
Por Hernán Carbonel
Una parte de la historia la cuenta Ángel Berlanga en su excelente biografía de Osvaldo Soriano.
Comienza así: el Gordo está empantanado con la escritura de A sus plantas rendido un león. Sale a caminar por el cementerio de Pére Lachaise, como acostumbraba hacer en su estadía en la capital francesa, hasta que da con la inscripción sobre un busto de mármol: Julio Carrié. Inspecteur General Des Consulats. Agent Confidentiel Gouvernement Argentin. 1857-1910.
Algo del enigma detrás de ese hombre sepultado en París se le vuelve obsesión. “¿Otro chanta argentino?”, se pregunta. Sospecha: “ningún servicio secreto identifica a sus muertos. La tumba tan ostentosa y la placa delatora son obra de alguien que lo quería mal”. Toma fotos, consulta a cancillería, le dicen que saben de quién se trata y que tienen información para ofrecerle. Soriano, en contra de lo que haría cualquier cronista ávido de vísceras, agradece, pero rechaza: no se considera un “historiador o un escritor realista”. Los hechos, de conocerlos, limitarían su imaginación.
Con el paso del tiempo, varía su percepción: intuye que la tumba es un modo de encubrir, de hacer pasar por muerto a quien no lo estaba, para que pudiese continuar con su trabajo desde las sombras. Ese, podría decirse, es el germen de El ojo de la patria.
La novela se llamó, provisoriamente, “Agente confidencial”, en homenaje a El agente confidencial, de Graham Greene –uno de sus padrecitos santos, junto a Hemingway y Chandler–, y terminó publicándose en 1992, pleno furor del menemato, referencia nada ineludible a la hora de una lectura política. En el prólogo a la edición de Seix Barral (a cargo de Juan Forn y el mismo Berlanga), Roberto Fontanarrosa dice que Soriano pone en Carré “muchos de los miedos, miserias, expectativas y complejos que los argentinos albergamos”.
“Todo empezó con la repatriación de los restos de Rosas y con esa lápida que encontré en el cementerio de Pére Lachaise que decía espía argentino”, contó alguna vez el propio Soriano. “Si un espía tiene una tumba con su nombre, es una trampa para que lo crean muerto. Y la discusión de los historiadores sobre los próceres también refleja ese afán de cambiar el pasado, que creo que es una tendencia muy actual. Un mundo en el que todos cambian todo el tiempo desemboca en la incertidumbre de que nadie es nadie, y eso me permitió meterme con la Historia y la actualidad a la vez”.
El protagonista de la novela, el Carré de la ficción, es un solitario agente secreto argentino que vaga por Europa tras la caída del muro de Berlín. Sufre de várices, no sabe nadar, le desvalijaron el departamento, lee las Memorias de una princesa rusa e inventa intrigas para justificar su sueldo. Durante la madrugada llama a números al azar de Alemania y corta antes de que lo atiendan “para hacerles pagar las ignominias a las que lo han sometido en otros tiempos”. Frecuenta el refugio, un bar donde se reúnen agentes para intercambiar chismes y jugar al ajedrez, y desconoce si sus mensajes le llegan a su jefe, que opera desde un sucucho en el subsuelo del Correo Central.
Como lo sospechara Soriano con el Carrié original, lo hace pasar por muerto para que pueda continuar con su misión desde las sombras. ¿Su misión? Repatriar a El Milagro Argentino, el cadáver resurrecto de un prócer nacional del siglo XIX, que lleva un chip que le permite balbucear y moverse torpemente. “Su jefe le había dicho que él sería el ojo de la patria en las puertas del infierno”.
Carré asiste de incógnito al cementerio para contemplar su propio funeral (“rara vez se puede asistir al entierro de un personaje literario”, escribió por ahí María Moreno), e incluso ve cómo el cura se pone a mear “muy orondo” sobre la tumba recién cerrada. Su nombre completo quedará grabado en la cruz, “como si fuese el de un tipo cualquiera”. Mientras pueda, seguirá visitando su sepulcro, primero con curiosidad, después con entusiasmo, y hasta se llevará flores a sí mismo.
Los cementerios no eran lugares gratuitos a la escenografía sorianesca: una de las mejores escenas de Triste, solitario y final se desarrolla allí, frente a la tumba de Stan Laurel, en Los Ángeles. Aquel momento en que Marlowe y Soriano –el otro, el mismo– se conocen: “Al llegar a la tumba vio a un hombre que estaba parado frente a ella, quieto como una estatua. Ni siquiera cuando Marlowe se puso a su espalda se dio vuelta”.
Pero, a todo esto: ¿quién fue el verdadero Julio Carrié, inspector general de consulados, agente confidencial del gobierno argentino? En una nota de 1992 llamada “Nuestro hombre en París”, Soriano arriesga “la hipótesis de que hiciera informes sobre anarquistas a comienzos del Siglo XX”. “Uno de los guardias del cementerio –refiere Berlanga en la biografía– le contó que cada tanto un desconocido meaba la tumba después de dejar allí unas flores negras”. Sí, como aquel cura de la ficción.
Hacia 2013, Francisco “El Negro” Juárez –muy amigo de Soriano– escribió un par de notas en Página 12 desandando esta historia.
Augusto Carrié Malvin, comerciante francés, emigró a Argentina y se instaló en San Juan, donde contrajo matrimonio con Eloísa Salcedo Sarmiento, prima de Domingo Faustino. En 1869, cuando se lleva a cabo el primer censo nacional, Sarmiento, por entonces presidente, figura domiciliado en una casa de la calle Belgrano de la ciudad de Buenos Aires junto a la familia Carrié: Augusto, Eloísa y sus siete hijos, uno de ellos, Julio. Este se doctoró en leyes en la Universidad de Buenos Aires, con especialización en formas constitucionales, tuvo una importante vida diplomática (The New York Times cita sus gestiones para establecer una ruta de buques de pasajeros entre esa ciudad y Buenos Aires), hizo las veces de estanciero bonaerense y fue convencional en la reforma constitucional de 1898.
En los primeros años del Siglo XX, Julio Carrié aparece viviendo en Londres. Su última pareja, la alemana Anna Winberger, reconocida pintora que llegó a exponer en Buenos Aires y París, es quien yace en una tumba junto a él. La misma tumba que inspiró a Osvaldo Soriano. La de Julio Carrié. O la de Julio Carré. Todo depende del ojo de la ficción –no sólo el de la patria– con que se lo mire.