La tarde desapacible, se hizo más sombría aún cuando comenzó el crepúsculo.
Las nubes bajas corrían como en estampida, y de golpe, la llovizna se transformó en lluvia, feroz, con un viento arrachado.
Desde la pequeña elevación, podía verse parte del camino.
Por él, velozmente se divisó al jinete que corría anhelante.
Su cabalgadura, un regio percherón, llevaba los ijares rojos por la sangre de las lastimaduras.
Las espuelas habían hecho su trabajo, pese a la malla metálica que cubría el lomo del animal.
Los cascos levantaban a su paso pedazos de barro que lanzados como proyectiles, volaban por el aire cayendo varios metros más atrás; mientras que la baba colgante de su belfo, demostraba sus últimos esfuerzos.
Sobre un fondo de montañas inmensas, el castillo se divisaba aún bajo la lluvia.
Sus muros, enormes, daban la impresión de fortaleza.
Era un poder material dentro del contexto natural que lo rodeaba.
El mensajero cabalgó rápido por el puente levadizo de madera que salvaba el foso -pestilente por el agua estancada y los deshechos que contenía-, y entró raudo por la puerta abierta, dejando atrás el rastrillo.
Antes que su cabalgadura se detuviera, desmontó de un salto pese a la armadura con que contaba y se dirigió al primer paje que salió a su encuentro.
Su orden fue tajante:
—¡Sacadle los arreos, limpiadlos, llevad el caballo al foso y matadlo! No vivirá mucho más, está reventado.
Tambaleándose por el cansancio, cruzó el Patio de Armas y se dirigió a la Sala Militar que tan bien conocía.
El Capitán de la Plaza lo estudió con detenimiento:
—¡Comandante estáis deshecho! —exclamó.
—¡Eso no tiene importancia! —contestó el jinete— ¡Llevadme ante el Rey, rápido, traigo un despacho muy importante que debo entregarle!
La Torre del Homenaje se encontraba silenciosa.
Por un ventanuco mal cerrado, se colaba el agua fría de la lluvia, que el viento hacía volar.
En la sala principal, un inmenso hogar prendido, daba una sensación agradable de calor.
El humo que a veces remolineaba fuera de la chimenea, hacía sentir el seductor olor de la madera quemada.
El Rey estaba sentado en un sillón inmenso de madera.
Cubierto con sus vestimentas matinales, abrigado, el calor del fuego le hacía sentir somnolencia.
Pero no era solamente la situación; la noche anterior no había podido dormir casi nada.
El mensajero le había traído la noticia esperada, pero no por eso deseada: el juego se llevaría a cabo exactamente dentro de diez días.
El juego de Ajedrez Viviente, al final se realizaría.
Era la forma que había establecido con su oponente, el Visir Abdul Al-Mohardín, para dirimir los territorios pretendidos por ambos.
En un lugar a determinar, se armarían los 64 escaques, disponiendo las piezas humanas: Reyes, Reinas, Caballeros, Alfiles, Torres y Peones.
Pero estaba en juego algo más que un simple entretenimiento para dirimir la posesión de una comarca.
Se había convenido que la pieza tomada debía ser eliminada, ponerla fuera de combate.
En definitiva: matarla.
Era la manera de evitar un enfrentamiento de dos ejércitos que dejarían miles de muertos y devastación de poblados.
Y además, conformaría el ansia de muerte que todos llevaban dentro.
Se vivía una época dura.
Pero de alguna manera, por primera vez en muchos años, los reyes resolverían personalmente sus intereses.
Eligió con cuidado a los peones, por su bravura.
Sus alfiles caballos y torres fueron seleccionados por sus condiciones estratégicas, su tenacidad y orgullo.
La Dama, su Reina, su consorte, fue instruida.
Sabía que el sacrificio de algunos de ellos sería inevitable, pero estaba seguro de ganar.
Tenía conciencia que jugaría muy bien, pero siempre estaban las circunstancias adversas.
¡Si sabía él lo que era eso!
Su reinado llevaba ya veinte años.
Se decidió entre ambos monarcas, usar un lugar especial para el juego.
Una colina plana que quedaba casi a la misma distancia de ambos reinos.
Cientos de hombres de ambos bandos la alisaron, armaron el gigantesco tablero blanco y negro, y colocaron las tiendas para todas las comitivas.
Una pequeña ciudad totalmente abastecida surgió de la nada, en muy poco tiempo.
De un lado la bandera negra con la cimitarra blanca en el medio, determinaba el lugar de Abdul Al-Mohardín.
Del otro lado, la bandera blanca con la rosa roja. Era su distintivo.
Nunca supo realmente por qué la eligió como su estandarte, tal vez por la sangre derramada en las luchas de conquista, tal vez porque era su color favorito, tal vez porque la planta tenía una flor hermosa pero su tallo estaba lleno de espinas, como la vida.
Tal vez…
Llegó al lugar un día antes proponiéndose estudiar largamente sus jugadas.
Esa noche no descansó mucho.
La tensión lo desvelaba, hasta que al final el sueño lo venció.
El sonido de una trompeta sonó clara en el amanecer neblinoso.
Se despertó, su mente voló y automáticamente, por instinto, se preparó; física y espiritualmente.
Había mucho en juego.
Se encontraron en el tablero.
Cada uno de los personajes tomó posición.
El nerviosismo por ambas partes se sentía, casi palpable.
Estaba en juego la vida de cada uno de ellos, y más que eso, la vida del reino.
Le llamó la atención la belleza de la Dama negra.
Una piel morena, delicada.
Ojos rasgados, exóticos.
El pelo azabache cayendo lacio entre sus hombros.
Una verdadera vestal.
Se sortearon las piezas y cuando obtuvo las blancas, se sintió eufórico: tenía la iniciativa.
Comenzaba bien… ¡No podía perder!
P4R (Peón 4 Rey) fue su primera jugada, luego vino el desarrollo.
Caballos y alfiles afuera, torres en posición, enroques -para él, corto, para el Visir, largo-, hasta que se detuvieron al mediar la partida.
Aquí había que jugar con cuidado, un error sería fatal.
Estudió sus próximas jugadas y la de su oponente, hasta que al final se decidió.
Peón por peón, caballo por peón, alfil por caballo, torre por alfil, torre por torre… y las jugadas se hacían cada vez más frenéticas.
Las piezas tomadas inmediatamente que salían del tablero eran ejecutadas.
Las lanzas se tiñeron de rojo, las espadas entraban y salían de la carne humana y la pila de los cuerpos iba en aumento.
El suelo de tierra comenzó a cambiar de color.
El olor a sangre inundó el ambiente.
Un rayo cayó estruendosamente seguido del retumbar de los truenos que desgarraban el cielo.
Una tormenta se precipitaba sobre la zona.
Pero en ese preciso lugar, la muerte reía.
Parecía su obra maestra.
Miró por un momento el juego y vio “su jugada”.
La dama contraria estaba a su alcance… ¡Dama por Dama!
De costado observó como un cuchillo penetraba en el pecho de la belleza negra.
Observó su rostro y vio en sus ojos resignación… y triunfo.
¡Y de repente se dio cuenta!
La celada preparada por su rival había dado resultado
El alfil negro corrió por la diagonal de su color y parado en A4 exclamó ¡JAQUE!
Se corrió al costado, al lado de su peón.
La Torre negra entró en 8 y profirió ¡JAQUE!
Se movió al único lugar disponible.
El caballo negro saltó y exclamó con un grito espeluznante: ¡MATE!
Salió tambaleando del tablero aún perplejo.
Solo atinó a levantar la vista para ver a su ganador.
Una cimitarra negra, como un tizón del infierno, le cercenó la cabeza.
Esta, aún con el rostro desconcertado, rodó hasta los pies de la Dama negra… como un tributo.