Puntual

Te observo cada mañana. Ya no sé cuánto tiempo hace que lo hago. Linda, siempre te veo linda, sin maquillaje que altere tus facciones a esa hora temprana. Brillás con las primeras luces del día, sería cursi decir que brillás como el sol, pero algo de eso hay. 

Cada mañana, a las siete en punto, con una taza de té o café, no sé, te acercás a la ventana grande del primer piso. 

Una remera blanca y vieja, enorme, y el pelo lacio desordenado: así aparecés detrás de los vidrios que sólo dejan verte de la cintura para arriba. Imagino que dormís con ella, ajena al frío o al calor, siempre con esa remera que te trae vaya a saber qué recuerdos. Todos los días, también a las siete, desde la vereda de enfrente, al mismo nivel de tu ventana, yo te observo sin que lo sospeches. A las siete y tres minutos en punto, tu mirada fija cae hacia la entrada de mi edificio.

Siete y cinco, puntual, el abuelo del quinto piso saca a pasear al perro, uno de esos perros grandes, sin raza definida pero imponentes. El abuelo del quinto sale cada día con su bolsita de residuos y la palita en una mano; en la otra, la correa de Prometeo. Vos los mirás salir y, cada mañana, sonreís como si fuera la primera vez que los ves, como si fueran familiares entrañables a los que, por algún motivo, no te podés acercar o no ves hace mucho y temés que no te reconozcan. ¿Será así? ¿Será por eso que nunca los saludás personalmente? 

Antes de avanzar, Prometeo olisquea el aire, mueve las orejas, levanta la cabeza. Parece mirarte, y así lo interpretás vos, porque te reís y tus dedos tamborilean en el vidrio, y luego sacudís la mano, de un lado a otro, lo saludás. Volvés a reír cuando Prometeo mueve la cola y sigue mirando hacia arriba. Qué felicidad es verte reír así.

Tomás el café o el té, mirás alejarse al abuelo del quinto con su perro. Tu rostro se dibuja a trasluz y yo lo encuentro precioso, más de una vez extendí mis manos para acariciarlo mientras cerraba los ojos y te imaginaba conmigo. A veces me parece sentir el aroma de tu nuca adormilada cuando despertás. 

A las ocho te veo aparecer, cada día, por la puerta de tu edificio. Salís siempre apurada, siempre olvidás algo, entonces volvés a subir al departamento y ocho y cuarto, de nuevo te veo en la calle. Corrés hacia la parada del colectivo. A partir de allí, pierdo tu rastro hasta el anochecer. ¿Qué harás tantas horas sin mí?

Por la noche, cerca de las ocho y media, me acomodo, otra vez, frente a mi ventana, sólo para verte regresar. Cada anochecer es lo mismo, parece que volvés de una zona de angustia: tu cabello gastado, la cartera te cuelga sin gracia hacia un lado, te cruza el pecho, una bolsa de supermercado se zarandea en una mano y las llaves, las escucho, se agitan en la otra. Abrís la puerta del edificio y entrás. 

Sé que llegás a tu departamento porque se ilumina por completo. A lo mejor tenés miedo a la oscuridad, encendés todas las luces, a veces temo que te ahogue tanta luz, pero son ideas mías, nada más. Luego, poco a poco, vas apagándolas y sólo dejás encendida una, tenue, en tu habitación.  

Son las diez menos cuarto de la noche, volvés a pararte detrás del vidrio de tu ventana. Otra vez la remera blanca y estirada, pero a esa hora, tu cabello está mojado, lo sé porque está recogido y atrapado en una toalla grande. Nuevamente te ponés a mirar hacia la puerta de mi edificio.

A las veintidós, el abuelo del quinto y Prometeo salen a dar la vuelta de siempre, la misma vuelta a la plaza desde hace tanto tiempo. La rutina idéntica a la de la mañana, que se cumple como un mandato divino: Prometeo olisquea el aire, levanta la cabeza y parece mirarte; vos golpeteás el vidrio con las puntas de los dedos y te reís, y reís con más ganas cuando Prometeo mueve su cola de un lado a otro. Sujetás una taza que se acerca a tus labios cada tanto, los ves partir.

Desde hace mucho tiempo te miro sin que lo sepas. No puedo evitarlo. Me atrae esa soledad que se adhiere a vos como un traje demasiado usado, como tu remera blanca de dormir. Me deslumbra cierta candidez que adivino, alguna fragilidad que sospecho. Vos, en cambio, ajena a mí, cada día cumplís con tu cotidianidad. 

Hoy está nublado, pero no llueve. Todo parece igual, nada hace pensar en un cambio, no sé, algo distinto, por ejemplo, que dejaras de correr hacia la parada del colectivo o que Prometeo se soltara y se escapara por las calles. Te miro mover los hombros hacia atrás y hacia adelante, el cuello de un lado a otro. Te acercás a la ventana con la taza de té o café. Otra vez el abuelo y su perro, otra vez tus ojos distantes.

Mientras mirás por la ventana cómo se alejan el abuelo del quinto y Prometeo, se escucha un chirrido metálico, aturdidor, y enseguida, el resoplido de unas ruedas que parecen girar en el aire, un desesperado intento de frenar, sin lograrlo. Un ruido de vidrios rotos y metales retorciéndose. Oigo gritos, muchos gritos, pero por sobre todos ellos, oigo con nitidez, el tuyo. Te miro con terror sin poder hacer nada. 

Cuando ves que el auto va a tragarse al abuelo del quinto y a su perro, abrís, por primera vez desde que te observo, la ventana, de par en par. Parecés crucificada en ella con los brazos extendidos y la boca desencajada. La taza de té o café cae al vacío. Con medio cuerpo asomado gritás ¡noooo!, un no largo y de horror.

El silencio gana la cuadra. Lejos aún, comienzan a escucharse las sirenas. 

Un auto se incrustó en la puerta de mi edificio. No bajás como pensé que harías, te quedás quieta como una estatua viviente. Tus ojos son dos relojes de pared, abiertos a cada segundo que pasa. Por fin, te llevás las manos al corazón y decís algo que no escucho. Sospecho que murmurás un gracias dios mío, porque al lado del auto estrellado, el abuelo del quinto y Prometeo están apoyados en una columna, se los nota nerviosos, pero vivos, sin lastimaduras visibles. También, por primera vez, desde que me mudé a este edificio, oigo ladrar al perro. 

Los vecinos se acercan al viejo y a Prometeo. Los llevan dentro de un maxi quiosco abierto las 24 horas. Vos te quedás atenta, querés asegurarte de que estén bien, de que los médicos saquen, por fin, de entre los hierros, a la pobre persona atrapada. Sólo cuando ves que el abuelo del quinto y Prometeo entran al edificio acompañados por un médico, pero sin necesidad de camilla ni silla de ruedas, te apartás de la ventana. 

Ya es el día después del desafortunado accidente. No te asomaste ni fuiste a trabajar. El abuelo y Prometeo tampoco salieron. Una vecina me contó que el del primer piso se ofreció para sacar al perro, pero que el abuelo no quiso. Ni siquiera esta vez cruzaste para saber más, para visitar al viejo y a Prometeo, ¿acaso no son familia? Al menos eso me parece.

Son las nueve de la noche y hay oscuridad total en tu departamento. El día fue un maldito día muerto. No vi tu remera blanca y gastada ni por casualidad, tampoco el turbante de toalla que te hacés para secarte el pelo. 

Son las doce de la noche y la luz de tu habitación se enciende. Te asomás como si fueras un robot. Mirás hacia abajo. El abuelo del quinto y Prometeo salen de mi edificio. Parece que ustedes se hubieran puesto de acuerdo para encontrarse sin encontrarse. Vos los mirás con la misma inquietud del día del accidente, llevás tus manos al pecho y gritás. Gritás pero no pasa nada, no hay vidrios rotos ni autos estrellados ni gente malherida. Gritás con todas tus fuerzas, creo que llamás al viejo, pero ni él ni Prometeo se dan cuenta: una ambulancia acaba de pasar con su sirena veloz y estremecedora. Hice un esfuerzo por entender lo que decías, pero no logré descifran ni media palabra. Son las doce y veinte de la madrugada y cerrás la ventana con fastidio. No te asomaste cuando el abuelo y Prometeo regresaron del paseo.

Ahora llevo puesta una remera blanca, grande y gastada. Me asomo a la ventana con una taza de café o té, no recuerdo qué me serví, total, no lo voy a tomar, y espero. Tal vez, a las siete en punto de la mañana, por fin, nos miremos frente a frente.

Biografía

María Laura Riba nació el 23 de octubre de 1965 en ciudad de Buenos Aires. En 1994 se radicó en la provincia de Corrientes, Argentina y desde 2007 hasta enero de 2015 residió en La Habana, Cuba. En 2015 regresó a Corrientes y actualmente vive en Resistencia, Chaco. Entre sus publicaciones se destacan “No me dejes dormir” (cuentos); “Che, mataron al enano–Correntinazo, 15 de mayo de 1969” (crónica), “Un sapucay en la nieve” (poesía), “Ella sin nombre (novela) y “Cascarita de huevo era su cuerpo (crónica).
Los que leyeron este relato, opinaron...

No hay ninguna opinión todavía. ¡Escribe una!