Por Hernán Carbonel
Hay un cuento de Martin Kohan que se llama “Erik Grieg”. Está en Una pena extraordinaria. Comienza así: “Todo el mundo sabe que una puta no besa: que para sostener la ficción de su entrega es necesario omitir, por lo menos, dos o tres circunstancias: la exigencia del pago previamente acordado, cierto aire de ausencia, que se nota pese a cualquier esmero, y la renuencia a besar”.
Erik Grieg no es otro que el marinero “sueco o finlandés” que se acuesta con esa mujer en la Buenos Aires de 1922 para que se pueda urdir la compleja trama de venganza hacia Aarón Loewenthal. Grieg abandonará el barco, deambulará durante días entre muelles, pero no podrá dar con ella: “hubiese sido capaz de matar, con tal de encontrarse otra vez con la puta que lo había besado”.
Ignacio Molina también continuó aquella historia. El cuento está en su libro Nueve versiones de Borges y se llama “Samuel Zunz”. Molina retoma, a su vez, según él mismo cuenta, la versión de Kohan “pero veintiséis años más tarde, en el verano de 1948, cuando vuelve a Buenos Aires después de trabajar durante largas temporadas en el campo y se reencuentra con la nostalgia por su efímero vínculo con aquella falsa prostituta y con un ejemplar de la revista Sur”.
Esa mujer, ya lo sabemos, es Emma Zunz. La del cuento donde Borges expone las costuras de un argumento, donde con intención deja cabos sueltos para permitirnos –alabado sea– que se puedan montar todas estas reversiones. “En el final del cuento se asegura que ‘la historia increíble’ era ‘sustancialmente cierta’. En efecto, en la economía borgesiana, los actos y los seres cobran, ante los ojos de Dios, una independencia relativa de sus existencias mundanas”, dice Beatriz Sarlo en “El saber del cuerpo a propósito de Emma Zunz”. Y cierra: “Más que una relación obviamente intertextual, los dos cuentos siguen dos direcciones diferentes a partir del mismo punto. Kohan toma a su cargo escribir las posibilidades dejadas de lado por el relato de Borges, produciendo ficción allí donde hubo elipsis”.
En fin. Una vez más, Borges. Borges el inagotable. Borges todo. Borges siempre. Si es cierto que Gombrowivz, desde el barco que lo devolvería a Europa, gritó “hay que matar a Borges”, claramente eso no ha sucedido, ni hay sospechas, tampoco, de que eso suceda.
Ahora hay un nuevo eslabón en la cadena, y es Continuidad de Emma Z., la reciente novela de Ariel Magnus editada por Interzona. “¿Y si la literatura argentina, sea eso lo que sea, pudiese ya no consistir sino en escribir, reescribir, sobreescribir, contraescribir a Borges?”, dice el mismísimo Martín Kohan (porque todo es circular, porque todo es, en definitiva, borgeano) en la contratapa. “Tanto que yo mismo, por lo pronto, sin ir más lejos, he sido lector de esta novela, y además su epigrafista, y además un personaje. No sé cuál de los tres escribe esta contratapa”, expresa Kohan en un inigualable giro metatextual.
El trasfondo de esta novela no es menor: lleva consigo el aura de la figura de María Kodama y –una vez más– el veto para su publicación. La historia es así; la explicó el propio Ariel Magnus.
Una vez terminada la primera versión, más de una década atrás, Magnus le escribió por vías legales a la viuda y heredera de Borges. Había un antecedente no menor para que Magnus cumpliera con esa formalidad: el juicio que tanto dio que hablar con Pablo Katchadjian por su El Aleph engordado, texto digno de ser leído en tanto ejemplo de intertextualidad, ya se trate de cita, plagio, alusión, pastiche, parodia, influencia, apropiación o interpretación libre; lo que alguien definió como falsificación de otras falsificaciones que también se inspiraron en falsificaciones. De todos modos, Kodama consideró no estar en condiciones de autorizar la publicación.
Así que aquí estamos, a la espera de Continuidad de Emma Z., la nueva novela de Ariel Magnus. Habrá que leerla con fruición, con la pasión con que se emprende toda empresa lectora, más aún si se trata de una aventura borgeana. Pero antes de empezarla, me quedo con una –azarosa, improvisada– reflexión a priori: quizás debamos comprender, algún día, como lectores tanto como autores, que, desde el Quijote hacia acá (y Borges lo dejó, justa y fielmente, demostrado en “Pierre Menard”, y Barthes y Foucault lo han reafirmado en sendos ensayos) el autor ha desaparecido, y la preponderancia corresponderá siempre a la obra.