expresen solos y hagan la suya. Te pueden gustar, los podés odiar. Te pueden caer simpáticos o parecer cínicos. O podés sentir un poco de empatía con el villano. Pero nunca te voy a decir cuál es el camino. Yo te los pongo sobre la mesa. Vos resolvé y sacá tus propias conclusiones.
En Pichón ocurre al revés. En los actos, sigue siendo un tipo de la “vieja escuela”, pero en el lenguaje se infiltra cierta jerga que no es de su clase.
—Pichón es un producto del ninguneo. Es alguien que necesita ser visto. Ya no sabe qué hacer para ser visto. Es una especie de personaje camaleónico que trata de cuadrarse con los que se le cruzan. A a veces puede hacerlo, a veces no, como con su pareja. Pero él necesita que lo vean. Y ahí, en ese camino, está dispuesto a todo y termina siendo el más furioso porque es el que está más solo también. Es al que menos atención le presta su propia familia. De hecho, es tan ninguneado que ni siquiera le puse nombre.
¿Va a tenerlo en algún momento?
—No lo creo.
¿Qué pasa con los interlocutores ahí?
—Yo había leído a Foster Wallace que tiene un libro que se titula Entrevistas breves con hombres repulsivos. En uno de los textos hay un “diálogo” con una asistente social que, en realidad, apenas responde. No es como en Pichón que nadie responde nada, pero a mí me gustó mucho lo que pasaba ahí. Y pensé: “Voy a probar escribir en segunda persona porque nunca lo hice”. Me gusta tomar un riesgo adicional, si no me aburro. Ahí me di cuenta de que no podía hablarle todo el tiempo a la misma persona porque no era un texto como el de Foster Wallace, que formaba parte de otra cosa, sino que era una novela. Por eso, cada capítulo es su diatriba dirigida a un personaje distinto. Es el más rabioso y es diferente a su hermano. Johnny piensa mucho y hace poco; toda la caterva de cosas que le queman la cabeza pasan en su mente y ejecuta muy pocas. Pichón es todo lo contrario. Saca todo afuera. Pasa a la acción y con mucha violencia.
En la trilogía quedaron muchas aristas para seguir trabajando. ¿Podrían venirse Pía (la hermana mayor) o el padre, por ejemplo?
—Hay mucha gente que me pide al padre porque es un personaje muy característico de nuestra alta sociedad: el hombre que se hace el pendejo y se compra una moto chopera para estar con una chica más joven. Me han pedido a Pía también. Pero yo decidí frenar un poco, precisamente por esto que te decía antes, porque me gusta tomar nuevos desafíos. Así que esto por ahora es una trilogía.
¿Por qué en La mamá de Johnny y en Pichón aparece una advertencia que desvincula al autor de las opiniones de los personajes?
—Eso fue porque yo había leído La novela luminosa. Levrero quiere pedir disculpas por adelantado porque muchas amigas y amigos se van a sentir reconocidos y que probablemente no estuvo a la altura o algo así. La llamé a Mercedes Güiraldes y le dije: “Che, yo en este libro le pego a todo el mundo”. A todo el “jet set” de la Argentina, que no existe, como siempre digo. Pero hay muchos nombres, apellidos y cosas. Entonces le propongo aclarar que todo lo dice la mamá de Johnny, no lo decimos nosotros. Y que después la gente pregunte si hicieron juicio, si alguno se enojó o si vino Costantini y estaba enfurecido, ¿no? Parecía muy divertido. Entonces fue un truco más, una vuelta de tuerca. Hay mucha gente que me pregunta por esta leyenda. A mí hace mucha gracia porque no pasó desapercibida. Se cumplió lo que yo quería; es una forma de expresar: “¿Saben qué?, me chupa un huevo la corrección política y, además, los voy a engañar a todos y les voy a hacer creer que me importa”.
Independientemente del objetivo inicial, ¿alguien se enojó con vos?
—Alguna familia “más patricia”. Me dijeron: “Che, boludo, habiendo tantos paquetes en este país, ¿justo venís a poner a mi familia?”. Y bueno… era gracioso. A este que me hizo el comentario le respondí: “¿No son ciertas las dos cosas que dice (el personaje) de tu familia? Era gracioso, no jodas, tomátelo con humor”.