Letras móviles: Hay música en Campo del Banco

Habría que decidirse si empezar por la biografía o por la obra de Diego Angelino. Como no tenemos mucho tiempo –para nada tenemos mucho tiempo últimamente, pero como de lo que hablamos es de literatura, hay un pequeño permiso para que las cosas se licúen y fluyan–, empecemos por la reciente edición de sus Cuentos completos a través de Eterna Cadencia.

Los veinte relatos que la componen fueron escritos en un abanico temporal amplísimo: entre comienzos de los ‘70 y la segunda década de 2000. Muchos de ellos están ambientados en un territorio mítico, Campo del Banco, un espacio que podría ser –es– Entre Ríos pero que se define, más que nada, en lo textual, y que recuerda a la Santa María de Onetti, la Comala de Rulfo, el Yoknapatawpha de Faulkner o –cerquita nomás– la trilogía pampeana de Hernán Ronsino. 

También por ciertos personajes –los Frutos, Medina, el menor de los Álvarez, el Almacén Iglesias, el Linye, la viuda de Ruiz– que reaparecen en un cuento u otro, dándoles un sentido de pertenencia que no los acerca a la novela, pero los reafirma en esa identidad transitiva. Y el estilo: una narración escueta, repetitiva y luminosa que recuerda a los últimos cuentos de Briante, que hace que las palabras se muevan como el oleaje de un mar sereno y persistente como todo mar: lo que en otro lugar haría ruido, aquí se convierte en voz, ritmo, forma, música, fraseo.

Angelino “acerca su literatura a la verdad esencial de las esperas, de la quietud, de la soledad”, dice Martín Kohan en el prólogo. “No son cuentos en los que nada pasa: pasan cosas, y a menudo terribles; ni son cuentos de personajes apagados de apatía: inclusive en el apocamiento, algo tienen de desaforados. Y es que en eso consiste el arte de narrar de Diego Angelino” sigue Kohan: “en que una fuga pueda ser ‘lenta y desesperada’”. 

Por eso el trabajo con la morosidad, la monotonía, la repetición, la espera; o, mejor, con lo que late detrás de esa morosidad, de esa monotonía, de esa espera. “No se trata, evidentemente, de cosas extraordinarias, sino más bien de esas cosas comunes de las que lo extraordinario brotará, para ocurrir”, dice Kohan, “y a las que se reintegrará una vez que haya ocurrido. Eso es lo inenarrable para Angelino, y eso es precisamente lo que narra”. Y ahí es donde los cuentos garpan.

Pero Angelino no se queda ahí, va más allá: hace con el contar mismo, juega al roce de cintura con la metatextualidad. En “Como en un cuento”, o en “El contador de historias” –una misma anécdota reformulada mil y una vez a través de décadas, como quien corrige mientras habla– o en “Noticias”: “No se trata de contar una historia. Bastaría con decir: ya no hay música en Campo del Banco”, porque “esta no es una historia, porque no se puede contar”. Juega con el abismo entre oralidad y escritura. Dice: “A diferencia del que escribe –que solo dispone de la esperanza de una aprobación anónima y lejana–, el que relata puede leer en el rostro del que escucha las ondulaciones de la historia”. Dice: “el raro equilibrio donde los hechos mismos parecen desaparecer, amortiguados casi por la luz tenue y difusa de las digresiones”. 

Eso: la transmisión oral propia de los pueblos, de las comunidades cerradas, la construcción del otro a través de la referencia, lo que no puede decirse, aunque intente ser dicho; murmullos que aturden, silencios. “En los pueblos y en las ciudades chicas, donde todos se conocen, imperan los ‘todos sabían’, ‘diría todo el mundo’, ‘se recuerda todavía’: una memoria y un saber que es de todos, como lo son el olvido y la ignorancia”, según Kohan.

Más: la memoria, gente que recuerda miedos olvidados, o que es tan vieja que ya no precisa recordar (porque “la memoria es como un caballo mal amansado que da un salto o dobla cuando se le antoja”); imágenes que se recortan, secas y lustrosas, contra el cielo; inmigrantes y nacidos y criados que conocen el paisaje como a la palma de su mano; linajes; nacimientos y defunciones; los ciclos: la noche, el día, las lunas, los soles; en fin, el tiempo. Ñandubay, gallina, pava, cordero, caballo, monte, corral, arreo, horizonte, pájaro, cielo, carro, cuero, luna, pulpería, rancho, palenque. ¿Cómo ser telúrico sin serlo?, ¿cómo ser costumbrista sin serlo?, ¿cómo arraigarse a una tradición sin ser parte de ella? Esta prosa lo responde, musita sin estridencias.

Angelino es subrayable por donde se lo mire, se despacha con definiciones al pasar como si se le cayeran del bolsillo mientras cabalga: “La alarma es una forma del miedo de la carne o del corazón, que también es carne”; “el dolor del hombre no deja estela sobre las cosas de la tierra”; “con la misma fuerza con la que acariciamos nuestra pena castigamos la tragedia de los otros”; “nadie puede llorar demasiado lo que no siente porque nadie sufre por lo que no ama”. Podría seguir; mejor detener la cabalgata.

Tengo acá un ejemplar de Con otro sol, en una edición de Corregidor del ’93 que se distribuía con los diarios Popular, El Día y Democracia, en la colección Lecturas de verano. Es ahí donde aparece ese territorio mítico, Campo del Banco, por primera vez. Puede que ahí esté la historia de la Baronesa, un caso real que la ficción rotura, o la leyenda del lobizón en “Antes de que amanezca”; o “El Viejo Pancho”, esa especie de Funes el memorioso a contrapelo; o las guerras civiles de “La otra orilla del río” y “Diversidad de lenguas”: la correntinada, tropas a la espera –la espera, siempre la espera, el mejor tiempo perdido– de una batalla que no llega, el nativo y el conquistador, la lengua, generales, indios, ejército y frontera, traición y venganza, el enemigo al otro lado del curso de agua, alguien que salva a otro para luego ajusticiarlo porque la justicia siempre –siempre– tiene un único nombre.

Ahora sí, la biografía, y que se parta el tiempo.

Diego Angelino nació en Entre Ríos en 1944. Atravesó una infancia campesina, entre montes. Luego supo trabajar como bibliotecario, empleado de la justicia, gerente de un cine. Reside desde 1964 en la Patagonia, donde años ha abrió un vivero junto a su compañera, al que nombró Tierra Baldía en homenaje al poema de Eliot. Nunca quiso publicar su primera novela, Al sur del sur, que en 1973 obtuvo una recomendación de Enrique Pezzoni para Sudamericana, tras el premio América Latina en el que Onetti, Walsh y Cortázar fueron jurados. En 1974 se hizo del premio La Nación con Antes de que amanezca, publicado más tarde bajo el título Con otro sol, con Alicia Jurado, Borges, Bioy y Mallea como comité evaluador final. La novela Sobre la tierra –editada en Barcelona en 1979– es una especie de ampliación y desarrollo del cuento “Bajo la luna, sobre la tierra, bajo la noche”, y tuvo una versión cinematográfica protagonizada por Graciela Borges, Lito Cruz y Germán Palacios. En su siguiente novela, Recordando en el viento, toma la vida de la madre de Juan Domingo Perón, Juana Sosa de Canosa, para llevarla a la ficción. Después de casi treinta años sin publicar, en 2011 volvió con una antología de sus cuentos mediante la editorial cordobesa Caballo Negro; le siguió El bumerang vuelve al cazador, finalista del premio Herralde de novela, a través de Espacio Hudson; y, en 2019, Al país de las guerras, por la UNER.

Borges supo decir que le sorprendía cómo Angelino escribía sobre el campo “desde adentro”, con la mirada de un hijo o nieto de inmigrantes, y no con la – tradicional, recortada: el agregado es mío– mirada de los dueños de las estancias. Una vez mudado a El Bolsón, tras una solicitud de subsidio al Fondo Nacional de las Artes, Angelino recibió un manuscrito que rezaba: “Quiero decirle que me ha gustado el tono de esas páginas. Me gusta cierta simplicidad directa y la manera de contar. Desde hace 15 años formo parte del Directorio del Fondo (no sé hasta qué día) y me llamo Victoria Ocampo. Lo saludo cordialmente. Siga escribiendo”. Tanto la versión facsimilar de esa carta como fotos de la entrega de los premios recibidos, más una imagen junto a Borges, forman parte del anexo del volumen que acaba de editar Eterna Cadencia.

Citábamos antes: “A diferencia del que escribe –que solo dispone de la esperanza de una aprobación anónima y lejana–, el que relata puede leer en el rostro del que escucha las ondulaciones de la historia”. Angelino las aúna. Ese tono, esa música, ese fraseo, esas metódicas repeticiones, ese registro de la oralidad nos hace sentirlo tan cerca como si estuviera rumiando una historia acá nomás, a medio metro de donde estamos leyendo. Porque narra como si del vuelo de un chimango que ya ha ubicado su presa se tratase, girando en círculos, con un cielo celeste de fondo, una y otra vez sobre sí, hasta dar con la estocada final. 

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