Cuento antologado en el Concurso "Silvina Ocampo"

Yoga

El perro no deja de ladrar y, por eso, concentrarse en la relajación le resulta imposible. Un ladrido agudo (piensa en un caniche o un pekinés). No puede creer cómo la profesora no dice nada. Podría decirlo él, pero prefiere no hacerlo, esperar; le parece que sería más adecuado que sea ella quien, de una manera elegante, pida que la persona que tiene el perro se mutée, incluso podría sólo decir que por favor todos y todas se muteen, sin necesidad de mencionar al perro, decir que para los novatos no es sencilla la meditación en un ambiente poco propicio o algo así; pero la tipa no dice nada y él no tiene ganas de pararse, desmutearse y pedirlo (exigirlo ya a estas alturas) así que intenta con más fuerza de la habitual pensar en ese lugar en que -dijo la profe- quisiera estar en este momento y sentir cómo una lluvia energética penetra por cada poro de su piel en lugar del ladrido constante y chillón del perro de mierda ese.

Cuando la clase está por terminar y todos se reúnen un momento frente a las pantallas, nadie menciona el tema y hasta el jueves, buena semana, cuídense mucho, Namasté, Namasté.

Franco se promete que si la próxima vez se repite lo de los ladridos va a intervenir, a pedir (y ni siquiera tendrá que mencionar lo que pasó) que nadie olvide silenciarse antes de comenzar la meditación y cada cuál sabrá si le cabe el sayo y a otra cosa. Antes de dejar de pensar en el tema googlea “sayo”. El dicho le apareció en la cabeza, seguramente lo diría su papá o su abuelo, y no está del todo seguro de su significado. Pero está bien.

Todavía sobre el mat, piensa en eso, en la herencia. En cuántas cosas se arrastran sin saber del todo. Sabe sí, que de ese abuelo calcó la nariz y lo espeso de las cejas, y de su papá, la pose: la curvatura hacia adelante, el karma de los altos que no son basquetbolistas. Es lo que quiere corregir con el yoga, esa espalda como un paréntesis; pero hace casi un año que empezó y no ve cambios, y para colmo ahora, con esta modalidad por zoom, imposible que la profesora pueda revisarle la postura.

Pero Franco lo acepta, lo entiende y agradece lo que tiene, lo que le tocó en suerte. Una herencia más material, más tangible aún que su cuerpo: los departamentos que compró por varios lugares de la ciudad y que alcanzó a alquilar antes del confinamiento y, estos en los que vive, tan enormes, tan para él solo.

Para mí solo, literalmente, le había dicho a su primo apenas mudado.

El edificio estuvo listo en febrero. Dos años atrás, cuando le mostraron los planos y el render, había reservado sin dudar dos departamentos, uno en el primer piso y otro en el último, el diez, con la mejor vista al río. Amuebló los dos pensando en vivir en uno u otro, o al menos tener la opción por si había cortes de luz. Pero al poco tiempo llegó la pandemia y el confinamiento y el resto de los departamentos no habían sido ocupados. Esto le explicaba a su primo cuando le decía que estaba solo, literalmente solo en un edificio de diez pisos con cuarenta departamentos. Ni internet tenía aún.

Me voy a gastar la herencia en datos del celular, primo.

Porque así se habían dado las cosas. Al campo se lo pagaron con propiedades en la ciudad. Algunos miles de dólares también, pero básicamente departamentos en “la plena urbe”, así también le decía al primo.

Qué iba a hacer yo entre vacas y soja, Nacho.

Franco se sabe totalmente inútil sobre las cuestiones del campo familiar. Creció con su abuelo y su papá no hablando de otra cosa, por eso lo había intentado con la agrotécnica cuando abrió el secundario en la Facultad de Veterinaria, pero dejó con pésimas notas en segundo año.

Después, sus padres y su abuelo murieron volviendo de Pergamino. La fatalidad y la casualidad quisieron que el auto se incrustase debajo de un camión jaula recién cargado que entró a la ruta demasiado rápido.

Le cuesta pensar que el accidente lo liberó.

Sabe que su papá -y también su abuelo- se volverían a morir si vieran en lo que transformó la estancia, o, mejor dicho, en lo que mutó la estancia.

Además, está eso que le dijo Nacho: que lo habían cagado. Que esas hectáreas en esa zona valían mucho más que los diez departamentos. Pero qué podía saber él, opinando desde Portugal y “remándola” con el teatro. Si no era envidia le pegaba en el palo. Por eso, cuando hablaban, Franco cambiaba rápido de tema y le prometía que sí, que pronto viajaría a verlo.

Cuando compró los departamentos desde pozo, la mujer de la inmobiliaria le dijo que ya tenían casi la totalidad vendidos: ¡el 80%!, que había hecho una excelente inversión, que la mayoría eran gente joven como él, como vos, dijo. Y que por supuesto el mejor departamento era el 10A ¡con esa vista!, pero cuando se decretó el aislamiento ningún piso estaba ocupado.

La cuestión del edificio vacío al principio lo entusiasmó. Jugar carrera de ascensores o salir a dar vueltas con el monopatín. Probar el volumen de la música tratando de escucharla desde los diferentes pisos, tirarse en los sillones del palier a ver pasar lo poco que pasa y ocuparse de regar la única planta que llegaron a ubicar a la entrada. Esta planta es toda mi responsabilidad, se dice, a veces con tranquilidad y a veces con melancolía.

Con el auto le pasa lo mismo, aprendió a manejar “de grande”, así lo piensa porque no fue de los chicos que aprendieron con su papá. Sigue una cuenta donde dan consejos sobre cómo mantener los autos en estos momentos en que se usan tan poco: ponerlos en marcha durante algunos minutos y acelerar en punto muerto, al menos un par de veces por semana; pero Franco puede hacer más. En la cochera desierta da vueltas con su Peugeot 208 esquivando columnas y practicando la marcha atrás. La cartulina verde de principiante le causa risa en tamaña soledad, pero ahí la deja.

La tormenta empieza un momento antes de la clase de yoga. Franco está sobre su mat esperando que la profesora le dé entrada al zoom, pero se para y va a chequear que no haya ninguna ventana abierta ni en ese ni en el otro departamento, el del primero. Sube rápido al ascensor y piensa que cuando el resto del edificio esté ocupado, va a extrañar tener siempre disponible en su piso los ascensores; porque eso hace, tiene los cuatro juntos donde él esté. Una especie de seguro entre tanto vacío, o algo así pensó alguna vez.

Adentro del ascensor la lluvia no se escucha para nada. Otro mundo. Al salir ve por los vidrios del pasillo, el cielo casi negro y el agua que cae como una cortina pesada. Siente un escalofrío y sin saber por qué piensa en las vacas del campo. De chico, en las temporadas que pasaban en la estancia, no podía dormir las noches de lluvia pensando en todos los animales a la intemperie bajo esas tormentas furiosas.

Entra al departamento y chequea cada ventana. Volviendo al décimo piso se da cuenta de que esa es su primera tormenta en ese edificio y que si se cortara la luz en ese momento quedaría encerrado en el ascensor y para colmo sin celular porque quedó arriba a la espera de la clase. La idea lo estremece y enseguida se ve colgado dentro de esa caja metálica suspendida dentro de la caja mayor que es el edificio.

Cuando al fin las puertas se abren en el diez, sale de un salto. Le tiembla todo el cuerpo, el corazón le golpea el pecho; se apoya contra la pared, las manos sobre las piernas tratando de calmar la respiración; la luz que sale del ascensor es la única luz del pasillo, un rectángulo que corre por el piso y sube apenas unos centímetros por la pared. Franco ve sus pies descalzos, dos fosforescencias más relucientes que el porcelanato. Desde adentro de su departamento le llega la voz de la profesora de yoga, también está hablando de los pies. Son la raíz, dice, lo que nos conecta con la tierra, a través de ellos toda la energía de nuestro mundo ingresa al espíritu que habita en nuestro cuerpo. Franco empuja la puerta de su casa, ahí también está oscuro salvo por la luz del celular. Sus compañeros están haciendo la postura del árbol: Virksasana. Es importante sentir cómo nuestros pies nos enraízan con el suelo, nuestras piernas se convierten en el tronco y nuestras extremidades superiores pasan a ser las ramas en movimiento, susurra la profe. Franco se para sobre el mat y lo intenta, pero a los pocos segundos la imagen del ascensor vuelve a su cabeza y no logra mantenerse en equilibrio. Cuando escucha que practicar equilibrios en yoga es una maravillosa manera de trabajar desde la humildad, la fortaleza y el respeto, se desconecta.

El departamento ahora, sin el celular encendido, está aún más oscuro. Son las cinco y cuarto, pero por la tormenta parece más tarde. No tiene ganas de encender la luz, no todavía. Se acerca a la ventana y adivina el río detrás de las nubes, piensa en eso de la mejor vista y se ríe apenas, una mueca. Cree que adentro del ascensor pensó en su madre, pero no está seguro, en cambio ahora sí, mirando la lluvia piensa en ella. Todavía la extraña.

También piensa en lo que le dijo su primo: que retome terapia, que los duelos son más largos de lo que uno cree, que el aislamiento puede empeorar las cosas, que ahora todos los psicólogos atienden por zoom, que no se haga el héroe, pero también se dice que debe ser el día, que lo gris no ayuda, que cuando pase la tormenta verá las cosas sin tanta melancolía y entonces cree ver algo abajo, sobre la calle, debajo de la lluvia: un hombre. Arrastra un carro. O eso supone. Un bulto negro o casi negro que se mueve lento. La calle es la última, apenas una cortada, después viene un parque y enseguida la barranca; le habían dicho que nunca sería una calle demasiado transitada, además no está permitido estacionar. Su edificio es el primero que se construyó sobre ella y por ahora, el único. Enciende la luz y la persona en la calle deja de moverse y mira hacia arriba. Sobre el río se descuelga un relámpago, un zigzag que parte el cielo un instante. Durante una tormenta en el campo su papá le explicó algo en relación al tiempo que media entre un relámpago y el trueno, entre la luz y el sonido. Estaban en el galpón un anochecer de verano y era tanta el agua que caía que su papá dijo que sería mejor quedarse ahí hasta que amainara. La casa no estaba lejos pero igual llegarían empapados.

Parados bajo el dintel del portón miraban hacia el horizonte, lo recordaban nomás, porque ese día la cortina de agua también parecía hecha de algo sólido. Su padre había encendido un cigarrillo y cuando apareció el hilo de luz en el cielo, le dijo: preparate y el ruido retumbó entre las chapas como una estampida de caballos. Franco recuerda que, a pesar del aviso, su cuerpo dio un salto y su papá se rio y le pasó un brazo por los hombros.

El hombre en la calle mira un instante más hacia arriba y sigue su marcha, pero para cuando el trueno se desata, Franco ya está bajando en uno de los ascensores sin recordar el miedo al corte de luz de un momento atrás.

Hasta que pase la tormenta, hasta que deje de llover, se dice mientras baja y eso mismo le repite al hombre señalándole el edificio. Arrastran el carrito de supermercado hasta el alero. Franco tira de adelante, más como guía que por fuerza. Al llegar a la puerta el hombre se queda ahí, bajo el techo, agradece y dice que apenas escampe un poco sigue viaje. Franco le dice que pase, que mejor esperar adentro pero enseguida se da cuenta de que el hombre desconfía.

Te podés quedar acá en el palier, te sirvo un café y después te vas. Te secás un poco.

No tengo tapabocas, se mojó, dice el hombre y Franco se da cuenta que él tampoco lleva uno, que ni siquiera lo pensó cuando salió corriendo de su casa.

Además estoy con mi perro, dice el hombre y levanta los plásticos del carrito. Franco ve aparecer una cabeza lanuda, negra como las bolsas. Le recuerda a los carneritos del encargado de la estancia. Los tenía por gusto, le cortaban el pasto, decía para justificarse.

Franco insiste y le dice que pueden pasar los dos. El hombre parece decidirse, como si el perro le diera otra seguridad y, a punto de dar un paso adentro del edificio, retrocede hasta el carrito. Se saca las bolsas que siguen chorreando agua, una especie de pilotín improvisado que hasta ese momento lo cubría desde la cabeza. Franco, que también chorrea agua, se sorprende al verle la cara descubierta, es mucho más joven de lo que, de algún modo vago, se había imaginado. Es casi de su edad.

Cuando al fin entran, el perro se sacude y enseguida todo se cubre de puntos de barro. El hombre quiere salir, sacar de nuevo al animal, se disculpa, vuelve a decir que se quedan afuera, pero la puerta ya está cerrada y Franco le dice que no se preocupe, que es solo un poco de barro, que ya trae algo con que puedan secarse, los tres, aclara y sale corriendo por el pasillo y sube hasta su departamento del primer piso.

Vuelve con unas toallas nuevas, enormes, perfumadas. Le da dos al hombre, y le aclara que una es para el perro. 

¿Cómo se llama?

Yoga, es hembra.

A Franco, el nombre le encanta y lo sorprende; le pregunta cómo se le ocurrió, pero el hombre le dice que ya se llamaba así, que él la encontró perdida y que lo decía en la chapita. Como Franco no dice nada enseguida explica que no tiene un teléfono y no vio carteles buscándola. Que se la quedó porque la vio muy sola. Franco se agacha y la frota con la toalla, vuelve a pensar en los corderitos y en el campo.

Yoga, le dice, y la perra le mueve la cola. Después se va a hacer el café.

Cuando vuelve con la bandeja con las tazas y un budín, el hombre sigue parado y repite lo del tapabocas, que dicen en la tele que hay que usar pero que a él se le mojó. Franco ni sabe si tiene uno. Hace un gesto indicando los sillones y sirve el café. A Yoga le acerca un cuenco con agua.

La perra toma un poco y después se le echa a los pies.

El hombre come budín, pero sigue intranquilo. Le dice a Franco que vio en la tele que la policía se llevó presa a gente que no cumplía con el aislamiento. Que algún vecino podría denunciarlo.

No hay nadie en todo el edificio, le dice Franco y en el mismo momento en que lo dice, se arrepiente. Se arrepiente de todo, de haber corrido bajo la lluvia, de haber hecho pasar a este hombre, de haber preparado café, de haber tenido miedo en el ascensor, de extrañar a sus padres, de haber vendido el campo.

El hombre deja la taza de café sobre la mesita y sacude unas migas del sillón. Yoga, que hasta hace un segundo parecía dormida, se para y pasa la lengua por el piso. Después olfatea un poco más y vuelve a tomar agua. Esta vez se echa cerca de la puerta y desde ahí mira atenta por si algo vuelve a caerse.

El hombre se para y va hacia el ventanal. Un vaho se mueve por el palier; un aire pesado que se vuelve agrio. Qué manera de llover, dice y hace el chiste ese de que siempre que llovió, paró. Franco apenas asiente con la cabeza. Mira al hombre que mira la lluvia con las manos cruzadas en la espalda. Tiene un pantalón de jean cortado como bermudas, es flaco, pero se le marcan los músculos de las pantorrillas y los brazos.

Franco vuelve a pensar en el edificio. Lo siente a sus espaldas como una enorme mole gris, alguna noche soñó que lo recorría como en un Pac-Man; se le vuelve tan desmedido como el campo. Desde afuera los contornos son claros. Hay aristas, esquinas. Desde el parque puede verlo entero sin esfuerzo, pero adentro es una zona demasiado vasta.

Yo vi la luz -dice el hombre- Arriba. La única. Parecía un faro, como los del mar.

A Franco la comparación le gusta. El hombre vuelve a sentarse y sonríe por primera vez; quizás, ahora seco, un poco reconfortado. Yoga se acerca y se echa entre los dos. A lo mejor lo que hizo está bien. Un hombre y un perro que rescató de la tormenta. No pasa nada. Apenas deje de llover se irán. Sirve más café.

¿Y a la perrita cuándo la encontraste? Me gusta tanto el nombre, dice Franco y le cuenta que él practica el yoga. Por la postura, le aclara. Que le hizo gracia la coincidencia. Y como el otro no le contesta, vuelve a preguntarle cuándo.

No sé, hace unos días. Tengo que ir al baño.

El hombre se para, pero Franco no se mueve. Sabe que hay un baño a la vuelta, en la zona de servicio, es un baño para personal eventual: jardinero, seguridad, algún arreglo eléctrico, el piletero, los de la empresa de limpieza, pero no está abierto. Todo estaba para estrenar, pero no hubo tiempo y los de la constructora le habían dicho que apenas se pudiese todo estaría funcionando, que por lo pronto obviamente no pagas expensas, el único gasto común es la luz y nosotros nos hacemos cargo de esto hasta que la situación se normalice o al menos hasta próximo aviso.

Cordialmente.

Ese había sido el último mail.

Todas las puertas están cerradas. Él las recorrió una a una. Los departamentos de cada piso. Treinta y ocho, más la del gimnasio y la de ese baño.

Las había ido empujando como una constatación. Fue al principio, cuando todavía no se había acostumbrado al olor a cemento. Al olor y a esa especie de frío que parecía moverse por los pasillos como un alud invisible. Un iglú de ángulos rectos. En cambio, sus puertas nunca están cerradas, tiene miedo de quedarse afuera. Cuando fue evidente que nadie se mudaría al edificio al menos por unas semanas, había rellenado con papel el hueco donde calza el pestillo de la cerradura. Lo había hecho bien, incluso había completado el trabajo con cartón y una cinta. Con las llaves colgando de su cuello comprobó varias veces, en los dos departamentos, que las puertas no se trabaran, que para abrirlas desde afuera bastara con empujarlas. Pensó, en ese momento, que su papá -más práctico que él- seguramente habría sacado las cerraduras, pero después se corrigió: su padre nunca saldría olvidándose las llaves.

Acá a la vuelta hay un baño, dice Franco y al fin se para. Dan la vuelta al cubo de ascensores y entran a un pasillo oscuro, los cables del futuro plafón cuelgan de la loza. Yoga se adelanta olfateando los rincones. Al fondo hay una pilita de cerámicos, una bolsa con restos de material y una pala.

Franco señala la única puerta y cuando el hombre quiere entrar, no puede.

La abrimos con esa pala, dice Franco, pero el hombre le dice que no, que la van a hacer mierda, que debe haber otro baño, que lo disculpe pero que tiene que ir, dice también. Pero Franco ya mete la pala y hace saltar la cerradura que es una berretada, dice, cuando se pueda la hago cambiar, no te preocupes.

Cuando el hombre vuelve al palier, Franco está jugando con la perra.

¿Me la vendés?, le pregunta, pero rápido el otro le dice que no y la llama. Yoga obedece.

Te la pago bien.

No.

El hombre se sienta y se instala un silencio nuevo. La lluvia sigue tan persistente como al principio de la tormenta. Franco siente un poco de frío, todavía tiene la remera húmeda. Recuerda la laguna de la estancia las mañanas de helada. Un agua mentirosa, un camuflaje de solidez donde sólo los pájaros se animaban a pararse. Algunos caballos sabían el límite justo. Llegaban al borde, rompían el hielo con una de las patas y metían los hocicos apenas unos segundos para tomar el agua; pero la mayoría no, no sabían o no se animaban. Igual iban hasta la orilla, las vacas también, a ver si alguno ya había abierto un hueco. Franco se los hacía a veces para quedarse viendo cómo el vapor que les salía de los belfos flotaba un instante sobre el hielo como una nubecita baja.

Está para una birrita. La voz del hombre suena áspera a pesar de la entonación amigable. Quizás por los minutos que estuvieron callados.

Claro, dice Franco. Su voz también le sale dura, pero la deja así, no la aclara:

Ahora traigo.

Franco se para y Yoga lo sigue, caminan juntos hasta el pasillo de la escalera, pero cuando abre la puerta, la perra vuelve al palier. Franco sube, entra a su casa del primer piso y se cambia la remera. La idea de la cerveza no le gusta, igual saca un par de latas, pero después vuelve a guardar una en la heladera. Puede decir que está tomando un medicamento o que no le quedan más o que anda mal del estómago. Era sólo un momento hasta que disminuyese la tormenta. La amabilidad de un café.

Los ladridos de Yoga suben por la escalera. Franco agarra las llaves y arranca el cartón de la cerradura, cierra con fuerza y baja con la cerveza. El hombre está parado a la entrada del pasillo y sostiene la puerta abierta. Cuando Franco llega abajo, la perra deja de ladrar y mueve la cola.

Se ve que te extrañó, dice el hombre haciéndose apenas para atrás.

Mejor vamos para allá, dice Franco señalando hacia el palier.

Se paran delante de los sillones, pero ninguno se sienta. Franco estira el brazo, le da la cerveza y le dice que ya no llueve tanto, que cree que se hizo tarde, que puede darle un piloto y un paraguas. Algo de plata piensa también pero no lo dice.

El hombre deja la lata sin abrir sobre la mesita. Las gotas que empiezan a chorrear hacia abajo enseguida formarán una aureola de agua, pero a ninguno de los dos parece importarle.

Te traigo un pañuelo también, dice Franco y hace un gesto con el índice rodeándose la boca. El hombre lo mira y asiente apenas.

Cuando Franco traspasa la puerta de la escalera, la traba. Le parece lo mejor, una precaución. En el departamento del primero, sabe, están el piloto y el paraguas, es lo más lógico; pero la plata está arriba. Sube al ascensor y piensa que desde abajo pueden verse los pisos por los que irá pasando, pero ya no importa. Cuando baje y le dé al hombre las cosas para que afronte mejor la tormenta y lo que sea, todo volverá a estar como antes y quizás hasta podría buscar la clase de yoga que abandonó más temprano. La profe siempre recalca que quedan subidas durante una semana.

Cuando vuelve al palier, Yoga corre hacia él, pero está sola. Franco va hasta el baño, la puerta definitivamente abierta le muestra el espacio vacío. Los ascensores siguen arriba, excepto el que él acaba de usar. Sobre la mesita brilla la aureola de agua que dejó la lata de cerveza.

Cuando quiere llamar al hombre se da cuenta que no sabe su nombre. Igual, grita:

¡Flaco, te traje el piloto y un paraguas!

Yoga va hacia la puerta de entrada y llorisquea.

Algo de plata también, dice Franco, aunque bajando un poco la voz. Y el pañuelo, pero esto ya es un susurro.

Yoga vuelve con él. Se para en dos patas, quiere seguir el juego de hace un rato. Franco le acaricia la cabeza. El carro afuera tampoco está. Da una vuelta más por la planta baja, vuelve a mirar y buscar. La perra olfatea en los mismos lugares por donde él pasa. Nada. Al fin se decide, vuelve al ascensor y desde ahí la llama.

Vamos, le dice y de un salto la perra ya está adentro. Suben los diez pisos y entran. Franco enciende la luz y le pone un balde con agua. La acaricia otra vez y al verla moverse por el departamento se siente feliz de un modo impreciso. Se acerca a la ventana, la lluvia persiste como si fuese nueva, el mismo caudal de agua. El cielo más oscuro, la luz del atardecer detrás de la tormenta y, en un relámpago, lo ve, al hombre, casi en el mismo lugar que antes, envuelto en las bolsas negras, empujando el carro, entonces Franco corre y apaga la luz. Su enorme edificio, es ahora, nada más que un bloque gris.

Biografía

Mariana Viñas, nació a fines de 1969 en la Capital Federal. Es escritora y artista visual. En 2018 ganó el primer premio, mayores de 35 del VI concurso de relato breve Osvaldo Soriano organizado por la Facultad de periodismo de la UNLP. En 2020 formó parte de la primera antología de cuentos del concurso de Fundación La Balandra y en 2023 obtuvo una mención en el Certamen de cuento corto Osvaldo
Los que leyeron este relato, opinaron...

Magistral.

Comienza con un personaje común y corriente, y se abre poco a poco a lo singular de la situación en que se encuentra, tanto a nivel interno del personaje como a nivel externo. En el momento en que se desata la tormenta, el suspenso ya está instalado y se mantiene todo el tiempo hasta el final. El relato va iluminando, como la tormenta, distintas zonas a las que dirige y sostiene la atención del lector.

Que alguien pueda hacer mediar dos párrafos, con tanta naturalidad, entre el momento en que se ve el relámpago y el instante en que se oye el trueno, es una muestra de esa maestría en el suspenso.

Todo queda atado: desde el ladrido del perro que interrumpe la clase, hasta el nombre de la perra al final. El tono es sobrio, el lenguaje equilibrado.

Entrañable y humana la situación que relata, dos desconocidos en medio de una tormenta; un cuento representativo además de toda una época a nivel global.

Juliana Accoce

No Title

Me gustó mucho.Buen tono, buenos giros.Gracias.

Bárbara Gutiérrez

Una época rara.

Me gustó mucho cómo está trabajado el clima del cuento. Creo que va” in crescendo” desde el principio, con la narración de la situación familiar/personal del protagonista, hasta el encuenrto con el misterioso desconocido. El autor nos pasea por emociones diversas y , a la vez comunes, de una época desconocida para todos como fue la pandemia.

Hermoso cuento para pensar cómo, en ese tiempo, nos enfrentamos a los miedos frente a lo que sentíamos que debíamos hacer para ayudar al otro.

Y ese final, con la perrita Yoga, es precioso y cierra muy bien el cuento. Franco ya no se quejará por los ladridos.

María Teresa Espona