El día en que todo esto empezó, Inés, una vecina de mis padres, me llamó a las diez de la mañana. Dijo que había ocurrido algo muy extraño durante las primeras horas del día y que yo debería ir urgente. Cuando le pedí más información, cortó. Llamé a mis padres, pero el teléfono de línea me devolvió un sonido raro, como si no funcionara; tampoco respondieron los celulares. Subí al auto y encaré la hora y media que implicaba el viaje hasta el barrio cerrado en las afueras de la ciudad, donde vivían.
Al llegar vi varios autos de policía en la puerta de acceso, y, una vez adentro, un perímetro de seguridad montado alrededor de la casa de mis padres. Me pidieron identificación y me dijeron que esperara hasta que me autorizaran a entrar. Había una multitud de curiosos, vecinos del barrio.
Inés se acercó y me dijo que, a la madrugada, alrededor de las seis de la mañana, tal vez un poco más tarde, se había producido un extraño fenómeno meteorológico focalizado sobre un área muy pequeña. Según ella, unas nubes espesas parecían girar en remolino y de repente se escuchó un trueno que retumbó más de lo normal y algunos vecinos dijeron haber visto un rayo de una luminosidad rojiza que cayó directo sobre la casa de mis padres.
La casa está intacta, dije. Inés me miró con un aire enigmático y respondió: la casa sí, pero adentro pasa algo raro.
En ese momento los policías, que habían constatado con la seguridad del barrio que yo era quien decía ser, me permitieron pasar. Un policía me advirtió que lo que vería adentro podía afectarme.
No había nada fuera de lo normal en la casa, excepto mis padres. Papá estaba sentado en el living, en su sillón preferido, leyendo un libro, inmóvil, los dedos de su mano derecha dando vuelta una página, la cabeza apenas inclinada; había concentración en sus ojos abiertos. Lo toqué, traté de moverlo, pero un policía me dijo que no lo hiciera, que no volviera a tocarlo, que no tocara nada en la casa. Lo de mamá era más perturbador. Estaba parada en la cocina, tenía una taza de café en las manos y los ojos también abiertos. Noté algo que en ese momento no me llamó la atención porque estaba abrumado, pero que después cobró sentido: el café, aún caliente, despedía -más bien, había despedido- un vapor que formaba volutas inmóviles sobre la taza, como esculturas abstractas suspendidas en el aire, y el aroma se esparcía por todo el ambiente.
Una voz a mi espalda me sobresaltó. Sé lo que está pensando -dijo- que nunca vio un muerto de pie y con esa tonicidad muscular. Se presentó, era el médico forense. Yo estaba en shock, no sabía qué decir, ni qué hacer. La inmovilidad de los cuerpos de mis padres, su rigidez, me había producido una impresión de la que me costaba recuperarme.
El médico era un tipo amable; trató de contenerme. Me pidió que confirmara si esas personas eran mis padres. Le pregunté qué había sucedido, me dijo que la explicación del fenómeno, que se había desencadenado en la madrugada sobre la casa, era algo que pertenecía al campo de la meteorología o de la física y que él no tenía idea; sólo lo habían llamado para constatar los fallecimientos, pero, a decir verdad, tampoco tenía idea de lo qué había sucedido con mis padres porque nunca había visto algo así; no tenían signos vitales, él no los había detectado, pero tampoco se veían las primeras señales cadavéricas, el rigor mortis, la frialdad, por el contrario, si fuera por la temperatura de los cuerpos, había que asumir que no estaban muertos. Pero su inmovilidad, su parálisis y la falta de signos vitales parecían no dejar lugar a dudas. Me dijo que no quería cerrar el caso -el más extraño de su carrera- hasta no estar seguro de lo que había ocurrido. Estuve de acuerdo. La voluntad de mis padres era ser cremados, yo no estaba listo para eso, al igual que el forense necesitaba saber qué había sucedido con ellos antes de tomar cualquier decisión.
Las cosas eran más complejas aún de lo que parecían en esas primeras horas. Los policías me pidieron que los dejara trabajar y yo ya no tenía mucho más que hacer allí. El forense me dio sus datos de contacto y me dijo que me mantendría informado. Inés me ofreció su casa para que pasara allí la noche; le dije que no, ya bastante deprimido estaba como para quedarme en el barrio en el que había crecido; nunca me gustó la vida de country, esa burbuja irreal. Prefería volver a mi departamento en la ciudad, comer algo y darme un baño. Le pedí a Inés que me llamara si había alguna novedad, y me fui.
Esa noche no dormí, no dejaba de pensar en mis padres, en lo jóvenes que eran, en su estado incomprensible; el forense suponía que estaban muertos, yo me resistía a esa idea. A la mañana siguiente recibí un llamado de Inés. Me dijo que habían ampliado el perímetro de seguridad en torno a la casa, para eso habían tenido que desalojar las casas más próximas, la policía ya no estaba, había llegado el ejército y una gran cantidad de hombres y mujeres con guardapolvos blancos y grises que parecían científicos. Inés escuchó a algunos hablar en inglés y a otros en un idioma que no identificó.
Llamé al forense para que me informara qué estaba pasando. Me dijo que lamentaba no poder decirme nada de utilidad y que lo habían apartado del caso. Lo que ocurrió es algo muy grande, dijo, ni siquiera nuestro gobierno está a cargo ahora; hay gente de afuera. Le pregunté por mis padres, dijo que seguían en la casa. No sabía nada más.
Dos horas después yo estaba gritando en la entrada del perímetro de seguridad, amenazando con denunciar a la prensa que tenían secuestrados a mis padres. Había mucha gente yendo y viniendo, mayormente civiles, pero había militares también cuidando el perímetro y nadie me prestaba atención, hasta que se acercó un hombre con guardapolvo blanco. El tipo hablaba bien el español, aunque con un acento muy marcado. Era alemán -se presentó como Gottfried- y al parecer era una eminencia de la física teórica -eso lo supe después- y me hizo pasar a la casa. Todo seguía igual, mis padres estaban en los mismos lugares, en la misma posición. Había un equipo de técnicos instalando todo tipo de aparatos – Gottfried me dijo que se trataba de cámaras y micrófonos de alta sensibilidad- en lugares ocultos de la vista, detrás de los cuadros o arriba de los sistemas de iluminación. Le pregunté por qué estaban haciendo eso, redoblé mis amenazas de denunciar a la prensa lo que allí sucedía. Gottfried dijo que yo estaba en todo mi derecho de hacerlo; sin embargo, me pidió que confiara en él y le diera un plazo de diez días. En diez días él prometía darme una explicación de lo sucedido, si pasado ese tiempo su explicación no me resultaba satisfactoria, yo podría hacer todas las denuncias que quisiera. Sólo diez días, insistió, con una mirada intensa, casi suplicante. Le contesté que en diez días los cuerpos de mis padres estarían descompuestos, que era una locura y una inmoralidad lo que me estaba pidiendo y que yo no podía tolerarlo. Eso no va a suceder, dijo, hasta ahora sus padres no muestran ninguna señal de descomposición, y yo le prometo que si algo cambia en su estado se lo voy a comunicar en forma inmediata, concluyó. Acepté el trato con muchas reservas. Antes de irme le pregunté qué había pasado con la gente de las casas cercanas que había sido desalojada para ampliar el perímetro. Dijo que esa no era su área, pero sabía que habían recibido una compensación más que razonable.
Si a veces nos sorprendemos pensando cómo se nos fueron los años, las décadas, casi sin darnos cuenta, cómo es que hasta hace poco teníamos veinte o treinta años y de golpe estamos al borde de la muerte, muy por el contrario, esos diez días me parecieron una eternidad. No podía comprender qué había pasado en la casa de mis padres, por qué sólo había afectado su casa, qué hacían esos hombres de otros países trabajando en el lugar. Quería terminar con todo eso; si mis padres estaban muertos quería cumplir su voluntad y hacer mi duelo.
Con puntualidad germánica a las ocho de la mañana del décimo día recibí el llamado de Gottfried. Lo espero, dijo, y cortó.
El camión era un tráiler, grande, estaba parado frente a la casa de mis padres. Adentro estaba lleno de aparatos electrónicos, computadoras, y había varias personas trabajando. Gottfried me hizo pasar y me indicó que me sentara frente a dos pantallas, él se sentó a mi lado. En una de las pantallas se veía la imagen de mi padre en su sillón, en la otra la de mi madre parada en la cocina con su taza de café en la mano, sobre las imágenes había algo como una cuadrícula milimétrica. Yo no estaba del mejor humor y no entendía de qué se trataba lo que estaba viendo, así que le pregunté en forma intempestiva qué mierda era lo que me estaba mostrando y cuál era la explicación que me había prometido, dije que ya no tenía margen para más juegos ni postergaciones. Sin perder la calma Gottfried me dijo que observara con atención la pantalla de la imagen de mi padre; mientras tanto él tocaba el teclado para hacer retroceder y avanzar la imagen. Fíjese en la cuadrícula donde están sus manos, dijo, mire bien sus dedos, la página del libro. Entonces pude percibir una mínima variación entre las imágenes, los dedos de mi padre, la página del libro, se habían movido en unos milímetros. Las primeras imágenes, dijo Gottfried, son del día en que usted vino, las últimas son de hoy a la mañana.
No entiendo, dije.
Sus padres están vivos, dijo Gottfried.
Manejando por la autopista de regreso a la ciudad mi cabeza era un hervidero de conjeturas. Había visto las volutas de vapor del café de mi madre cambiar en forma casi imperceptible, había visto las manos de mi padre y la página de su libro moverse unos milímetros, había desconfiado de Gottfried y su circo tecnológico y exigido ver a mis padres en persona y no sólo en las pantallas. Dentro de la casa sus cuerpos permanecían incorruptos y, a simple vista, en la misma posición que el primer día. Sus padres están vivos, insistió Gottfried, solo que su temporalidad es otra. Todo dentro de la casa se mueve con unos tiempos extremadamente lentos para nuestros parámetros; la casa es como una cápsula de aislamiento, un mundo dentro de otro. No podemos explicar el fenómeno todavía, tenemos un par de teorías, pero usted no es científico y los detalles son demasiado técnicos. Tal vez nunca podamos comprender por completo lo que sucedió -y continúa sucediendo- en esa casa, pero es imperativo estudiarlo. Pero si mis padres están vivos, dije, tienen que percibir todo el movimiento enloquecido de gente a su alrededor, los técnicos instalando los equipos electrónicos y todo eso… Gottfried negó con la cabeza; piense un poco, dijo, nuestros movimientos son tan vertiginosos para la temporalidad en la que se mueven sus padres que, a lo sumo, con suerte, podrían percibir un destello, una sombra fugaz o una brisa leve.
Con el tiempo esta última afirmación de Gottfried generó en mí una paranoia que duró muchos años, empecé a imaginar un universo constituido por mundos dentro de mundos, como si se tratara de muñecas rusas, o cajas chinas, temporalidades dentro de temporalidades al infinito.
Comencé a percibir cosas mínimas que nunca me habrían llamado la atención en condiciones normales: variaciones de la luz, vibraciones sutiles en el aire, brisas inexplicables en ambientes cerrados, sombras fugaces apenas percibidas con el rabillo del ojo. Dejé de reírme de la gente que decía haber visto fantasmas. ¿Dónde estamos nosotros?, ¿quiénes se mueven a nuestro alrededor?, ¿quiénes nos estudian como a conejillos de indias como están estudiando a mis padres? Esas preguntas me atormentaban. Hoy, mirando atrás, veo con claridad que ese acontecimiento excepcional, ese ¿accidente cósmico? que ralentizó la vida de mis padres también paralizó la mía convirtiéndome en un paranoico, un obsesivo incapaz de establecer relaciones normales con las personas. Sin contar que Gottfried me hizo firmar un compromiso de confidencialidad acerca de lo que sucedía en la casa de mis padres: yo no podía decir una palabra. A nadie.
Eso también me indujo a sospechar que lo sucedido podía ser parte de un experimento humano, si no ¿por qué, ni bien ocurrido el evento, habían llegado tan pronto los científicos de otros países?, ¿lo estaban esperando?, ¿lo habían producido?, ¿por qué esa casa?, ¿por qué mis padres?
Con los años Gottfried y yo nos hicimos amigos y eso me permitió revelarle todos mis miedos, mi teoría de un universo de cajas chinas, mis sospechas acerca de que lo sucedido a mis padres era un experimento científico y no un extraño fenómeno físico. Gottfried desestimó mi teoría cosmológica diciendo que mi imaginación era muy literaria, podrías escribir un cuento fantástico, me dijo una vez. También desestimó mi teoría conspirativa, pero admitió que lo que sucedió en la casa de mis padres era esperado, que desde un tiempo antes se habían detectado campos de fuerza anormales en ciertos lugares y que el más fuerte se concentraba en un área muy pequeña, sobre la zona en la que ellos vivían, así que todos estaban preparados para que sucediera algo, aunque no sabían qué. Gottfried dijo que había sido una sorpresa. Esta última revelación no fue muy tranquilizadora ni calmó mi paranoia. Pero peor aún fue cuando, tiempo después, se me ocurrió preguntarle qué sucedería si mis padres salieran de su casa, podrían pasar muchos años antes de que eso ocurriera, pero en algún momento ocurriría. Gottfried dijo que ese era el evento que toda la comunidad científica esperaba, algunos sólo tenían especulaciones acerca de cómo mis padres percibirían el mundo exterior, probablemente, pensaban, sería como un gran vacío aterrador, generado por la velocidad de las cosas, un espacio en blanco de un vértigo angustiante. Otros creían que la irrupción de mis padres en el exterior podría generar alguna especie de catástrofe. Esos sostenían que había que impedir a cualquier precio que salieran de la casa.
Pasaron cincuenta y cuatro años, Gottfried murió hace ocho, no sin antes obtener el premio Nobel por sus especulaciones teóricas que, no lo dudo, tienen que ver con lo sucedido en la casa de mis padres. El barrio cerrado en su totalidad se convirtió en un territorio vedado, excepto para científicos de otros países y del nuestro. Sus habitantes fueron trasladados y compensados económicamente con sumas más que generosas. El lugar pasó a ser en la imaginería popular algo así como un “área 51” del cono sur, un espacio rodeado por teorías conspirativas de todo tipo, entre las que predominaban las referidas a experimentos con tecnología extraterrestre. Tras su muerte Gottfried fue reemplazado al frente de la investigación por un físico suizo, mucho más joven y de una frialdad aterradora que parece más bien un tipo de la Gestapo que un científico y con el cual, de más está decirlo, nunca tuve buena relación. Era obvio que yo le resultaba muy molesto, que mis visitas mensuales le parecían innecesarias, como si yo no tuviera ningún derecho, como si la vida y la muerte de mis padres estuviera en sus manos. Siempre tuve la convicción de que ese tipo pertenecía al grupo de los que estaban dispuestos a impedir que salieran de la casa.
En todos estos años, en toda esta vida que fue mi vida, mi padre sólo leyó diez páginas de su libro, irónicamente titulado Cómo vivir cien años con una alimentación sana. Mi madre terminó su café, subió a la planta alta para cambiarse la ropa y luego bajó a charlar con mi padre mientras él tomaba el café que ella le había dejado preparado. Charlaron acerca de sus planes para ese día; el registro de esa charla y su reproducción demoró tantos años como la charla misma; después caminaron de la mano los pocos metros que los separaban de la puerta de calle. Fui testigo de estos cambios: cada treinta días visitaba la casa y comprobaba los mínimos movimientos de sus cuerpos y escuchaba la vibración sostenida de una letra, de un fonema que podía demorar meses en transformarse en el siguiente cuando ellos ya estaban charlando en la cocina. Para ese entonces yo ya había pasado las siete décadas.
Ahora están frente a la puerta, a punto de abrirla para dar su paseo diario de las siete de la mañana. Ese evento final por cuyos efectos y consecuencias docenas de científicos han esperado décadas va a demorar un tiempo que yo no tengo. En la casa de mis padres ha transcurrido una hora y media, ellos siguen teniendo cincuenta y cinco años, pero yo tengo ochenta y seis, estoy muriendo, y nunca voy a saber qué pasará con ellos, ni con el mundo, si llegan a abrir esa puerta.