Sudestada

(Haroldo Conti. In Memoriam)

Rozando la espuma, cómo cansada, la barcaza se iba acercando al muelle. Ese chirriar del motor me transportó a la niñez cuando el pueblo era invadido por infinidad de lanchones, y la lluvia incesante, bendición transformada en gotas, acariciaba la selva que se enmudecía latiendo en verdores, abarcando desde su fronda la inmensidad.

Ansioso por su llegada comencé a pasearme por el amarradero, queriendo ganarle al tiempo, apurando los minutos que se hacían eternos. Él no bajó. Traté de imaginar su silueta caminando por el muelle, su gorra tapando la calvicie, su sonrisa, su bolso a cuestas, donde llevaría la máquina de escribir y algunos libros, los manuscritos y los sueños. Tan solo aparecieron dos pescadores que al atar las sogas del lanchón, enrollaron los espineles en señal de un pique escaso.  

Esperé un poco más, no sé cuánto más, pero la espera trajo la noche, cómo una anaconda al acecho se iba velando a través del temporal. Miré hacia atrás, y al levantar la vista en dirección al almacén de ramos generales, un sombrero de paja llamó mi atención. El sombrero no era lo extraño sino la carita cabizbaja del gurí, sentado en una hamaca, contrastaba con la luz del farol pendiente de un clavo. Levantó la mirada. Me apuré a subir los escalones. Sus ojos titilaban al ritmo de la luz y esgrimían siluetas de humo ante el pitar de un armado.

Me acerqué a la entrada de la galería. ¿Qué penas recaerían en él?, pensé, ¿cuántas arrobas de yerba, o de té, pesaban en su espalda? El obraje rugía desde sus entrañas y un zapucay rasgó el aire. Giré para ver el río, la sombra se lo tragó por entero. A esa altura se opacaron mis esperanzas y las ilusiones de que viniese. Llegará en la lancha de la mañana. Quizás. 

El pequeño del sombrero pitó una, dos veces.

—Buenas noches —dije.

—Buenas —contestó a secas y siguió fumando, encendiendo sobremanera la brasa del cigarro. Luego habló desde un hueco—. No lo espere, no va a venir —Sus palabras fueron un destello, y me miraba cómo si no me mirara, cómo si mirase a otro, a otro que estaría más lejos, tal vez.

—¿Cómo podés saberlo? —le pregunté.

—Lo sé, solo lo sé.

—Me resulta familiar tu rostro, tus formas. 

—Boga, me dicen Boga —y en un movimiento lento, en resonancia con la voz, señaló con sus dedos de arcilla hacia el río.

Volví la vista, mis huellas se iban borrando con la lluvia, y más allá, hacia la orilla difusa, se levantaba la mansedumbre del follaje.

Al volverme para interrogarlo, misteriosamente el gurí ya no estaba. Había desaparecido como una liebre en cacería, y solo su poncho y un papel de fumar era lo único que se encontraba sobre la hamaca.

Ingresé al almacén. Todo oscuro. Muy oscuro. Inquietantemente oscuro. No estaba allí y el aire era envuelto por el silencio. Bajé la escalinata, lo busqué por atrás de la galería, nada, recorrí el páramo colindante sin poder hallarlo. No sentía las piernas, creo que no sentía las piernas, se congelaron unos segundos, eternos segundos como también eternos eran los recuerdos y por instinto, casi sin pensar, corrí hacia el muelle. 

Observé en todas direcciones. La lluvia no dejaba de caer, y en un costado, debajo de un bote, parecía distinguirse una luz escondida en el rio, brotaba desde las aguas, y era una lucecita bajo el río que brotaba, se apagaba y volvía a encenderse al igual que la magia de un cigarro.

Recién allí comprendí, en el mismo instante, preciso, certero, fulminante cual rayo mortífero, en que un álamo Carolina daba comienzo a su balada otoñal.

Biografía

Oscar Antonio Salcito publicó el ensayo histórico “Brochero, la historia oculta” en 2017, editado por El escarabajo azul; la nouvelle “Cuando hablan los vientos” por Nodo Ediciones (2019) y la novela policial Cenizas de Sangre (Godol Ediciones, 2023). Su cuento “El limonero” integra la Antología Tiempo de Contar, organizada por el concurso de narrativas de la editorial de Universidad Nacional de Córdoba (2020).

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