Lo escribo para que el silencio no siga magullando mi alma. Necesito hacerlo. El dolor es muy intenso y no voy a dejarlo encallecer mi pensamiento.
Contemplando ausencias me quedé en la ventana. Las respuestas parecían tan simples y cotidianas, tan claramente entendibles. Pero el angustiante desasosiego invitaba a romper las obviedades. Se fue callado. Sus pupilas destilaban hiel y vacío. No murmuró ni media palabra cuando dejó ese sobre arriba de la cómoda. No entendí su actitud en aquel momento. Tampoco leí su escrito. No me atreví a hacerlo. No sé por qué. Lo quería tanto. Desde que llegó había colmado de sentidos mi vida. Al marcharse entendí que no llegué a complacer sus mayores carencias.
¡Pablo, Pablo!- fue lo único que atiné a decirle. Ni siquiera entonces mi palabra logró presencia. Tenía la fragilidad de un papel. Cualquiera podía interponerse entre nosotros, meterse en el medio y ganar el podio que me pertenecía por ley natural.
Fue mío. Lo fue con extrema intensidad, pero salió de mis entrañas sin que yo lo esperara. Si no fuese por la violencia con la que se marchó, no hubiese advertido lo que estaba sucediendo.
Él, mi hijo. Yo, su padre. Entre nosotros un abismo colmado de recreos en plazas, parques y shoppings. Recreos premiados con monedas, golosinas, pases de fútbol y ligeras complicidades. Sólo recreos de poco diálogo, escasas miradas e insuficientes encuentros desde el alma. Sólo recreos en un universo temporal común aunque desperdiciado. Recreos hambrientos de reales presencias.
No sé si tomaré una nueva oportunidad. Tal vez quede solamente saboreando estas náuseas que excusan mi ausencia paterna…
Los meses corrieron apresurados. Estuvieron a punto de devorar tres almanaques. Tenían demasiada prisa para el reencuentro. Mucho más que él, con sus relucientes canas. Mucho más que yo, con mi porte más maduro. Ahora la hoja se había dado vuelta. Mi mano escribía. Mi voz sería la protagonista.
En verdad, creo que solos nunca hubiésemos superado el abismo que nos separaba. Parecía inmenso, infranqueable. Y hasta el humeante café que acababan de servirnos se tornaba en una densa niebla para el reencuentro. Pero siempre hay un alguien que media y una oportunidad pronta a ser tomada. La excusa que Matilda había inventado sirvió para lograrlo. Frente a frente: mi padre y yo.
Había pasado un buen trozo de tiempo en el que no nos veíamos ni charlábamos. Honestamente, no sé si quería volver a escuchar reproches y juicios sobre mi vida. Una vida joven y vana –para él y para otros de igual pensamiento-. Me hubiese gustado tanto que esos tipos mayores se despojaran de sus propios miedos, de su alta vara para medir quién soy. Sólo podían ver mi conducta díscola, mi mente empobrecida, un espíritu vacío, el cuerpo desgastado por el vicio y la mirada perdida en la pantalla de un IPhone. Realmente deseaba que me miraran con más detenimiento. Que tuvieran una mejor apuesta sobre mí. Para ello necesitaban despojarse de su falsa careta de sabiduría y acompañarme más de cerca. Hubiese gozado que se rieran conmigo, que disfrutaran el compartir, el tenderme su mano añeja para que en el fangoso camino yo no resbalase tanto.
“Quizá no podían o los atormentaban sus propios fantasmas del poder; esos que sacuden al subir sobre alguna tarima de autoridad prestada”, pensé mientras endulzaba mi café.
-¿Qué haces ahora? ¿A qué te dedicás?- preguntó secamente.
Levanté la mirada y quedé esperando. Lo advirtió.
-¿Cómo estás, hijo?- agregó con un inesperado gesto de cercanía.
Así lo percibí esta vez: cercano, desde el alma. El cruce de miradas tocó ese punto de valoración y agradecimiento que necesita para perdurar. Se había hecho esperar tanto… Y mientras el tiempo corría, se ahogó con enojos, resentimientos, ausencias, culpas, silencios, excusas. Sólo fluyó cuando nos atrevimos a darle oportunidad, cuando la confianza aplastó la fría dureza del juez y el odio contenido del acusado.
Yo también sentí sobre mis hombros el paso de la experiencia. Sufrí golpes, reflexioné, mudé mi vida hacia lo que creí mejor. Me atreví a vivir diferente.
Tras el vidrio otoñal, atardecía. Acerqué mi mano tocando la temperatura del pocillo. Lo miré y sonreí. Sin premura, sin recelo, sin enojos.
Moví a los lados mi cabeza adornada de juventud e impulso. Lo miré y dije:
-Estoy muy bien, papá. Apuráte. El café ya está tibio. Tenemos mucho que hablar.