Hoy vamos con esta historia. Dependerá de ustedes aceptar o no su verosimilitud. Yo, de poder hacerlo, les pediría que crean, porque hay con qué creer.
Por Hernán Carbonel
La novela se llama Papagayo rojo, pata de palo. Llegó a ser finalista del Premio Fernando Lara 2001, en Barcelona. Su autor es Gregorio Kohon. Novela de aprendizaje, en el fondo, va de esto: en los años de Onganía, dos jóvenes escritores porteños parten hacia Rio de Janeiro. Primero, uno de ellos, luego su amigo Luigi, que decide “sumarse a la aventura”: “hizo copiar el manuscrito de su novela para llevarse a Río y se despidió de sus dos novias”. Allá andan, a la deriva, sin saber muy bien hacia dónde rumbear, entre cucarachas y espiritistas, artistas y prostitutas, buscan el puente entre poesía y experiencia, hablan de Salvatore Quasimodo, de Jorge Amado, de Roberto Arlt, de Cesare Pavese. Hay un pasaje que los expone de cuerpo entero: están en la playa, “Luigi sacó del bolsillo un marcador y escribió una nota en un papelito. Decía: ‘Estoy tan lejos, tan solo, tan alto’. Arrolló el papel y lo metió en una botella; encontró un corcho en la arena y la tapó con él. Corrió hacia el mar y arrojó la botella con todas sus fuerzas”. La escena bien podría pertenecer a Fuego a discreción. La relación no es azarosa: Luigi no es otro que una versión ficticia de Antonio Dal Masetto.
El Tano tendría también su propia exégesis de los años cariocas. Allá fue que se encontró con el argumento de Siempre es difícil volver a casa al leer, a los veinte años, en un diario local, sobre el robo a un banco en un pueblo pequeño, que despertó su curiosidad por la forma en que se había dado: “Ahí quedó; pasaron los años, y de vez en cuando volvía esta historia, ya modificada en mi cabeza. Tan modificada que, con el paso del tiempo, me olvidé absolutamente de cómo era la anécdota original”, confesó en una entrevista.
Y está además La culpa, novela que narra a César, un exitoso artista plástico que marcha a un pueblo costero del sur brasileño. En su pasado está la clave de ese viaje: diecisiete años atrás había estado allí con Lucía, su novia de entonces. Al volver a Buenos Aires, a mediado de los ’70, la pareja se rompe y, tiempo después, Lucía pasa a engrosar la triste lista de desaparecidos. César parece vivir en una constante deriva; carga con el peso de las cuentas pendientes y un desasosiego que sólo a veces es interrumpido por alarmas intermitentes. “Para esta novela, Brasil es un accidente”, me contó alguna vez Antonio. “De todos modos, uno, cuando escribe un libro, en general, y más que en general, apela a experiencias personales. Yo había hecho varios viajes a Brasil. Un viaje similar al que finalmente protagoniza el personaje, y a su vez similar también al que el personaje protagonizó en el pasado. Esa es la razón por la que elegí Brasil”.
Pero mejor volvamos a Papagayo rojo, pata de palo. En los “Agradecimientos” Kohon invoca la cuestión colectiva de la escritura: aduce que “fue escrita por muchos. A veces, voluntariamente, otras veces, sin saberlo”, refiriéndose a las críticas y comentarios de amigos a las sucesivas versiones del texto que lo salvaron del naufragio. Y entre esos agradecimientos, figura una tal Carola Degreef: “fue la traductora única de mis sueños”, dice Kohon, “su compromiso con los personajes de la novela fue conmovedor”.
Hablo, entonces, con Carola. Me cuenta que “fue un diálogo tripartito entre Gregorio, el Tano y yo. Gregorio empezó a escribir la novela en inglés, me la dio a traducir. A medida que yo traducía, le iba pasando capítulos al Tano, que los iba despedazando con críticas (tanto a la traducción como a la narración en sí y los personajes) y así fuimos mejorando”.
No lo dijimos: Gregorio Kohon nació en Buenos Aires, estudió derecho, literatura y filosofía, pero terminó graduándose como psicólogo clínico en la UNLP. Se mudó a Londres en los ’70, después de publicar varios libros de poesía, vivió en Australia –donde fundó el Centro de Estudios Psicoanalíticos de Brisbane–, formó parte de la Sociedad Británica de Psicoanálisis, se dedicó a la práctica privada de su profesión y dio conferencias en países de diferentes continentes.
“Gregorio es un tipazo, súper abierto y cálido”, sigue Carola, “que aceptaba todas las sugerencias con una flexibilidad y un desapego rara vez visto” en relación a la escritura de Papagayo rojo, pata de palo. “Cuando terminamos la traducción, la usó como borrador para reescribir la novela en castellano. Necesitaba ese punto de partida. La novela en inglés fue premiada también en Inglaterra”.
La dedicatoria del libro es, justamente, “Para Antonio Dal Masetto, que conoció una gallina con una pata de palo”. Y detrás de esa dedicatoria hay otra historia –una más– que es a la que queremos llegar –o a la que yo quiero llegar y entonces los utilizo a ustedes como pretexto para que todo tenga una razón de ser.
En fin. Kohon se refiere a una anécdota que el Tano contó en la saga de tres relatos cortos titulados “Romance”, que forman parte de Gente del Bajo, y que le fueron revelada por su amigo Jorge Vilela. Ya vamos a llegar a ese apellido. En esos tres textos, Dal Masetto cuenta lo real trasladado a la ficción, porque, dice él, “el relato no es simple, pero sí creíble”.
Se trata de una gallina, animal gordo y vivaracho, y del amor que el protagonista de la narración siente por los animales, que, núcleo del conflicto mediante, contrasta con su obsesión por el silencio. Entonces, tras amputarle una pata para evitar la gangrena, ata una varilla de madera al muñón. “En pocas palabras, le colocó una pata de palo”. Pero es ahí donde surge un nuevo problema: el toc-toc-toc de la gallina al caminar. El hombre encuentra, entonces, la solución: “colocó debajo de la patita un taco de goma y el golpeteo desapareció”.
La saga continúa, pero ya no viene al caso. Lo que viene es todo de ustedes. Yo no soy más que un intermediario entre una escena y otra. A lo que voy: ¿Por qué esos tres textos están dedicados a Jorge Vilela?
La historia –por eso les decía– es real, porque sucedió en la ciudad en que vivo, y los protagonistas fueron un tal José Celedonio Vilela, alias Tarono, dueño de la gallina, y su hermano Mario, al que al dormir la siesta le molestaba el toc-toc-toc en la baldosa, ya que en verdad el implemento adosado no era una varilla de madera, sino una bombilla para el mate, lo cual volvía más fastidioso el repiqueteo. Así fue como Mario y Tarono llegaron al taquito de goma.
Podría contar un sinfín de anécdotas familiares de los Vilela y sus múltiples experimentos (los anteojos con linternas para las noches de cortes de luz, la caña como control remoto del televisor, la intervención en vivo de una función de piano en la radio local, miles, de verdad, son miles), pero temo que crean que esto es una mera acumulación de anécdotas. ¿Una mera acumulación de anécdotas? Para nada, si esa gallina con pata de palo fue protagonista de dos libros. Digan la verdad: ¿quién no quisiera, al menos por un rato, ser esa gallina?