Alice Munro murió el lunes por la noche a los 92 años. Conocerla es comprender que su premio Nobel en el 2013 por sus colecciones de cuentos, fue apenas la justa coronación de un camino silencioso y de bajo perfil que dejó una huella imborrable y única en la literatura.

Por Laura Galarza
“Sus textos ofrecen descripciones del día a día pero que son eventos decisivos, epifanías que iluminan la historia y dejan que aparezcan las dudas existenciales en un relámpago”, dijo la Academia al otorgarle el Nobel de literatura en 2013. Hasta ese momento en nuestro país, los libros de Alice Munro llegaban en cuentagotas y su nombre circulaba de boca en boca, como “la Chéjov canadiense”. Para entonces Munro ya había escrito la mayor parte de su obra, con lo cual sus lectores devotos y tempranos, festejamos la premiación también como una revancha; la obra de Munro había sufrido todos los posibles desplantes de género: por mujer, ama de casa, cuentista y canadiense.
Su historia se parece a la de cualquiera de sus protagonistas: nacida como Alice Ann Laidway, (Munro es el apellido de su primer marido y sus tres hijas) creció en una granja en Ontario, en cercanías del lago Hurón, su padre criaba zorros blancos y su madre que era maestra rural, padeció Parkinson obligando a Munro con 9 años a hacerse cargo de la casa y sus hermanos menores mientras leía Somerset Maugham y Nancy Mitford. Un día, a sus quince años, parada en una de las esquinas de su pueblo, vio aproximarse un trineo tirado por caballos, cargado de sacos de trigo y conducido por un granjero. No podríamos imaginar una escena más cotidiana, simple y libre de artilugios. Munro la utilizó para explicar su ingreso en la literatura: “Vi esa imagen bien potente y viva, y me golpeó de lleno en el pecho. ¿Qué significa todo esto? ¿Qué se puede descubrir? ¿Cuál es el resto de esta historia? El hombre y los caballos no son simbólicos o pintorescos, se mueven por una historia que está oculta, y que ahora, en un breve descuido, se pone de manifiesto. Y me pregunté: ¿Cómo colocar el dedo sobre eso para sentir la vida que late?”
En sus doce libros de cuentos y su única novela La vida de las mujeres, aquello que intuitivamente pensó la joven Alice – tan solo colocar un dedo sobre la realidad para contarla de tal manera que el lector sienta que late – es lo que nutrió de principio a fin la obra de Munro. Porque hay que decir que cuando ella comienza a sus cuarenta años a escribir y se hace conocida en su país tras ganar el Governor General’s Award – el primero de los 13 premios que ganará antes del Nobel – , los críticos decían que sus historias eran “demasiado familiares y domésticas” y los editores le devolvían los manuscritos pidiéndole que resuelva esas tramas inconexas y se dedique a la novela.
Pero como toda sabia, no solo que nunca se desvió de aquella primera iluminación, (la del granjero en su trineo) sino que lo convirtió en su sello. Supo contar una vida entera en dosis mínimas y justas, indirectas y a la vez precisas; creando estructuras complejas de múltiples subtramas con generaciones enteras, flashbacks y avances resueltos en una sola oración. Las vicisitudes de la gente se cuentan con retazos de la memoria, así como sabe hacerlo de bien la memoria: recordando sólo lo importante. Unas pocas escenas en la vida de las personas le alcanza para definirlas en su esencia y develar alguna verdad que les está reservada. Por eso Alice Munro no fue solo una escritora, fue una artista.
Para dar cuenta de eso, pueden acercarse a alguno de sus cuentos más famosos como “Dimensiones”, “El sueño de mi madre” o “Las niñas se quedan”. También a los menos conocidos pero potentísimos, como “Accidente” donde una pareja de amantes termina formalmente casada. “Meneseteung” y “Oh, de qué sirve”– divididos en pequeños capítulos, escalones en las tramas de Munro que nunca coinciden con el orden establecido de cosas. “Miles City Montana” o “Caminar sobre el agua”, una magistral clase de literatura.
“He tratado alguna vez de descubrir cómo lo hace, pero no lo he conseguido, y me alegro de ese fracaso porque nadie puede ni debe escribir como la magnífica Alice Munro”, declaró Julian Barnes en The New Yorker. Lorrie Moore a su vez dijo: “Es una escritora que ha reinventado la manera de hacer narrativa breve”. Jonathan Franzen, devoto absoluto de su obra, dijo que leer sus cuentos lo pone en un estado de tranquila reflexión”: “Pienso en mi propia vida: en las decisiones que tomé, las cosas que hice y que no, el tipo de persona que soy, la perspectiva de la muerte.”
En una de las escasas entrevistas que dio, el periodista le pidió que defina qué era un cuento. “Escribir un cuento no es un camino que debes seguir, es más como una casa. Entras y te quedas ahí un rato, deambulando y deteniéndote donde quieras y descubriendo cómo las habitaciones y los corredores se relacionan, cómo el mundo exterior se ve alterado al ser observado desde sus ventanas”.
Si esto es así, tenemos donde refugiarnos por un buen rato, aunque quizás se sienta algo frío, porque ella ya no está.