
Por Hernán Carbonel
Hay un bellísimo cuento de Lucas Cosci en el que una mujer llamada Elvira visita a una mujer llamada Bruma. Bruma es de “pelo corto y mirada sin fondo”, “con un gesto de dolor contenido”, que “parece querer irse, irse de sí, hacia algún lugar, lejos, tan lejos adonde nadie venga a preguntarle”. Elvira ha ido para acompañarla; la casa es un caos; su amiga, un ser volátil. Juegan un juego: intercambio de palabras, figuritas que toman formas, que se conjugan por sí solas y dibujan “la huella de una voz que no es de nadie”, pero es de ambas. Le prepara un té, la acuna hasta que se duerme, se va, “cierra la puerta sin saber que no va a volver a abrirla”. Al otro día, alguien la llama por teléfono. “Fueron cincuenta pastillas”, le dicen.
Elvira no es otra que Elvira Orpheé, y Bruma no es otra que Alejandra Pizarnik, y lo que se describe son las probables horas previas al suicidio de la incomparable poeta argentina. El cuento se llama “Lejos, porque cerca ya no llego” y está en el libro titulado, justamente, Cincuenta pastillas.
Elvira Orphée había nacido en San Miguel de Tucumán en 1930, descendiente de franceses de origen griego. “El día que me fui de Tucumán fue el día más feliz de mi vida”, le dijo en una entrevista a Leopoldo Brizuela, uno de los autores que se dedicaron a rescatar y sostener su obra en el tiempo. Sin embargo, su tierra natal se instalaría luego en sus textos como la Comala de Rulfo, la Santa María de Onetti o el Macondo de García Márquez.
En la década del ’40 emigró a Buenos Aires, donde estudió Letras. Allí conoció al pintor Miguel Ocampo, primo de Victoria y Silvina, con quien se casaría y tendría tres hijas. Una de sus primeras publicaciones fue en la revista Sur, con un cuento ambientado, nada es casual, en su tierra natal.
Años después, cuando su esposo fuera designado embajador en Roma, se mudarían a Europa, y comenzaría allí un periplo literario que elevaría a Orphée a la altura de su propia leyenda: conoció a Ítalo Calvino, Alberto Moravia y Elsa Morante, Octavio Paz y Julio Cortázar, cultivó la amistad con Leda Valladares y Olga Orozco.
Era una mujer que marcaba una distancia con las mujeres de su época; omitía ser políticamente correcta; compartía dos estratos sociales: la morocha de provincia y la dama de clase alta; suavecita y refinada a la vez que feroz e implacable; la aldea y lo universal.
Pero sería Alejandra Pizarnik su amiga estupenda: pasaba en la vida, pasaba en la literatura. Juntas eran fiesta y melancolía. Escribían a cuatro manos, se recreaban en la poesía, proyectaron –quizás conscientes de que nunca lo llevarían a cabo– un libro que se llamaría “Guerra entre tucumanos y judíos” o “Guerra de los tucumanos contra los unos”. Alejandra era un ser de alegría”, dijo alguna vez Orphée, que vivía “con una tremenda tragedia adentro”. Pizarnik tenía 36 años cuando se suicidó, en 1972. La leyenda cuenta, como cuenta el cuento de Cosci, que fue Elvira la última en verla con vida.
Se habían conocido en París, donde Elvira vivió junto a su marido hasta 1969 y trabajó como lectora de literatura latinoamericana nada más y nada menos que para Gallimard: tuvo el honor de poner sus ojos en textos de Clarice Lispector, Juan Rulfo y Felisberto Hernández.
Su primera novela fue Dos veranos, publicada por Sudamericana en 1956 y reeditada en 2013 en la colección Narradoras Argentinas del sello Eduvim, codirigida por María Teresa Andruetto.
“Pudimos reeditarla gracias al aporte de Leopoldo Brizuela, que era muy amigo de ella, fue el segundo título de la colección”, cuenta Andruetto en exclusiva para esta ocasión. “La había leído en los ‘80 y releído después, cuando sacó Ciego del cielo. Recuerdo que fui a una librería en Buenos Aires, le pregunté al librero y me dijo ‘no la conozco’, se agachó entre los estantes y me preguntó: ‘¿Es buena?’. Todavía no había una revalorización de su obra”.
Neorrealista, de ambiente provinciano, libro “raro, fiel”, con la fuerza inimitable de la oralidad, una “historia llena de dolor, de rebeldía y de poesía”, según dice Rosa Chacel en el prólogo, Dos veranos cuenta la historia de Sixto Riera, un muchachito huérfano al servicio de una familia acomodada, como otros, personaje desclasado en un ambiente suburbano, ubicado entre “la magia, la destrucción, la enfermedad, la locura. Lejos del costumbrismo, de las modas y el estilo de sus contemporáneos”.
La pregunta podría ser por qué Orphée pasó del fracaso comercial de una época a convertirse en un apellido de culto, cómo alguien entra o no en el canon. “Al fin”, dice Andruetto, “lo interesante es el cruce que ella hace, la forma de mostrar la realidad en el cruce con la fantasía, con el realismo mágico o con el más puro realismo”.
Orphée publicó también las novelas Uno, Aire tan dulce, En el fondo, La última conquista de El Ángel, La muerte y los desencuentros y Basura y luna; y los tomos de cuento Su demonio preferido y Las viejas fantasiosas; y ganó el Primer y el Segundo Premio Municipal de novela con apenas dos años de diferencia.
Falleció en 2018, a los 95 años. Sus hijas desarchivaron sus borradores, originales, manuscritos, artículos periodísticos, reseñas, entrevistas y cartas personales, (Aira, Marosa di Giorgio, Wilcock, tantos otros); incluso una novela inédita, Amada lesbia.
Pero quizás a donde haya que volver siempre, y este es un sesgo puramente subjetivo, es a uno de sus grandes éxitos, el cuento “Ay Enrique”, tan weird, tan de ficción extraña, sobre la transmigración de las almas, que funciona en sintonía con Distancia de rescate de Samanta Schweblin. Ahí sí que no hay canon ni culto: es pura y dura literatura de anticipación. Y no son muchos ni muchas las que pueden dar con ello.