Como todas las noches, Nora compartía su trabajo con Olga, enfermera de cirugía desde hacía más de veinte años. Era un día inusualmente tranquilo en el hospital. Acomodaban los materiales del quirófano, dejando todo listo y preparado para cualquier emergencia. Olga escuchó ruidos; Nora, sumida en su propia rutina, no se percató, pero asintió cuando su compañera dijo que iría a ver qué pasaba.
Olga recorrió los quirófanos uno a uno, el sonido la seguía, ahora un susurro metálico que se alejaba, era cada vez más nítido y siguió su eco. El frío la invadía; fue acercándose a un pasillo largo que conectaba los quirófanos con el área de terapia intensiva, un lugar usado para traslados de pacientes críticos. Allí, bajo una tenue luz, vio una escena que le resultaba casi imposible. Un médico, con su ambo verde, se inclinaba sobre una camilla. Su piel, de un tono oscuro y profundo, destacaba extrañamente. A su lado, una mujer, también de verde, sostenía una pinza con una quietud sombría. No había nada a su alrededor, ni lámpara cialítica, ni equipos de anestesia, ni mesa de instrumental quirúrgico; ni siquiera una gota de sangre esparcida por el suelo. Solo un cuerpo inerte. Cuando Olga se detuvo, ambos, con los barbijos cubriendo la mitad de sus rostros, levantaron la mirada casi al unísono. Sus ojos, vacíos de emociones, se clavaron en ella. Un escalofrío helado le recorrió la espalda, paralizándola por completo, su mente era incapaz de procesar esa imagen.
Al ver que su compañera no regresaba y que la noche transcurría tranquila, sin ingresos ni llamados, Nora decidió buscar a Olga. Caminó por el mismo lugar y recorrió cada quirófano, el silencio era denso. Pasó la puerta del pasillo, miró a los costados sin verla, por lo que avanzó varios metros. Ahí estaba su compañera, caminó rápidamente hasta ella. La vio inmóvil, mirando hacia un costado, sin siquiera parpadear, estaba pálida. Nora se acercó más y con la calma que la caracterizaba, abrazó ese cuerpo rígido, pero tembloroso. Con voz suave, y ahora mirando la misma escena que había dejado inmóvil a Olga, se inquieta profundamente, pero, aún en calma le dijo:
– Bueno, nos vamos, dejemos trabajar al doctor. No lo molestemos.
Dando la vuelta, la guió de regreso al sector de quirófanos, y de allí al área de descanso. Nora le preparó un té, esperando que Olga pudiera tranquilizarse para poder conversar sobre lo sucedido. Olga, sin embargo, seguía muda, ausente.
El impacto de lo vivido fue tan profundo en Olga que, a partir de ese día, no pudo volver a trabajar en el quirófano, solicitando un traslado a otro sector del hospital, lejos de esos pasillos solitarios y de la sombra de esa imagen que la perseguía.
Olga había escuchado, a lo largo de su tiempo en el hospital, historias escalofriantes, pero nunca había sido parte de una. Días después, indagando, se dio cuenta que ningún médico con esas características había trabajado en el hospital y que esa noche no se registró cirugía alguna. También supo que ese día, su compañera no había ido a trabajar.
Nora, sin poderse explicar qué pasó esa noche, aún sigue ahí. En esa escena tan impactante y escalofriante, ella se reconoció a sí misma. La sensación de vacío que la acompaño ese día, tenía un nombre. Al darse cuenta de su nueva condición encontró su verdadero lugar.