Krimer: “Uno aprende del texto de otro, de repensar las cosas”

María Inés Krimer es la creadora de dos detectives argentinas: Ruth Epelbaum y Marcia Meyer. La primera, archivista retirada. La otra, periodista. Ambas desean revelar la verdad y hacer justicia. 
Conversamos sobre su recorrido lector, la correspondencia (o no) entre profesión y maternidad, su paso por talleres literarios y su estilo de escritura. Este año, participará en el Segundo Encuentro Internacional de Literatura Negra y Fantástica de Chile, del 4 al 6 de septiembre.

Fotografía: Alejandro Meter

-¿Venís de una familia lectora?

-Mis recuerdos vienen de dos vertientes. Una, de ir a la biblioteca en los años sesenta. A los chicos, los de la clase media de Paraná, nos regalaban para nuestro cumpleaños libros de la Colección Robin Hood. Ahí leí indiscriminadamente a May Alcott, London, Stevenson, Julio Verne. También Huxley o León Uris, que eran los gustos de papá. Todo lo leía y todo me gustaba. Por otro lado, mi papá era socio de la biblioteca. Era un lector voraz. Yo miraba la mesa de luz donde ponía los tres libros. Cuando él cerraba uno, yo lo sacaba al otro día. Durante la primaria, adquirí el hábito de leer. Pero no vino tanto de la escuela, y mirá que soy maestra normal. Pienso en la materia literatura y no tengo demasiados recuerdos. En el secundario, iba a pedir libros a la biblioteca Florentino Ameghino. Pero era leer sin verdadera consciencia de que me estaba formando como lectora, y sin consciencia de los autores; solo necesitaba leer. Mis primeras reflexiones las tuve acá en Buenos Aires, cuando empecé a concurrir a talleres. Primero, fui al de Antonio Dal Masetto. Después, al de Guillermo Saccomanno. Ahí sí hubo una sistematización. Qué leer, por qué leer y qué leemos cuando leemos lo aprendí con Guillermo.

-¿Cómo surgió tu vocación de abogada?

-No diría vocaciónHabía una idea de carreras de prestigio. Hubiera preferido estudiar Literatura en el profesorado de Paraná o en la Escuela Normal. Pero tenía diecisiete años. Era muy influenciable. Hubo una “asamblea familiar”.  Elegí lo más cercano que, en mi imaginario, se relacionaba con la escritura que era la abogacía. Además, podía seguir en la casa de mis padres. No había otras opciones económicas y creo que tampoco muchas opciones sociales. Derecho estaba cerca, en Santa Fe. Al principio, tomaba la lancha porque todavía no andaba el túnel subfluvial. Disfruté la carrera. Fui muy buena alumna. Aunque me recibí en el 73, cuando ya estaba en plena acción la Triple A. Muchos compañeros desaparecidos ya desde ese momento; no sabíamos lo que se conoció después. Me desempeñé en la rama previsional. Lo que más me celebraban era la redacción de demandas, más allá del destino de lo que pedían mis clientes. Y redactarlas era mi momento de felicidad.

-¿Algún caso te sirvió de inspiración para tu escritura?
No, pero adquirí cierto rigor de chequeo que utilizo en las novelas policiales. Dentro de lo que invento, debo estar bien documentada respecto del verosímil. Que de alguna manera lo pueda “probar”. 

-¿Te fuiste a Olavarría por razones vinculadas a tu profesión? 

-A fines del 74, mi marido consiguió trabajo en una cementera. Estábamos en Paraná. Había nacido mi hija mayor. Nos trasladamos a Olavarría, a la villa cementera Von Bernard, que estaba más o menos a veinticinco kilómetros de la ciudad. Fue una experiencia muy interesante que desarrollo en la novela Lo que nosotras sabíamos. En el año 83, la empresa vende a un consorcio español. El consorcio decide que esa villa ya no era viable. Entonces nos trasladamos a la ciudad de Olavarría. Ahí viví hasta el 96.

-Solés referirte a las condiciones materiales de las escritoras para hacer su trabajo. ¿Cómo eran para una abogada en los últimos años de la dictadura y principios de la democracia?

-Muy complicado. No tengo demasiados recuerdos porque no me dedicaba exclusivamente a eso. Tomaba casos previsionales y trataba de resolverlos en correspondencia con mi rol familiar y maternal.  No es que eso haya sido una constante en mi escritura, pero es lo que desarrollo en Papeles de Ana. La idea de cómo se corresponden la vida familiar, la maternidad —si es que existe o no— y el desarrollo profesional como escritora. Me parece un universo muy complejo, incluso mirado retrospectivamente. En el momento que uno está viviendo, la posibilidad de percibir el drama está mediada por la inmediatez de lo que se vive cotidianamente. Me pasó en Olavarría. Yo iba al Museo Arce. Ahí se hacían charlas. En democracia, aparece un informe de la memoria. Descubro que muchas de las personas con las que interactuaba en espacios sociales y culturales, estaban mencionadas. Eso era común en las ciudades chicas. Traté de acercarme a esa experiencia en Lo que nosotras sabíamos: el tema de la cotidianeidad y de la inmediatez. Trabajé mucho con el recuerdo. Necesitaba escribir esa novela.

-¿Qué pasó después de que la terminaste?

-Aparece el policial. Es curioso el sincro, o a lo mejor no tanto. Esa novela se editó en el 2010. En ese momento, me relaciono con Juan Sasturain que estaba diagramando la Colección Negro Absoluto. Me preguntó si pensaba escribir policial. Me generó inquietud y me dije: “Bueno, ¿y si lo intento?”. Me sentí cómoda, entendí que no había mucha diferencia con mi escritura. Yo no podía separar por género. Utilizaba el policial para que me leyeran, así como otros géneros en los que también quería ser leída. La distinción de géneros es tan porosa; uno puede leer Santuario, de Faulkner como un policial. Lo decía Piglia con respecto a El Quijote: “¿Por qué en La Mancha?, ¿por qué no se quiere acordar?”. Las preguntas que se realizan el género negro o el policial se pueden aplicar perfectamente a cualquier escritura. Sistematicé lecturas. Incorporé autores que me interesaban más, en especial los norteamericanos. Y el personaje de Ruth Epelbaum surgió de ese encuentro con Sasturain. La imaginé utilizando mis recursos históricos que son ubicar a los personajes en lugares que conozco. Siempre pienso que la vida es demasiado corta como para andar inventando locaciones. Trato de moverme en zonas que vi o leí: la chinita en Paraná, la relación con las bibliotecas, los subsuelos, las luces mortecinas que te costaba enfocar. Y de repente, una archivista que patea el tablero de la colectividad judía, de la que también tenía mucha información porque es donde me crie. Jugué con esos elementos. Para mí fue una verdadera escuela de escritura. Y así salió la saga: Sangre Kosher, Siliconas express, y Sangre Fashion.

-¿Cuándo aparece Marcia Meyer?

-Me costó imaginar el personaje, o sea, separarme de Ruth; venía con buen ritmo y la conocía mucho. Pero surgió la posibilidad de un cambio de editorial. Después de varios intentos, rescaté un cuento que había escrito para la Colección Libros y Casas que se llamaba “Turismo carretera”. Ahí había una Marcia. Solo tenía el nombre. Una periodista. Tengo esto, ¿qué hilo puedo tirar? Era el año 2015 o 2016. Había una gran discusión sobre los agrotóxicos. Me interesaba por mi provincia, Entre Ríos, y por Olavarría, donde viví, muy vinculadas a lo agrícola. Recuerdo una experiencia en un campo en Buenos Aires al que me habían invitado un fin de semana. Pasó un avión fumigador en un lote vecino. Al otro día, los árboles habían perdido todas las hojas. Empecé a investigar. Iba a simposios médicos para escuchar testimonios de afectados por las fumigaciones: los bidones que se enterraban o escuelas rurales que los utilizaban para la leche. Y los banderilleros, chicos en el campo parados en la punta para ver hasta dónde se fumigaba; lo hacían descalzos. Siempre me interesó lo social. Ahí otra vez la ligazón con la abogacía: esto de contar una historia individual para explicar una historia colectiva. Me interesa que el personaje esté delineado y metido en algún contexto social. Y de ahí salió Noxa. Después siguieron Cupo y Fin de Temporada.

-¿Cómo manejás el contrapunto entre realidad y ficción?

-El contrapunto siempre es el tono narrativo. Si el tono de lo social se me corre al ensayo, tomo la fibra y empiezo a tachar. Casi no hago diferencias porque, si escribo un cuento, una novela o salto de género necesito leerlo en voz alta y que esa lectura me genere una sensación de armonía y de musicalidad. Entonces, si lo logro, siento que respeté mi tono. Generalmente, es un tono muy pautado. Yo soy del punto y seguido. Una vez me explicaron algo; no sé si será muy científico lo que voy a decir, pero está relacionado. Cuando era chica, fui asmática. Y en mi literatura, me parece que si no veo un punto y seguido me ahogo. En párrafos largos, tengo un problema de lectura, como que los leo sin aire. Creo que me quedó una cierta forma de contar. Si tomo un texto mío, aunque hayan pasado los años, lo reconozco por el ritmo y por la forma de contar.

-¿Cuándo dejaste de ejercer la abogacía?

-Cuando me vine a Buenos Aires. Entré en el taller de Saccomanno. Todavía tengo las lecturas obligatorias impresas. Novelas, cuentos, ensayos. En un año, leímos todo Proust. La verdad es que pienso que un escritor no se forma en los talleres, pero no le hace nada mal atravesarlos. Siento que tuve la línea de Saccomanno como guía espiritual de lecturas. Y la posibilidad de lectores que evitaban que cometiera un atentado contra mi propia escritura. Estaban Claudia Piñeiro, Ángela Pradelli, Débora Mundani. Grandes narradoras.  Estuve diez años en el taller, hasta que Guillermo dejó de darlo.

-Estabas ahí nomás de Sangre Kosher cuando dejaste.

-Pero más o menos con las herramientas aprendidas. El taller era un espacio de debate de escritura y teórico. Eso lo volvía interesante y nada complaciente. Ahí no había “me gusta”, sino un estilete que se metía con los textos. Sentías un cimbronazo, pero después escribías. Yo confío mucho en el lector; a veces me lo han criticado a eso. Siento que lo elidido vale y genera una forma de complicidad, como cuando hablás con un amigo. Yo imagino al lector como un amigo. Siento que él también está narrando en silencio y confío en ese encuentro. Una mesa es una tabla de cuatro patas. Digo la palabra mesa y ya me quedo tranquila. Por eso vas a encontrar pocos calificativos y cero adverbios; es una marca Saccomanno. Nada que termine en -mente. Si hay un adjetivo, siempre posterior al sustantivo. Yo me veo más como una artesana: me gusta la idea de la artesanía en vez del artilugio. Eso lo decía Dal Masetto: “Tratá de que no se te caiga la pared, como si fueras un maestro mayor de obras. A lo mejor no construís un castillo, pero estaría bueno que la pared quede derecha”. En una época, Saccomanno organizó un taller con Juan Forn. Los que estábamos ahí con nuestros manuscritos teníamos un miedo…  Yo había publicado La hija de Singer, mi primera novela. Juan la leyó. Todo lo que hacíamos estaba mal, pero la leyó. Me dijo: “Vos escribí tranquila, sabés cortar”. Prefiero cortar a tiempo a extenderme innecesariamente. 

-Carson McCullers, a quien solés evocar, dijo que “importan más las florcitas en el camisón de la muerta que el nombre del asesino”, ¿por qué?

-Es una metáfora de la idea de “no descuides el detalle porque también tiene que ver con el tono narrativo”. Recuerdo una lectura de Proust. Alguien había muerto, y una marquesa no quería ir al entierro porque no encontraba sus zapatos rojos. No recuerdo el nombre del muerto, pero sí lo de la marquesa; ese detalle da vuelta el texto. Estoy haciendo un curso de guion con Liliana Scliar, una gran maestra. Yo estaba tratando de adaptar un cuento mío. Y de repente, me dijo: “Utilizá este detalle porque acá está el cuento”. A veces uno lo encuentra y a veces sigue de largo. Pero encontrarlo es iluminador.

-¿Estás trabajando una nueva novela?

-Este año, complejo para todos, me metí adentro de la computadora. Tengo un policial nuevo con un nuevo personaje. Es una nouvelle. Está más en la línea de La inauguración. Es un personaje más (David) Goodis. Locación determinada, un acontecimiento único, de intensidad en el relato. Ya está bastante cerrado. También voy a estar trabajando con cuentos en el Encuentro de Literatura Negra y Fantástica, en Chile. Los cuentos son muy difíciles de escribir. Y de leer ni te digo.

-¿Quiénes son tus cuentistas favoritos y favoritas?

-Samanta Schweblin, Liliana Heker, Abelardo Castillo. En realidad, uno piensa que un autor escribe un cuento. Samanta con “Pájaros en la boca”. Y después, los otros acompañan magistralmente. “La fiesta ajena”, de Liliana Heker, es maravilloso.  El último libro que leí es de Mónica Ojeda, Las voladoras. Me gustó, pero no es un registro cercano a mí. Es eso, solo disfrutar de la lectura. En cambio, la leo a Heker y digo: “Acá hay una maestra; me está explicando cómo se hace”. Aparte de gozar de leerla, está dando una clase. Tiene que estar muy bien hecho para que el goce estético no se vea afectado por esa detective literaria que está tratando de desentrañar cómo carajo lo hace tan bien.

-Hasta ahora, en libro de cuentos, tenés Veteranas.

-Y uno inédito. Varios de esos cuentos se publicaron en Verano/12. Para mí, el cuento tiene una perfección, una intensidad… Por eso estaba tan agradecida con Lili Scliar cuando me dio el detalle del cuento que estoy trabajando.  En estos días, me dedicaré a la corrección antes de viajar a Chile. No es lo mismo leer un cuento en silencio que en voz alta. Además, estoy con mi taller de clínica. Uno aprende del texto de otro, de repensar las cosas. A veces, te limitás en el propio. Y de repente la solución está en el conflicto de otro texto porque se ve con más facilidad que en el tuyo. Uno a veces canibaliza eso. Siempre un texto nuevo es un aprendizaje diferente.

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