
Por Mariela Ghenadenik
La frase “me pasaron tantas cosas que podría escribir un libro” es tal vez una de las que más me dijeron desde que soy escritora.
Escribir un libro acerca de la propia vida rankea alto entre los deseos vitales a cumplir.
Y desde que nació el género de la autoficción a finales de los Setenta, ya no hace falta ser una personalidad destacada de la cultura para atrapar las vicisitudes del pasado en un libro que desde un anaquel celebra el triunfo de haber vivido para contarlo.
Este género híbrido, a medio camino entre la autobiografía y la novela, fue ganando terreno en el mundo literario y hoy es uno de los sellos distintivos de la narrativa contemporánea.
Y también un reflejo de época.
Explorar lo íntimo para revelar lo universal
Acuñado por el crítico y escritor francés Serge Doubrovsky, la autoficción se diferencia de la autobiografía en el pacto de lectura. Mientras que en la autobiografía se cierra la posibilidad de identificación con el personaje protagonista, en la autoficción este límite se vuelve más difuso.
Y se borra también la frontera entre lo que es real y lo que no. Ya no se trata de una confesión fiel del pasado, sino que, a partir de la verosimilitud, se contarán hechos que podrían haber ocurrido o no. Y que no importa si fueron ciertos; la reconstrucción literaria juega a disfrazar la autenticidad para seducirnos mostrando y ocultando aquello que afirma ser verdad.
Lo interesante de este cruce entre memoria personal y ficción literaria es que no solo habilita a contar en primera persona hitos del pasado, sino que lleva a indagar ciertas profundidades que podrían encajar perfectamente en una porción de la vida de quien esté del otro lado de la página.
Aunque toda historia es autobiográfica, también es cierto que el impulso de escribir no siempre nace de la propia experiencia. Escribir no siempre es recordar. Muchas veces, las historias nacen de la intensidad de imaginar los caminos no elegidos, exorcizar el compendio de fantasías recurrentes, conjurar escenarios de podrían suceder, atesorar lo que nos gustaría que suceda. En esos intersticios se arremolinan historias que nacen de la propia mirada, pero que pueden prescindir del propio protagonismo. Y hasta lo rechazan.
Pero la creatividad también es inventar las reglas del partido y ampliar el campo de juego para acomodar todas las variantes de la propia expresión. E ir fabricando los géneros literarios que se necesitan para organizar los impulsos de cada emoción en distintas rutas narrativas.
¿Narcisismo o forma de resistencia?
En tiempos de sobreexposición digital, la autoficción por un lado dialoga con la cultura exacerbada del yo que necesita mostrarse (en redes sociales, por ejemplo) para existir. Pero también puede ser un acto de búsqueda de verdad en una era de post post verdad, fake news y (desde hace un par de años) de inteligencia artificial.
También puede ser un acto de resistencia. La autoficción ofrece una historia basada en lo auténtico en la cual nos narramos sin filtros y con múltiples ambigüedades, lejos del relato perfecto al cual nos exponemos de manera cotidiana.
O tal vez puede ser que contar la propia historia sea lo más cercano que tenemos para canalizar el impulso humano de narrar. Y de hacer catarsis en un presente extremadamente complejo que se vive de manera sumamente consciente e intensa.
La literatura como espejo borroso
En la autoficción, quien escribe se convierte en personaje, pero no necesariamente para contar la verdad, sino para explorar sus múltiples verdades. Quienes leen, por su parte, se convierten en detectives, en cómplices, en voyeurs. Y en este juego, la pregunta ya no es si lo que se cuenta sucedió realmente, sino que aparece la intriga de por qué el o la autora eligió contar su historia de esta manera.
Llegados a este punto, la autoficción no parece ser un formato pasajero, sino un síntoma de época que refleja una forma de relatar la identidad desde un yo que se construye tanto en la experiencia real como en la ficción que configuramos en los espejos imaginarios de la virtualidad performativa. En este escenario, el pacto de lectura se vuelve más complejo: siempre somos protagonistas de una vida que alguien observa desde algún lugar.
Y tal vez allí resida su potencia: este género nos recuerda que la vida acumula sentido no solo a partir de lo vivido o imaginado, sino también desde la mirada que nos contiene e interpreta en el trascurso de cada presente individual.