Felisberto Hernández. Un vagón desenganchado de la vida

No es extraño que “Nadie encendía las lámparas” sea el relato paradigmático de la obra de Felisberto Hernández (de aquí en adelante Felisberto a secas). “Hace un tiempo leía yo un cuento en una sala antigua…”, comienza, y continúa envuelto en esa neblina casi onírica donde se confunden las dos viudas dueñas de casa, una paloma sobre una estatua, el político al que todos aplauden, los murmullos de los presentes, el árbol al que no se puede invitar a pasear, la cabeza de aquella mujer que, sobre el final, habrá de hacerle al protagonista un encargo, aunque nunca sepamos cuál.

Felisberto era eso: en sus textos hay alguien que narra entre rodeos, letargos, digresiones, microcosmos dispersos, lo que pareciera no puede ser contado. O donde quien narra, más que saber, desconoce, se aferra a lo inasible. Como si las cosas, móviles e inciertas, estuvieran todo el tiempo a punto de fugarse. Como si los hechos no tuvieran la importancia que al relato le corresponden y necesitasen sostenerse sobre un misterio no revelado. Como si todo estuviese desplazado; ese es el verbo: desplazado. 

Felisberto jugaba a enmascararse en sus textos, se verá a la hora de repasar su biografía. De hecho, su primer libro se llamó Fulano de tal (de bolsillo, 8,5 por 11 centímetros, que pagó con sus propios fondos), como quien se oculta o se desdice de sí mismo. Fulano de tal cierra –sí, ironía mediante– con un “Prólogo de un libro que nunca pude empezar”. Así se desdibujaba el autor; así se representa la incapacidad de escribir; así fueron los cuatro primeros libros, publicados entre 1925 y 1931: sin tapas.

Felisberto había nacido en el barrio Atahualpa de Montevideo en 1902. Comenzó a estudiar piano, instrumento al que dedicaría su vida, a los nueve años. A uno de sus primeros profesores –ciego, algo extravagante, minucioso en la tarea docente, que vivía casi al borde la indigencia– le dedicaría el cuento “Por los tiempos de Clemente Colling”. 

Debido a dificultades económicas, una problemática que atravesaría toda su vida, comenzó a dar clases particulares a los 16 años. Luego toca en clubes, sociedades de fomentos, fiestas privadas, y acompaña en vivo películas de cine mudo: cacha al vuelo las vicisitudes del film para adaptar los ritmos que necesita. Junto a su primera esposa, María Isabel Guerra, tiene su primera hija; se divorcian diez años después. 

Para principios de los ‘20 ya posee un renombre en Montevideo. Se habla de él en la prensa como de alguien con una técnica y una digitación exquisitas, originales –lo mismo resultaría su literatura–. Allí compone sus primeras piezas breves y se casa en segundas nupcias con la pintora Amalia Nieto, con quien tiene a su segunda hija. Aunque no dura mucho ese furor: años después poca gente concurre a sus conciertos. Le costaba, como se dice, parar la olla. “Me parece que cada vez escribo mejor lo que me pasa; lástima que cada vez me vaya peor”, le hizo decir a uno de los personajes de “Las dos historias”.

Entonces se lanza a extenuantes giras por Argentina y Uruguay, una etapa itinerante que lo llevaría incluso por pueblos perdidos del interior (mucho de ello quedará como anecdotario para sus cuentos). Así y todo, conserva su esencia: suele matizar esos conciertos intercalando algunas bromas, ya que –vale volver a “Nadie encendía las lámparas” para comprobarlo– era un gran contador de anécdotas.

En 1943 se separa de Amalia, viaja a París y conoce a María Luisa de las Heras. Esta historia merece un alto en la huella. Ella era​ española, veterana de la Guerra Civil, se hacía llamar África de las Heras y, dato nada menor, era agente encubierta de la KGB. Por recomendación de la agencia de inteligencia soviética lo seduce; se casan e instalan en Montevideo, donde María Luisa difumina sus verdaderas intenciones dedicándose a la moda y el comercio de antigüedades. Un año después se divorcian. Felisberto jamás supo que había sido parte de una conspiración. “Un vagón desenganchado de la vida”, así es como él mismo definió que se sentía.

Es de allí en adelante cuando enfoca su búsqueda entre humorística y fantástica, con esa sintaxis y ese ritmo narrativo que tanto lo distinguen, extravagante para la literatura de la época, aunque bien puede ligárselo lejanamente a Oliverio Girondo o Roberto Arlt, por eso de que su estilo estaba construido sobre aquello que no ameritaba la corrección, aunque la necesitase según los cánones del buen escribir.

Onetti lo admiraba; Ítalo Calvino prologó la versión italiana de Nadie encendía las lámparas y lo sintetizó como “un francotirador que desafía toda clasificación y todo marco, pero se presenta como inconfundible al abrir sus páginas”; Saer escribió en El concepto de ficción que “ya es hora de que la candorosa ingenuidad que se atribuye habitualmente a Felisberto Hernández muestre de una vez por todas que había resultado ser más nuestra que suya”.

Dijo de sí Felisberto en “Explicación falsa de mis cuentos”: “Obligado o traicionado por mí mismo a decir cómo hago mis cuentos, recurriré a explicaciones exteriores a ellos. No son completamente naturales, en el sentido de no intervenir la conciencia. Eso me sería antipático. No son dominados por una teoría de la conciencia. Eso me sería extremadamente antipático. Preferiría decir que esa intervención es misteriosa. Mis cuentos no tienen estructuras lógicas”.

De todos modos podríamos, en contra de su propia voluntad, probar con definirlo: Felisberto es hipnótico, fascinante, intimista, candoroso, risueño, alucinante, onírico, inasible, enigmático. Pero, ya se sabe, nunca terminaríamos de hacerlo, porque es inclasificable. Felisberto fuerza las construcciones gramaticales como quien improvisa sobre un piano. A la hora de escribir, Felisberto no se parece a nadie; eso es lo que hace a un escritor.

Los que leyeron este relato, opinaron...

Un músico que cuenta, un cuentista que toca música

Es tal vez lo que lo haga tan fascinante, su capacidad de enlazar ambos lenguajes. La música y la palabra se sueltan, hacen piruetas, y por esa libertad y audacia siempre dan ganas de leerlo.

María Celia Maglione

Cómo siempre…

Después de su nota, nos deja las ganas de salir corriendo al encuentro de Felisberto. Gracias por generar siempre ganas de leer más.

Monica Napp