No la escuchó levantarse ni la vio en la cama. Lo despertó el calor en la habitación, cerrada, con el aire acondicionado apagado por el corte de luz. Abrió la ventana y a las siete y media de la mañana el aire le quemó la piel. Fue a la cocina a desayunar con ella. Tampoco estaba. La calabaza, todavía tibia, sujeta una nota que no quiere leer.
Flavio: estos meses que compartimos fueron hermosos. Pero necesito seguir mi camino, volver a la ruta, explorar; saber dónde empiezo el día y no saber dónde lo voy a terminar. Todo eso que a vos te inmoviliza a mí me eleva. Los anaqueles de tu biblioteca, tus libros, te tienen amarrado. Y está bien, tu libertad son tus lecturas. Por eso me despido con un fragmento de un poema, que vos sabrás bien que no me pertenece:
«Echa a volar… mi amor no te detiene, / ¡Cómo te entiendo, Bien, cómo te entiendo! /
Llore mi vida… el corazón se apene…/ Date a volar, Amor, yo te comprendo».
Flavio, que mis besos y mi recuerdo te lleven a tus páginas soñadas. Tuya por siempre, Albertina.
Se cebó un mate y sorbió como una especie de fuego líquido. No era el verano ni el sol desgarrador que amenazaba con meterse en su cuerpo. Vio y sintió la ciudad distinta. Ya en la calle buscó refugio en un café y desayunó como un autómata. Albertina volaba y él se quedó mirando el cielo diáfano lleno de un resplandor que brotaba de su alma. No había libro posible, ahora, para llenar el vacío, otra vez, de su ancestral duda: el sentido de la vida atrapado en la literatura y sus textos o el amor de mujeres que se le iban como hojas en el aire, sin poderlas retener.
Deambuló por las arenas del asfalto derretido de media ciudad. Bombeando sangre desde su corazón roto, las sienes le comenzaron a latir con fuerza. Cruzó la plaza y los árboles no daban casi sombra. Perdido en las alas libres de Albertina, su mente viajaba con ella, mientras su cuerpo reclamaba algo de sombra y frescor. Vio entonces el local.
Cuando entró lo encegueció tanta oscuridad. Por un instante pensó que había perdido la visión. Esos minutos que pasaron entre el exterior luminoso y la penumbra del interior, fueron cubiertos con la agudización de sus otros sentidos. Lentos, perezosos, acostumbrados a que la visión se encargue de todo.
Su nariz comenzó a percibir ese aroma tan particular del papel contenido entre dos tapas, duras o blandas, de calidad inferior o superior. Daba igual, estaba en una librería. Le alegró darse cuenta de ese detalle ya que en realidad había entrado al local solo para refugiarse del calor abrasador de la calle, llena de ese verano tórrido de Buenos Aires, intentando atrapar el recuerdo de Albertina.
La diferencia térmica era notable: su piel lentamente dejó de transpirar, aunque eso no fue suficiente para despegar la camisa de su espalda, que se resistía a bajar de temperatura. Con sus ojos ya acostumbrados a la penumbra, le llamó la atención que no hubiera nadie. Los libros, prolijos, estaban acomodados en infinitos anaqueles de alturas inciertas, tanto que dudó de que hubiera techo en ese local.
—¿Encontró lo que vino a buscar?
Como si tuviera dos resortes en vez de pies, dio un salto y lo vio. El viejo estaba detrás de él. Con el corazón casi paralizado del susto apenas atinó a balbucear una respuesta.
—¡Por Dios! ¡¿Me quiere matar?! ¿De dónde salió?
—De entre los libros, ¿de dónde si no?
La respuesta le molestó. Era casi imposible que el viejo estuviera allí y no verlo. Si bien la oscuridad inicial no dejaba lugar a una buena visión, estaba seguro que el hombre no estaba ahí.
—En realidad no quiero hacerle perder tiempo…
—¡Ahh, tiempo! —El viejo lo interrumpió sin ningún miramiento.
—Solo entré para protegerme del sol de la calle.
—¡Todos entran buscando algo, solo que no lo saben! La palabra exacta hace brillar el anaquel correcto ¡Anímese!
Volvió a mirar al viejo con rabia, pero sus labios lo traicionaron.
—¡Amor! —Fue la palabra arrojada casi en un grito.
Entonces algunos anaqueles brillaron con luz tenue, muchos con un resplandor firme y solo algunos, en esos estantes infinitos, parecieron explotar de fulgor.
—¡Ahhh, qué maravilla!
El viejo giraba su cabeza casi como un búho.
—Extrañaba esa sensación de que aquí todo se encuentra y todo es posible. Incluso las respuestas más ocultas.
—¿Va a volver Albertina?
—Esa respuesta no está en ningún libro, mi querido Flavio. Estos anaqueles infinitos le fueron dados sólo como un refugio para su alma en llamas.
Flavio se sintió desvanecer mientras seguía escuchando los susurros del viejo.
Se despertó en una camilla en lo que creyó una ambulancia, mientras por su vena un suero refrigeraba su sangre y sus sentidos.
Se incorporó apenas y pudo ver lo que también creyó era el frente de un local. Una librería.
—¿Los llamó el viejo?
El camillero le sonrió y le guiñó un ojo a quien parecía el médico.
—Quédese tranquilo, lo vimos desmayarse. Tuvo un golpe de calor, por eso decidimos hidratarlo acá mismo. Ya nos estamos encargando de usted, de todos aquellos como usted. Los de corazones rotos.
—¡No, no! El viejo del local, el librero. Él los llamó.
—Acá solo puede entrar quien realmente así lo desea.
—No puede ser. ¡Hablé con él!
Terminó la frase mirando a quien él creía era el médico.
—¿Habló conmigo? —dijo el viejo—. Ahh, el amor.