
Por Fernando Manzini
Tenía apellido de heladera fuera de catálogo y era feo como una canción mal hecha; algo a mitad de camino entre el buitre y la sardina, entre el chancho y el ñandú: los ojos chiquitos y fieros, la piel rojiza manchada de pecas, la nariz filosa, la boca un pozo séptico donde los dientes iban cayendo de a uno sin esperanza de reposición. Supo tener panza de sátiro, también el porte y el aura de un hipnotizador serial: un Tusam de los bajos fondos, un Rasputín criollo. ¿Será por eso que a pesar de su aspecto desgraciado las mujeres se le echaban encima como las moscas a la fruta podrida? Enrique Symns diría que no, que las atraía el imán de su inteligencia. Lo alardeó en sus textos más autobiográficos y se puede resumir así: sin plata, ni ojos celestes, ni prendas encantadoras, ni nombre pesado, ni título habilitante, salió con conchetas del microcentro, se acostó con la esposa de su psiquiatra y, a sus sesenta y un años, se dio un gustito inmoral: pasar la noche entera con una nena de dieciséis —un capicúa etario que buscaba remedar un famoso deseo de Bukowski, quien soñaba poder acostarse, a los ochenta y uno, con una chica de dieciocho.
“Soy Bukowski”, escribió célebremente Enrique Symns, y yo creo que no, que Enrique Symns fue Enrique Symns, es decir un Bukowski sudaca elevado a la décima que se hubiera pegado un tiro antes de terminar la secundaria y trabajar de cartero, criado y malogrado en un país del tercer mundo y sin la fama ni los millones que sí le llegarían al autor de Mujeres. No buscó nada de eso, por otra parte. Tampoco le hizo falta. El Indio Solari lo dijo mejor que nadie: “Me atrevo a decir que, sin darse cuenta, Enrique ha trabajado para su nombre sin la esperanza de que su nombre trabaje para él.”
Como periodista, colaboró con El porteño, Crítica, Rolling Stone, THC, Mavirock, Un caño, La Mano y Orsai, entre muchas otras publicaciones. Fundó la mítica Cerdos y Peces y estuvo al frente de Eroticón y de Satiricón. En medio de todo eso, vivió en pensiones pobres, en casas rodantes improvisadas, en hoteles de sexta categoría tapiados de chinches y cucarachas. ¿Le faltó suerte? ¿Le faltó reconocimiento? ¿Le faltó obra? Jorge Lanata, su director en el diario Crítica, arriesgó otra hipótesis: “Symns es un escritor; en este tiempo en que cualquier imbécil se autodenomina artista y los ejecutivos imprimen ‘creativo’ en su tarjeta de negocios, Symns es un escritor. Y Symns, como todo escritor, se odia a sí mismo”.
Era escritor, por supuesto, pero también ladrón y traficante de drogas —de chico pasó un tiempo en correccionales, de grande lo metieron en una celda de cuatro por cuatro junto a cincuenta tipos en una cárcel de Brasil—, además de monologuista itinerante, provocador subversivo y actor circunstancial. Respecto a esto último, presumió de haber inventado un nuevo género actoral: la dramaturgia rockera. Consistía en subirse colocadísimo a un escenario junto a Los Redondos, Los Piojos, Los Caballeros de la Quema o La Bersuit y declamar proclamas líricas contra el estado, el capitalismo salvaje, el orden constituido y el creador de todas esas cosas juntas: “Él…él…él lo hizo. Ese anciano viscoso y aburrido al que llaman Dios, él lo hizo. Él creó esta pantomima que llaman universo”, protestó una vez, en vivo, como prólogo a un recital de Los Redondos (quienes, de paso, le dedicarían dos temas: “Blues de la artillería” y “Héroe del whisky”).
Sobre su época más rockstar, el escritor y periodista Juan Mendoza (amigo suyo y Ángel de la Guarda de sus últimos días), dijo de él: “Era imposible entender sus palabras, parecía un lamento, casi un llanto (…). Yo no podía dejar de mirar a ese hombre que parecía desgarrarse con su canto andaluz. Ante mis ojos se proyectaba como un mendigo venido del futuro”.
No escribió trilogías, ni dio a ninguna editorial su poesía reunida, ni publicó nunca un limpio volumen de cuentos. Sus poemas fueron los pedazos sueltos de su propia vida, su ficción fue autobiográfica: primero se obligó a vivir, después se pensó a sí mismo, después escribió y vivió mejor lo que ya había vivido. “Escribir es más importante que vivir, estamos más en lo que escribimos que en lo que vivimos”, le dijo una vez a Rodolfo Palacios, otro escritor amigo suyo que lo acompañaría hasta el final.
Se jactaba de haber leído a Schopenhauer, a Nietzsche, a Hobbes, pero su filosofía era fundamentalmente hunterthompsoniana: o se vivía en el reviente, o no se vivía en absoluto (pero un reviente culto, eso sí). Su prosa era magnética, salvaje, instruida, precisa, visceral —era su talento el que hacía posible la convivencia de adjetivos tan disímiles—. Su técnica literaria era una mezcla entre psicofarmacología, catarsis y honestidad autolesiva. Escribía sus notas bajo los efectos de la cocaína y el alcohol, terminaba y se las leía a un cadete. Si el cadete se largaba a llorar, significaba que funcionaban.
Como buen representante del periodismo gonzo, no se limitaba a describir escenas distantes y neutras: todo lo que volcaba al papel tenía que franquear antes los tamices caprichosos de su inteligencia y su emoción. Era, además, propositivo y hasta prescriptivo.
Sobre la conducta de masas, escribió: “La multitud no es nadie. En la multitud no hay nadie. La multitud ni siquiera habla, es hablada. Y, por lo tanto, lo que hay dentro de ella es una nada ruidosa”.
Y sobre la igualdad entre los hombres: “Estoy convencido de que los hombres no somos semejantes. Somos tan diferentes como lo son nuestras huellas digitales o nuestro ADN. Cualquiera de los discursos sociales que nos convoque a la semejanza, será sospechosamente manipulador y en algunos casos fascista”.
Y sobre el amor entre el hombre y la mujer: “En la picazón de la concha y de la pija, en el temblor de los besos y caricias, se esconde inadvertida, como una serpiente, la convivencia futura (…). En cuanto el plan ‘vamos a vivir juntos’ se inicia, el amor se esfuma como un pedo en el aire de las conversaciones”.
Aunque uno no sea supersticioso, aunque uno sea incluso ateo, no haría mal en leer a Symns con un crucifijo en la mano y un diente de ajo colgado del cuello. No hay manera de entrar a sus libros sin sentir que un vampiro te olisquea la yugular. No se entra en esa oscuridad sin salir oscurecido.
Vampiro de los buenos, pero vampiro mortal, le diagnosticaron una diabetes salvaje en el verano de 2001. Sin plata, pero con amigos dispuestos a ayudarlo, vivió en cabañas, en habitaciones de hotel, en motorhomes y en pensiones de Rosario, Mar del Plata y El Bolsón. Su primer ACV lo tuvo en 2011, en un bosque bautizado Villa Jamaica, a treinta y siete kilómetros de Bariloche. Después vendrían los achaques, con todo su sistema impúdico de caídas, desmayos e internaciones. Sus últimos días los pasó en el barrio porteño de Balvanera, en un departamento que sus amigos Juan Mendoza, Rodolfo Palacios y Diego Romeral le ayudaban a alquilar. En el editorial del último número de Cerdos y Peces —muerta hacía tiempo y resucitada en 2021 en homenaje a Enrique—, Symns escribió: “Mi cuerpo, como la madera seca y crujiente de un barco, está muy cerca de reposar en la última orilla”. Murió a los setenta y siete años, en su casa y en su ley: había contado a quien quisiera escucharlo que quería morir así, a los gritos, como su padre, que buscó morir en una plaza para evitar que lo llevaran a un hospital. Su última entrevista la dio a la Revista Orsai, donde reconoció que en la escritura encontró un camino para ser alguien: “Lo más interesante fue descubrir el oficio de escribir. Yo era un vago, un tipo que no sabía hacer nada… Era borracho y drogadicto. Me preguntaban qué hacía y yo decía que no tenía la más puta idea de qué soy. Hasta que empecé a escribir, y en la escritura encontré un camino para ser”. Pero antes de esa entrevista hubo otra, no tan conocida, escrita por Juan Mendoza para La Agenda Revista. Fue una entrevista cruda, sin máscaras, como la que daría un moribundo a un amigo entrañable que buscara de él un último refusilo para ganarse un mango. La entrevista es bella y terrible y sórdida y memorable. Trasportémonos a los últimos minutos de ese encuentro entre un roto y un descosido. Llevaban horas de charla y Enrique, acostado en su cama, quería terminar de una vez, pero Mendoza no lo dejaba. Reproduzco los últimos diálogos de la entrevista como si fuesen los últimos versos del poema que Enrique nunca escribió:
“—Ya está —me dice [Enrique] con la voz un poco cascada—. Terminemos acá. Dale, andá a buscarme la comida ahora.
—Pará, una más —le digo— ¿Es real que ya no tenés ganas de escribir?
—Sí, es así —me dice—. La escritura ya no me importa… El mundo ya no me importa.
—¿Y qué cosas te importan?
—Los amigos… los momentos en los que río —dice, con un tono de voz apenas audible. Y ya no dice nada más.”