
Por Mariela Ghenadenik
Nos encanta dividir el mundo en categorías dicotómicas. Maradona o Messi. Batata o membrillo. Invierno o verano. La grieta nos agrupa en bandos de ganadores o perdedores según de qué lado nos ubiquen las preferencias personales.
Con el estreno de la serie Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, el debate entre libros y adaptaciones audiovisuales vuelve a medirse en el ring de nuestro inevitable impulso polarizador.
En una esquina, los defensores del libro como una experiencia única, íntima y transformadora. En la otra, quienes celebran el poder de lo audiovisual por su accesibilidad, masividad e inmediatez. ¿Quién se queda con el título?
La supremacía audiovisual vs. la resistencia del libro
No cabe duda de que lo audiovisual es el formato supremo: accesible, inmediato, masivo. Una película o serie llega rápidamente a millones de personas, traspasa fronteras, idiomas y barreras generacionales. Además, el acto de mirar es cómodo y tentador: basta con apretar un botón, dejarse llevar por las imágenes para sumergirse en la historia.
Pero su monarquía no es absoluta. El libro da pelea. Aunque una imagen puede decir mucho, no siempre vale más que mil palabras y en la batalla cultural, el libro no se rinde fácilmente; se sostiene en cada round en base a su humilde, pero potente propuesta: una experiencia personal, íntima y profunda que colabora para hacer cada vez más fértil las ideas del mundo propio.
Sin embargo, no todas las personas buscan vínculos profundos e íntimos todo el tiempo. Yo también tengo temporadas en las que me atrae más acurrucarme a mirar capítulo tras capítulo sin poner pausa mientras el libro junta polvo en la mesita de luz.
Además de las cualidades seductoras de la propuesta audiovisual, las adaptaciones en formato de películas o series pueden ser una puerta de entrada para nuevos públicos. Es común escuchar que llevar una gran obra al cine o a las plataformas permite que llegue a nuevas generaciones o a personas que de otra manera jamás se habrían acercado al libro. Y es cierto. Pero me parece que es un puente que se transita en una sola dirección, porque quien lee un libro seguramente buscará ver la película o la serie, pero no conozco muchos casos que haya recorrido el camino inverso. Es más, hace poco escuché a alguien decir que no leía libros (ninguno) “porque si el libro está bueno, seguro hacen una película y prefiero esperar a verla.”
Traición u homenaje
Entonces, si hubiera una catástrofe cultural y tuviéramos que hacer un triage ¿qué salvaríamos?
Mi respuesta personal es categórica y no se basa solo en una preferencia. Si tengo que jugar a esto de elegir, por supuesto que gana el libro. Hasta ahora no me pasó que una película haya podido superar al texto original.
Pero debo decir que ciertas adaptaciones me hicieron enriquecer las historias originales. Con Cien años de soledad, por ejemplo, entre otros libros. Hoy Úrsula, los Aurelianos y los José Arcadios tienen más capas y dimensiones que las que aportó en su momento mi imaginación.
Quienes defienden el libro a ultranza argumentan que en la traducción de un lenguaje al otro se corrompe el espíritu original de la obra. Se recortan escenas, se simplifican diálogos, se reordena la trama. En síntesis, se mutila la esencia y se traiciona su legado.
Del otro lado, quienes defienden las adaptaciones argumentan que no se trata de destruir la obra, sino de reinterpretarla. De mantenerla viva, de darle relevancia en contextos donde tal vez ya no se lee tanto como antes. Una buena adaptación puede ser tanto un homenaje como una reimaginación de obras que de lo contrario podrían caer en el olvido.
¿De qué lado de la grieta nos paramos?
Lo mejor de ambos mundos
Ni blanco ni negro, ni gris: los dos a la final. Quizás no deberíamos plantear esta discusión como un combate entre opuestos, porque el libro y su adaptación no son rivales, sino compañeros de viaje. La conexión con los libros es insustituible y las adaptaciones, cuando están bien logradas, no despojan al libro de su magia, sino que, en algunos casos, la expande aun cuando en la traducción de un lenguaje a otro se sacrifiquen ciertos detalles esenciales o se simplifiquen tramas complejas.
Tal vez es un debate menos a definir porque no tenga mucho sentido elegir con cuál quedarnos si podemos tener lo mejor de ambos mundos y coexistir para enriquecer la experiencia narrativa.
Al final, en un universo donde las palabras y las imágenes convergen, quizá lo importante no sea cómo llegamos a Macondo, sino que nunca dejemos de visitarlo.