Todo se convierte en polvo y ceniza. Incluso los hechos.
Sàndor Màrai
¿Quién conduce el carruaje?
Los caballos corren casi desbocados, azuzados con látigos de fuego que un cochero insomne, como centurión del tiempo, maneja hábilmente.
Arrastran al grupo de afortunados que pudieron pagar el traslado fuera de la ciudad en donde la peste apila vida sobre vida en el olvido.
Atraviesan los campos helados hundidos en los vapores de la fiebre.
La niebla es una alucinación condensada y colectiva.
Las granjas quemadas, pústulas negras en la blanca piel del invierno, son dejadas atrás como malos recuerdos en esa loca carrera de escape.
Los cascos de los caballos hacen estallar en cristales partidos la vida del hielo.
Los viajeros se abrazan dándose ánimos y conteniéndose unos a otros.
Comienzan a tranquilizarse prestando atención a lo que sucede fuera de ellos mismos.
Renace la calma.
Un sonido persistente, solitario entrechocar de huesos, los alerta y alarma.
Se miran aterrados unos a otros y al reconocer en esos leves suspiros de niebla las figuras que fueron antes, ahogan alaridos de certezas entres sus manos descarnadas.
Sólo el aire sabio que envuelve ese viaje helado y cristal se anima a susurrar quién conduce el carruaje.