En enero de 1980 volví a verlo, de casualidad, en un pasillo del Psiquiátrico Municipal. Le llovía el pelo sobre la cara, como siempre. Me acerqué y lo abracé. No sé si me reconoció, pero durante un segundo sus ojos brillaron igual que veinte años antes, igual que en aquella función del Circo Sarrasani que nos marcó a todos lo que habíamos ido.
Lo conocía de toda la vida. En el pueblo, todos lo conocíamos. Se llamaba Francisco José Horisberger, pero le decíamos Pupo. Había nacido con retraso mental, así que a pesar de ser alto, grandote, quedó aprisionado en la primera infancia, y para nosotros, aunque hoy nos pese decirlo, era el tonto.
Tenía la cara ancha, la boca grande y la nariz chica. Los ojos marrones y achinados se le escondían detrás de los pómulos altos, y a veces, durante unos segundos, se volvían luminosos, se llenaban de vida. El pelo negro y lacio le caía como una lluvia sucia.
Hablaba poco, casi siempre con monosílabos. Con gestos transmitía sus pocas alegrías y sus enojos. Anduvo vestido de pantalón verde oscuro, tiradores, camisa gris y alpargatas negras, hasta que el circo le dio el uniforme.
Su familia había venido de Hungría. Para nosotros, eran los gitanos. Vivían al lado de las vías del tren, en una casa vieja, casi en ruinas, con las paredes llenas de moho. Nos daba miedo ese lugar rodeado del humo de la leña que se quemaba todo el tiempo en el brasero. El olor de Pupo era ése, olor a humo.
Su madre era la única que le prestaba un poco de atención. Se notaba que había sido una linda mujer, alta, fuerte, de pelo oscuro y ojos claros, y que los latigazos de la vida la habían ido opacando. Se la veía vencida. Trabajaba como cocinera en el restaurante del Club SarmientoMe acuerdo como si fuera ahora de la primera vez que Pupo se acercó a nuestro grupo. Tendría unos treinta años, más o menos. Nosotros andábamos por los trece, uno más uno menos, y todos los días, a la salida de la escuela, íbamos a la plaza a jugar a la pelota y a fumar el cigarrillo que escondíamos entre la ropa.
Esa tarde que Pupo nos siguió, de la plaza nos fuimos al Sarmiento, a tirar al aro. Se quedó mirándonos, parado a un costado de la cancha. En un momento, la pelota rodó hasta frenar contra sus alpargatas. Ahí quedó, muerta, y aunque estaba demasiado lejos, como quien mira llover, la agarró, levantó los brazos y la tiró con fuerza. Encestó.
Desde entonces nos siguió a todas partes. Copiaba cada cosa que hacíamos, y así, de a poco, empezó a enderezar la espalda y a dejar de revolear las piernas al caminar. También empezó a armar frases cortas, a parecer más despierto, y a mostrar el carácter que había escondido, su mal humor, sus reacciones. Cada vez se enojaba con más facilidad. Ya no resultaba fácil tratar con él.
En esa época, el Circo Sarrasani llegó al pueblo por primera vez. Vimos, desde lejos, la nube de tierra que lo traía envuelto. Corrimos hasta los silos de la entrada, que formaban un ángulo entre el camino y la calle principal, y ahí los esperamos. Justo en los silos, ya no quedaba nada de la nube. Frente a nosotros, avanzaban el camión con la carpa, los carromatos de los artistas y las jaulas. No podíamos estar más asombrados, Con música de trompetas, la caravana recorrió la calle principal para llegar al campito de atrás de la iglesia, que ya había preparado don Braulio.
Lo primero que hicieron fue descargar la lona amarilla de la carpa y extenderla sobre la tierra. Alrededor acomodaron los carromatos, y más atrás, los animales.
A la mañana siguiente, casi todo el pueblo asistió a ese espectáculo aparte que fue ver a los integrantes de la troupe tirar de las cuerdas para levantar la carpa. Parecía un submarino saliendo del mar, fascinante, maravillosa.
Ninguno de nosotros había ido a un circo, así que, pedidos a las familias mediante, sacamos entradas para la primera función.
Imposible olvidar el círculo rojo de la pista rodeado de sillas, el aserrín, los trapecios bamboleándose solitarios, las luces encerradas en artefactos enormes, la música, los payasos, el rugido de los leones, y los pájaros humanos dorados y brillosos que volaban de un lado para el otro.
Antes del número final, la representación de Juan Moreira, con la carpa en penumbras y la luz de la tarde filtrándose por las hendijas, vimos a la gente del circo preparar la escenografía: una mesa, cuatro sillas y un mostrador.
Los cuadros eran cortos, con muy poco diálogo, y los sostenía una voz en off, música y efectos de sonido.
El éxito de esa primera función ayudó a que la siguieran varias otras, y esto hizo que, poco a poco, Pupo dejara de seguirnos para dedicarse a rondar el campamento.
Insistente como era, un día consiguió entrar.
Después de esa experiencia, iba todas las mañanas, y como ya lo conocían, lo dejaban caminar entre los carromatos y las jaulas hasta cansarse.
Una noche, uno de los trapecistas, que también hacía de milico en Juan Moreira, no pudo actuar, creo que porque se había lesionado en la función de la tarde, y los dueños del circo, como sólo se trataba de hacer la mímica de una pelea, pensaron que no era mala idea darle una oportunidad a Pupo. Así fue como, de buenas a primeras y por obra del destino, el hombrón burlado y despreciado se transformó en mucho más que un actor.
Cuando el Sarrasani se fue, Pupo empezó a recorrer las calles del pueblo día y noche con el uniforme que le habían dejado de regalo y en actitud de estar a cargo. A veces, los ojos vagaban en la nada, ausentes, y otras miraban furiosos a cualquiera. Era común verlo resoplar y repetir como un mantra monocorde una sarta insultos, casi todos contra Moreira. Pupo se había transformado en un milico casi auténtico, y con la chaquetilla y el pantalón cada vez más percudidos, esperó todo el año que sus nuevos compañeros de trabajo volvieran como le habían prometido.
Si con nosotros había aprendido a enderezar la espalda, en su nueva vida parecía una vertical de hierro: derechito andaba. Curvaba las piernas, para imitar la chuequera de los hombres de a caballo. Llevaba el mentón en alto y la boca entreabierta, como si estuviera pensando. Se quedaba mirando al cielo, balanceándose al estilo de los que se creen superiores y esperan una respuesta divina. Las manos se le pusieron ágiles, siempre dispuestas a desenvainar.
Al año siguiente, cuando llegó otra vez el Sarrasani, parecía otro. La carpa era más grande, había más payasos, más luces, más música, más números. La escenografía de Juan Moreira también era más generosa. Pero para nosotros, lo más importante fue que, para aprovechar la popularidad de Pupo, los dueños del circo lo ascendieron: de ser un simple milico pasó a ser el mismísimo Sargento Chirino.
Nadie hubiera podido imaginar las consecuencias de esa decisión empresarial.
Desde que supimos lo del ascenso, el pueblo entero entró en un clima de fiesta y de expectativa. El más ansioso, por supuesto, era Pupo. Su vida se convirtió en una espera.
Cuando llegó el estreno de la nueva versión de Juan Moreira, una mezcla de emoción y de alegría nos unió. Aplaudimos a rabiar, entre risas y miradas cómplices. Pupo estaba desconocido. Era la furia misma, un Chirino enloquecido que levantaba a todo el pueblo.
En el saludo final de los actores, el primero en dar un paso al frente fue nuestro Chirino, para recibir una ovación con los brazos en alto, empuñando orgulloso la bayoneta con la que había dado muerte a Moreira. La platea enloqueció.
Pero como todo tiene un fin, llegó la noche de la última función. Esa vez había una invitada especial: la madre de Pupo.
Después de que los malabaristas, los trapecistas, los animales y el mago hicieran su parte, una vez más empezó la obra. El primer acto transcurrió sin deslices en la puerta del rancho de Moreira, con el personaje diciéndole a Vicenta, su mujer, que iba a ir a la pulpería de Sardelli a cobrar una deuda que el dueño se negaba a pagar. Le decía también que iba a conseguir esa plata como sea.
Cuando arrancó el segundo acto, el público volvió a unirse en un aplauso cerrado. En la pulpería, estaba Pupo, nuestro Sargento Chirino.
Compartía la mesa con otros tres milicos. Tomaban caña. Sardelli estaba parado detrás del mostrador. Se lo veía preocupado.
Un repicar de tambores preanunció la llegada de Moreira, que entró enfurecido y mató a Sardelli de diez puñaladas. El momento que todos esperábamos se acercaba: empezaba el primer enfrentamiento entre el gaucho matrero y la autoridad.
Enseguida se notó que Pupo se tomaba más en serio que nunca su rol, que de verdad estaba enojado con Moreira, que quería castigarlo. Cuando la milicada quedó tendida en el piso, nuestro Chirino siguió descargando sablazos sobre un Moreira que no podía esconder su sorpresa. Todos empezamos a gritar ¡pegue, Pupo, pegue!; yo, que estaba sentado cerca del apuntador, pude escucharlo gritar ¡caiga, Pupo, caiga!; y Pupo empezó a gritar ¡Pupo no cae! El telón y las luces forzaron el final del acto.
La escena de cierre transcurría en otra pulpería: La Estrella de Lobos. Para montarla, agregaban al decorado un palenque y el tablón que, sostenido por escuadras ocultas, simulaba una pared. Con la carpa a oscuras, se escuchó el retumbar del galope. En seguida, iluminado por un haz de luz circular, montado en su caballo y al trote corto, entró por el pasillo central un Moreira al que se le notaba el esfuerzo por disimular el dolor.
Cuando llegó a la pulpería, ató el caballo al palenque y entró, al mismo tiempo que aparecía Laura, su amante, a la que había ido a buscar. Fiel al guión, el gaucho ignoraba que le habían preparado una emboscada y que la orden era no dejarlo escapar. Agazapada, a un costado del escenario, esperaba la milicada.
El ataque empezó, y Moreira, al verse superado, intentó trepar a la pared para llegar hasta su caballo como lo había hecho tantas veces; pero en ese momento, Pupo lo agarró con una fuerza que adivinamos descomunal y le hundió en la espalda una cuchilla que nadie supo de dónde había sacado.
El Moreira del Sarrasani cayó muerto, esa vez para siempre, mientras Pupo, con el uniforme ensangrentado, buscaba con sus ojos los ojos de su madre y corría a abrazarla.