A veces sucede. Los desechos de esos trozos de metal que cambian de golpe el paisaje que estamos acostumbrados a ver, desaparecen.
Alguien se los lleva, otro lo vende y aquel lo transforma en algo útil.
Algún loco lindo se lo lleva a su taller y después de mirarlo bajo diferentes luces, diferentes ángulos, de acariciarlo y dejarse sangrar los dedos por alguna astilla, fluyen, a través de recuerdos y sentires, las formas que lo convierten en esa obra maestra, y el resto de los contemporáneos mortales intentarán adivinar el porqué de su existencia.
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Siempre estás ahí, sin moverte, sin que nadie te mueva, anunciando los cincuenta kilómetros que faltan para llegar a destino.
Al borde de la ruta, asomando tu frente, abollado y oxidado, convertido en chatarra, en corroído metal que se fue desfigurando y achicando por las inclemencias del clima.
Diez, quince años desde que nos conocemos, y cada vez que paso te saludo: “Hola, amigo”, grito abriendo la ventanilla.
Frío, calor, sol, lluvia, nieve, viento, nuboso, me voy acercando y siento que me estás esperando.
Quizás por eso no te moviste ni te movieron; esos pocos segundos que dura el encuentro marcan nuestros destinos, de alguna tragicómica manera, nos dan instantes de alegría y paz.
Alegría porque estoy llegando a un destino que me da felicidad. Paz porque arribo sano y salvo.
Nunca se me ocurrió reparar en qué te pasó, porqué estás ahí. Tampoco lo pienso hoy.
Ese es nuestro pacto. Bordeamos la tragedia; no nos detenemos en ella.
Nos unimos en ese “Hola, amigo” y en el “Chau, amigo” cada año, desde hace mucho, mucho tiempo.
¿Qué pasará cuando de vos quede sólo un caño de hierro retorcido? ¿Seguiré recorriendo esta ruta?
Y cuando ya no quede nada de vos, ¿quedará todavía algo de mí?
Solo sé que en algún lugar desconocido te volveré a ver para decirte “Hola, amigo”, y me responderás, “Hola, estoy muy bien, por fin podemos detenernos a conversar”.