Crónica antologada en el Concurso de Crónica de Fundación La Balandra

Viaje al mar que se fue

Me había metido abajo de la mesa cuando vi que se levantaba la tierra. Cada vez que había una polvareda muy grande era alguien que yo no conocía: me asustaba, porque cuando andaban los carros o las chatas el polvo no hacía esas nubes tan grandes. El papá me llamó y cuando salí vi al tío: dijo que había crecido mucho, me agarró y me apretó. No me gustó y me puse a llorar –a veces la mamá me agarra, pero despacito, no me aprieta—. Era mi tío Gabino, que se había ido con mi tía y mis primos cuando yo estaba en tercero y ya estaba por ir a sexto. Hablaba en voz más alta, no despacito como mis papás, y después, cuando nos fuimos, me di cuenta de que todos los hombres que trabajaban haciendo las casas hablaban fuerte, porque había viento que hacía ruido y estaban lejos unos de los otros; también las maestras gritaban cuando se enojaban con nosotros y a mí me daba miedo, porque en mi escuela nunca nos gritaron.

El tío decía que nos teníamos que ir al lugar donde ellos vivían, que podíamos tener una casa grande y un auto, como él, y que Bolivia ya no iba a mejorar. “No —decía la mamá— nosotros estamos bien, la chapaquita va a la escuela acá cerquita, estamos bien”. “Allá hay un montón de escuelas —decía él— hay una justito abajo de la casa, bajando la montaña. Acá no hacen otra cosa que pasar hambre”. “Si no pasamos hambre –decía ella— plantamos, tenemos los animales, hambre no pasamos, estamos bien”.

La mamá después se callaba, lo escuchaba. Pero cuando el tío no estaba, le decía al papá y que no quería irse. Se sentaban afuera, en el tronco grande del árbol que se cayó y tomaban agua con limón. Él le decía que no tuviera susto, que ya iban a ver, que a lo mejor estaba bien ir a probar en otro lado. “¿Qué tenés que probar?”—decía la mamá. “A lo mejor podemos estar bien —decía él — y mandar a la chinita a estudiar, que acá no vamos a poder, porque queda muy lejos”.

El tío hablaba y hablaba, contaba que allá había trabajo y se ganaba mucha plata y que él ya tenía su empresa y por eso había ido a buscar a sus compadres, para que fueran a trabajar con él, que el papá también tenía que ir. Decía que era un lugar donde todo era nuevo, grande y lindo, con montañas muy altas y que desde la casa se veía el mar.  “¿El mar –dijo la mamá- es en el mar ese lugar?”.

Después me contó que había visto el mar cuando era chica y que le hubiera gustado quedarse, de tan lindo que era. Me decía que el mar era bueno, que no se terminaba y que saltaba y salpicaba cuando chocaba con las piedras y hacía un ruido como un rugido, como sonidos de animales, o algo, pero no daba miedo, que al contrario, y que ella quería seguir escuchándolo. Me decía que si donde vivía el tío estaba el mar me iba a gustar y que el Gabino le había dicho que si nos hacían una casa, iba a ser nuestra para siempre, no como la que teníamos ahí, que era del viejo, que no hacía más que decirnos que un día nos iba a sacar porque ya no le hacíamos falta.

“¿Y si tenemos que volver, a dónde vamos? —preguntaba la mamá— porque el viejo no nos va a querer más si nos vamos, va a traer otra gente o va a tirar la casa para más vides; ahora que vienen los ingenieros ya no nos necesita”. Pero el papá empezó a decir que si nos iba bien no íbamos a necesitar volver. “¿Y si nos va mal?”— le preguntaba ella. Pero cuando estábamos solas me decía que había que hacer como dijera el papá —como siempre, porque en todo le hacíamos caso—. Así que me di cuenta de que a lo mejor nos íbamos a ir.

El tío le decía a la mamá que donde vivía había muchos bolivianos, que en seguida iba a tener comadres y que también se hacía el carnaval y la fiesta de la Virgen, que todos se ponían los trajes de chapacos y podía plantar la albahaca y hacer sus canastitos para venderlos. Nos pusimos un poco contentas porque nos gustaba mucho el carnaval: siempre íbamos a Tarija a bailar en la comparsa y cuando eran los jueves de los compadres y las comadres y estaba la negra santera que nos pintaba la cara.

La mamá les iba diciendo a todos que había vuelto el Gabino y que al papá lo estaba convenciendo de que nos fuéramos. A veces las mujeres lloraban porque no querían separarse y a veces se ponían contentas y se tocaban las caras, despacito, y se regalaron las canastitas con flores y con frutas y a mí me dieron un sombrerito muy lindo que nunca me lo saqué.

Un día el papá dijo que empezáramos a juntar las cosas, porque teníamos que irnos en verano. El tío ya se había ido con los otros hombres. La mamá lloró de nuevo y metió la ropa en unas bolsas tejiditas y que tienen un cierre arriba, —que había comprado en la feria y todavía las tenemos—. Las otras cosas las puso en unos cajones de la fruta y se las llevaron las comadres.

Yo puse todas mis cosas en otra bolsa, más chica y después la llevé todo el viaje agarrada. Los perros y los animales se quedaron con el vecino; los acaricié un montón y les dije que iba a volver a buscarlos, pero no me creían y estaban tristes. Nos despedimos de todos cuando pasamos la Navidad y el Año Nuevo. Mis amigos y yo también lloramos.

Una tarde nos fuimos a Tarija y tomamos el micro para ir a la Argentina. Llegamos cuando todavía era de noche y teníamos que esperar todo el día para tomar el avión. Caminamos un poco por ese pueblo que tenía las montañas lindas, de muchos colores, pero como teníamos las bolsas y eran pesadas, al mediodía comimos tamales y fuimos en un auto al aeropuerto.

“Mejor temprano —decían los papás— hay que hacer muchas cosas y no estuvimos nunca”.

El aeropuerto y los aviones, todo era muy grande. Nosotros los veíamos pasar desde la casa; los veíamos chiquitos y ahora nosotros íbamos a ir por las nubes y no sabíamos cómo era y estábamos asustados porque nunca habíamos subido al cielo, tan alto. Nos sentamos los tres juntos y una chica nos puso unos cinturones que nos agarraban fuerte. Dijo que siempre los teníamos que tener puestos, porque el avión a veces se movía, pero que nos quedáramos tranquilos. Mis papás le hablaban quedito y ella dijo que después, cuando ya estuviéramos alto, podíamos soltarnos para ir al baño. Teníamos que tocar un timbre y ella nos iba a ayudar.

Cuando el avión empezó a moverse mis papás se agarraron muy fuerte de los asientos y yo me agarré de la mamá, con los dos brazos, la agarraba de la cintura y ella me tenía fuerte. Todo temblaba y yo sentía temblar a la mamá. Después no tembló más y afuera no se veía nada. Nos comimos los sánguches que traíamos de la casa y la señorita nos trajo Coca-Cola. Había una televisión chiquita para cada uno y la mamá me contó que habían mirado una película, pero yo me dormí enseguida.

A la mañana vimos por la ventana unas montañas muy altas, blancas arriba y el papá dijo que siempre tenían eso, que era nieve. Muy raro … muy grandes las montañas con los techos tan blancos y abajo el agua, como ríos, como lagos y después era mucha agua y la mamá dijo que era el mar. Pero el avión empezó a bajar y las montañas se hacían cada vez más grandes y parecía que las íbamos a chocar. Cerramos los ojos y nos volvimos a agarrar. No los abrí hasta que se quedó todo quieto y la gente se paraba y caminaba despacito, así que nos fuimos nosotros también.

Cuando salimos del avión hacía frío y había mucho viento. Los tíos nos estaban esperando con mis primos, y me puse muy contenta de verlos, pero estaban distintos y al principio no nos pusimos a jugar ni nada, era como si recién nos conocíamos, pero después en seguida nos amigamos de nuevo. Nos llevaron con el auto a mirar. Los negocios eran muy grandes, más grandes que en Tarija, con unas vidrieras enormes y las casas eran más altas y había mucha gente. Fuimos a la costa y el tío nos explicó que eso era el mar, pero que era una bahía, —que quiere decir que está la tierra todo alrededor—, pero nos iba a llevar a ver el mar donde era grande y no había montañas.

Era ir por una calle larga, por una ruta, y después nos bajamos en una montaña que no era muy alta y abajo estaba la playa, “la playa larga” le decían mis primos y era larga, con arena y estaba todo el mar. “¿Viste?” —me dijo la mamá— y nos quedamos mucho tiempo mirando y yo tenía ganas de llorar, pero estaba contenta. El mar no se termina. La mamá también estaba contenta y mirábamos juntas. Los demás hacían bulla, pero nosotras nos quedamos mirando mucho rato.

Nos fuimos a vivir a la casa de los tíos y enseguida me di cuenta de que mi tía no era como antes: decía todo el tiempo que estaba muy cansada y nunca se reía. La casa se parecía un poco a la nuestra, —no era tan grande como había dicho el tío— y estaba muy alta en la montaña. Al principio nos asustábamos por el ruido, porque las ventanas estaban tapadas con plásticos y había mucho viento y sonaba muy fuerte. El tío dijo que se necesitaban unos vidrios que eran dos y en el medio tenían unas piedritas —para algo que no entendí—, que al año los iba a poner, porque eran caros. La mamá y yo nos pusimos un poco tristes, porque sólo se veían árboles desde la casa, pero el papá nos dijo que iba a hacer la nuestra en otro lugar y se iba a ver el mar.

Esos días nunca era de noche. Nos quedábamos jugando afuera y cuando nos llamaban a comer siempre nos enojábamos porque era de día y sabíamos que ya nos iban a mandar a dormir. No nos gustaba a los chicos ir a dormir cuando estaba el sol y el cielo se iba poniendo de unos colores lindos, que el primero era amarillo. Al final todo se ponía rojo y en la casa jugábamos a abrir los cajones y adentro estaba rojo, la ropa roja, los juguetes rojos, todo se veía rojo. Nos teníamos que acostar y nos dormíamos con el sol que nos daba en la cara. Yo no entendía por qué no se hacía de noche.

Desde que llegamos los veía muy poco al tío y al papá, porque se iban antes de que me despierte y volvían muy tarde. Empezamos a extrañar al papá y era raro extrañar a alguien que vivía en la casa. Enseguida empezaron los gritos, siempre alguno se enojaba por algo. Mi tía no era buena y decía que la mamá se rascaba; yo no sabía bien lo que quería decir, pero decía eso: “que se rascaba” y cuando le preguntaba a la mamá no me explicaba.

Juntábamos los calafates y nos llenábamos la boca con esas bolitas negras, tan chiquitas y ricas, pero como están en una planta con espinas largas y muy duras nos pincháramos y a veces nos sangraban las manos, pero no nos importaba, seguíamos comiendo hasta que las manos y las bocas nos quedaban sucias como si nos hubiéramos refregado con vino; después nos teníamos que jabonar para que se salieran las manchas. También juntábamos para llevarle a la mamá que nos hacía mermelada, y juntábamos también la otra, como una lechuga grande que es el ruibarbo, pero teníamos el trabajo de dejar las pencas bien limpitas, porque las hojas no se pueden usar, porque tienen veneno.

Todo el tiempo había que estar acomodando las cosas, porque mis primos dejaban todo tirado y se hacía lío. Pero no tenía que haber lío, porque si no, el papá la retaba a la mamá. Ella lloraba, seguro que era porque antes nadie la gritaba, o a lo mejor lloraba porque nos dijeron que no podíamos hacernos una casa hasta el año, que había que juntar plata y esperar a que pasara el invierno. “¿Por qué no juntás plata —preguntaba la mamá cuando los tíos no estaban— si trabajás todo el día y no gastamos casi nada?” “Porque el Gabino no nos da, dice que la necesita para comprar más herramientas, para que se trabaje mejor”. “Pero vos no necesitás las herramientas, necesitamos irnos de acá, acá hay mucha pelea”. Y el papá se quedaba pensando y se rascaba atrás de la cabeza, despacito se agarraba el pelo y se lo apretaba y lo soltaba, una y otra vez.

Cuando llegó el carnaval nos pusimos a arreglar las camisas, porque algunas flores de los bordados estaban deshilachadas. Después nos vestimos de chapacas y fuimos a la fiesta. Nos fuimos a otro barrio, que no era en la montaña y ahí vivían muchos amigos de mis tíos, que también habían llegado de Bolivia, pero cuando todavía no se hacían las casas en la montaña. Ese barrio se llama el Felipe Varela y donde nosotros estábamos se llama El Escondido —me gustó enseguida ese nombre, que se lo habían puesto porque las primeras casas las hacían sin que nadie los viera, a escondidas, entre los árboles, para que no los sacaran.

En el Felipe Varela habían separado un terreno para que sea del diablito, que como tenía muchas piedras, se las sacaron y le pusieron tierra, para que estuviera blando. Cuando hicieron el pozo para sacar al diablo viejo, estaba muy sucio y feo y tenía gusanos, pero en seguida lo escondieron y apareció el diablo de verdad, con la ropa roja y los cuernos grandes, que eran de una vaca, como en Tarija. Todos bailamos y cantamos y fuimos por las casas y toda la gente estaba contenta. Al final no me gustaba porque los hombres ya se habían machado, de tanto tomar en cada casa. Y se ponen grotescos.

Con la ropa tan linda que teníamos, de todos los colores, fuimos al centro; estaban los músicos y las mujeres daban vueltas y vueltas, –parecían campanas—, y los hombres bailaban y hacían un ruido fuerte con los cascabeles que se ponían en las piernas. Las chicas que bailaban en la murga no tenían los vestidos largos, tenían unas polleritas cortas muy brillantes y tampoco tenían las camisas bordadas. Toda la ropa que usaban era dorada, como de metal, y la de los chicos que bailaban con ellas también.

No me acuerdo bien, me parece que eso fue un día y al otro día de vuelta fuimos a donde habíamos desenterrado al diablo y pusieron todas las cosas que eran para la Pachamama en ese pozo y en otros que habían hecho en los patios de las casas, porque todos querían que la Pachamama los proteja. Le ponían cigarrillos, —no sé para qué, porque estoy segura de que no fuma—. Y le ponían mucho vino y cosas de comer porque tiene que tener de todo para que le dure hasta el año que viene. Otro día, en otro pozo, enterramos al diablito nuevo.

Una vez fuimos a ver a las vírgenes y los santos, que cada uno tiene su altarcito en un lugar que está un poco lejos y hay que cruzar la ruta. Vimos un chorro grande de agua, muy grande, que baja de la montaña. Los vecinos —que habían nacido ahí y nos enseñaban los nombres de los lugares y las plantas— nos contaron que en el invierno se congela y que se llama el Velo de la Novia. Después de cruzar la ruta hay un camino de tierra y ahí la gente hace los altares para sus santos y también para Gilda y el Rodrigo, que los escuchábamos por la radio.

A todos les llevan flores y les prenden velas y eso hicimos con la Virgen de Urkupiña y también con el Cristo. Me dio un poco de miedo una cueva de la Difunda Correa, que adentro está acostada como una señora de verdad con un bebé que está tomando la teta. Todos le llevaban agua y hay montañas de botellas, porque se murió de sed, pero igual le daba la teta al bebé, aunque estuviera muerta. También hay uno que se llama Gauchito Gil, que tiene un poncho rojo y toda su casa tiene banderas rojas y a éste le llevan vino tinto y cigarrillos. La mamá le pidió uno y se lo fumó y después le pidió otro para llevárselo y me dijo que no le fuera a decir a nadie que fumaba.

Después ya empezó a ser de noche y de día y fuimos a una escuela que era muy grande, como las de Tarija y había mucho ruido; todos gritaban, no como en mi escuela que nos quedábamos siempre calladitos. Lloré los primeros días y quería que me dejaran ir con la mamá, pero no me dejaron. Había otros chicos bolivianos y de otros países y de Argentina y todos eran buenos y nos hicimos amigos. La maestra me enseñó a escribir Ushuaia, que se dice Usuaia y después yo le enseñé a los papás cómo se escribía este lugar, donde estábamos viviendo.

En la escuela supimos que cerca de ahí había una pileta de natación y varios de mis compañeros iban; a veces con los padres, que también se metían a bañarse y otras veces no iban a la pileta, pero hacían una cola y cuando les tocaba se bañaban en las duchas, que estaban para la gente que en la casa tenía que calentar el agua y bañarse en los baldes, como nosotros. Cuando le conté a mi mamá ella le preguntó a mi tía y mi tía dijo que eso era cosa de los ricos, y aunque mis primos y yo les decíamos que también iban los chicos que vivían en la montaña, ellas nunca nos creyeron y nunca fuimos.

La mamá todos los días nos llevaba a la escuela y se quedaba a esperarnos en la plaza que hay enfrente, en la orilla del mar y mientras nos esperaba lo miraba y escuchaba a la gente que pasaba, que hablaba en muchos idiomas diferentes. Veía los barcos y los pájaros. A veces había barcos más grandes que la escuela, llenos de ventanitas y otros chiquitos, uno al lado del otro. La mamá se ponía el poncho y tejía canastitas y una vez vio unos peces muy grandes y brillantes y una señora le dijo que eran delfines.

También se quedaba porque la tía nos gritaba; ella se iba a limpiar casas y la mamá hacía la comida y limpiábamos todo y juntábamos el agua y la leña, pero la tía siempre sacaba eso de que la mamá “se rascaba” y decía que se tenía que ir a trabajar, a limpiar casas, “¿pero quién iba a hacer las cosas en la casa?” –le decía el papá, —que no quería que la mamá se fuera, porque nos teníamos que quedar los chicos solos. Los tíos decían que mis primos se habían acostumbrado y no les pasaba nada. “Pero les puede pasar —decía el papá— y ella es una mujercita, es más peligro”. Todos se gritaban, y la mamá decía: “Dios mío ¿qué hicimos?” y lloraba todo el tiempo.

También se peleaban porque el papá y le tío hacían casas y como tenían frío, después se iban al bar y volvían machados. Ahí la tía les gritaba a ellos y decía que era por culpa del papá que tomaban y la mamá le decía que antes el papá nunca tomaba. Ellos se enojaban y les decían que se callaran y un día el tío le pegó a mi tía y los tres nos metimos abajo de la cama. Las dos lloraban y les pusieron la comida y después de que ellos se durmieron vinieron a buscarnos.

Cada vez hacía más frío y había menos día. El sol ya casi no salía y era de noche cuando íbamos a la escuela y como a la salida teníamos que subir la montaña, cuando llegábamos a la casa de nuevo estaba oscuro. Empezó a haber mucha escarcha y nos caíamos. En mi casa también había, pero no nos caíamos porque se rompía cuando la pisábamos, pero esa se quedaba dura y patinábamos. Empezó a llover casi todos los días, a veces muy despacito, una lluvia que casi no te moja pero que te congela.

Todo el año venía un camión y metía agua en un barril de plástico, bastante grande, al lado de la casa, y como el tacho ese estaba arriba de unas maderas, era difícil subirse. Desde que empezó a hacer mucho frío, el agua de arriba se congelaba y la mamá tenía que usar un palo de escoba con unos clavos grandes en la punta. Golpeaba y golpeaba hasta que se hacía un agujero; después metía la mano con un jarro y la iba sacando de a poquito. Yo le sostenía un balde para que la pusiera y en seguida teníamos que entrar a la casa para que no se congelara.

Una vez todos se enojaron con nosotras, porque colgamos la ropa afuera, como hacíamos cuando estaba el sol y cuando la fuimos a buscar estaba dura y fría y tenía un hielo finito por encima. La doblamos toda, la ropa, y sentíamos un ruidito que yo creía que era el hielo que se rompía, pero cuando la llevamos adentro nos dimos cuenta de que se había roto toda, la ropa, donde la habíamos doblado se rompió y cuando la tía la vio nos gritó y después lloró y la mamá también lloró y yo también. Después mi tía lavaba la ropa en la casa donde iba a trabajar, porque la patrona la dejaba y la colgaba adentro de la casa y el tío la iba a buscar con el auto y la traían.

También teníamos que juntar maderas, que había bastante, pero estaban mojadas, así que nos costaba mucho prender el fuego a la mañana y a veces nos íbamos sin tomar la leche porque estaba congelada. La mamá lloraba casi todos los días y seguía diciendo “Dios mío, ¿qué hicimos?” y tenía lastimadas las manos y las piernas. Un día le dijo al papá que juntara la leña porque nosotras no podíamos traer mucha y el papá se enojó y dijo que el único día que descansaba no iba a juntar leña y que ella se dejara de rascar y ayudara a mi tía. Y la empujó y le dijo que se dejara de llorar.

Un día cuando bajábamos a la escuela empezó a nevar. La nieve es como agua, pero son pelotitas que están muy frías y si hay viento te lastiman la cara. No son duras, si las apretás cuando caen ves que son blandas, pero te lastiman igual. La nieve te moja como si fuera la lluvia, se va quedando pegada y la ropa se te pone toda blanca. Da mucho frío y se te mojan los pies.

Bajamos despacito porque era difícil ver dónde pisar y no nos podíamos agarrar de nada, porque teníamos las manos duras y todo resbalaba. Nos caímos muchas veces y entre los cuatro nos ayudábamos a pararnos. Se nos mojó toda la ropa y nos cansamos, pero no nos podíamos sentar en ningún lado porque todo estaba patinoso y mojado. Pensé que nos íbamos a morir de tanto frío y de tanto dolor que teníamos en los pies y en las manos, en la cara, en todos lados y de tanto temblar y golpearse los dientes.

Cuando llegamos abajo nos metimos a la biblioteca, que estaba en la otra cuadra de la escuela y nos calentamos las manos en la estufa; nos cambiamos la ropa, porque la mamá nos llevaba otra ropa en la mochila, nos pusimos el delantal y nos fuimos a la escuela. La mamá decía su “Dios mío ¿Qué hicimos?” y nos dijo que nos iba a esperar en la biblioteca. Cuando llegábamos a la escuela, por más que miramos adonde siempre estaba el mar, sólo había la nieve. El mar se había ido. Después siempre caminamos hasta la ruta para ir a la escuela, que por ese lado nos quedaba muy lejos, pero podíamos tomar el colectivo.

En la fiesta de la Virgen de Urkupiña todos pusieron manteles y cobijas arriba de los autos y ahí cada uno iba poniendo los deseos y los regalos para la Virgen. Los regalos eran collares, pulseras y fuentes brillantes que nunca se usaban en las casas, sino que estaban arriba de los muebles, con las fotos y los floreritos. También le regalábamos mantos nuevos bordados colores brillantes. Los deseos los hacía cada uno, tenían que ser chicos, para que los pudiéramos poner en las mantas que llevaban los autos. Había muñecas que ponían las mujeres que querían tener un bebé, herramientas, toda clase de cosas y los que no podían encontrar algo chico, de juguete, que fuera su deseo, lo dibujaban en una hoja y lo pitaban muy lindo.

Nosotras, con la mamá hicimos una casita. Primero habíamos hecho una casa chica, con dos ventanas y una chimenea, pero después la mamá dijo que esa no. Entonces hicimos una casa grande, con dos pisos y muchas ventanas, en una hoja de mi cuaderno y la pintamos. Cuando la pusimos en el manto la mamá le puso al lado un avión azul de plástico, de los de las bolsitas de los cumpleaños. Me dijo que ella quería irse en avión y después hacer la casa, en Bolivia y yo también me quería volver. El mismo día de la Virgen nevó, nevaba muchos días y ya casi nunca estaba el mar.

Todos estaban más callados y más tristes que en el carnaval, porque casi todos vivíamos en la montaña o en el Felipe Varela y no había muchas calles y había mucho hielo y mucho barro cuando se derretía la nieve, y siempre había que bajar y subir a las casas y estábamos muy cansados y con frío. Además, los hombres no podían hacer las casas, por la nieve, y se machaban bastante. Dijimos la oración de la Virgen: “Acuérdate Oh, Clementísima Mamita de Urkupiña, que nunca jamás se escuchó decir que alguno de aquellos que a ti han recurrido, fuera por ti abandonado. Tú que supiste atender a los que necesitan, atiende nuestras súplicas en este momento de dolor”.

“Que podamos volver a Bolivia” —le pidió la mamá, que lloraba de nuevo. “Pero el viejo ya no nos va a dejar”—le dije. “No importa, están mis hermanas y los compadres, en algún lado vamos a estar”. “¿Y por qué no nos vamos?”  “Porque el papá dice que quiere ir con la plata para hacer una casa y nunca va a tener, porque el Gabino se queda con la plata”. “¿Y por qué no le dice?” “Porque la tía es la hermana de él y cuando le hace reclamos le dice que el marido le paga lo que es justo”. “Y qué vamos a hacer?” “No sé mi hijita, la madrecita nos va a ayudar”.

Biografía

Mara Martín es abogada, consultora psicológica y periodista, vivió 30 años en Tierra del Fuego, a partir de 1984, donde conoció historias que inspiraron su crónica. Se abocó al activismo por los derechos de las mujeres, siendo fundadora de la primera Casa Refugio para víctimas de violencia familiar, llegando a ser Directora Provincial de Prevención y Tratamiento de esta problemática. Fue coautora de la primera ley civil en América Latina para creación de un procedimiento especial para la protección de las víctimas. Trabajó en radio y televisión y condujo durante varios años su programa diario “Mara a las tres”. Fue fundadora y directora del semanario de política y cultura “El ojo del hacha”.
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Muy visual..!

Descripción desde el sentir simple de una niña que debe afrontar el desarraigo y los conflictos familiares que se generan, con el lenguaje coloquial de su tierra de origen

Carlos Monticelli